Vivimos una nueva revolución cuyo objetivo es implantar la civilización de lo ligero. Esta es la bandera que Gilles Lipovetsky (París, 1944) acaba de colocar en lo más alto de su clarividente y extensa obra. Una valiente, incisiva y amena lectura del mundo actual. En 1983, aparece La era del vacio. Ya entonces, el profesor de la Universidad de Grenoble nos advierte de “la emergencia de un modo de socialización y de individualismo inédito”. Escribe que se están rompiendo, de modo irreversible, los principios sobre los que se construyó la modernidad.
La creación de la sociedad moderna tuvo que superar las jerarquías de sangre y la soberanía sagrada. El ideal moderno aceptó el sometimiento del sujeto a las reglas de la razón. Pero en las sociedades democráticas avanzadas se ha girado hacia una nueva lógica. La realización personal, el respeto a la singularidad o a las diferencias, se ha implantado como valor central. El mundo hipermoderno ha pasado a regularse con otros criterios.
El recorrido de Lipovetsky parte de la visión del proceso de personalización como rasgo básico de la sociedad de finales del siglo veinte. Desde ahí plantea la ligereza como un concepto capaz de aglutinar y explicar la transformación del mundo actual. Para justificar este tránsito necesita reclamar respeto para un término que ha sido tratado con desdén, como de importancia menor.
Tras esta advertencia al lector asoma la gigantesca obra de Zygmunt Bauman en torno a “la sociedad líquida”. También aparece la referencia a “lo pequeño es hermoso” de distintos autores norteamericanos. Con ello se va construyendo la tesis que se corona con esta frase: “lo ligero es hoy la mayor fuerza de transformación del mundo”.
Para hacer creíble este cambio, Lipovetsky acude a su tan bien conocido capitalismo de consumo. En una clave que recuerda al Vicente Verdú (2003) de El estilo del mundo, dibuja la inmensa maquinaria de la seducción actuando a través del diseño, la publicidad o los medios de comunicación. Una actuación paralela al desarrollo de la tecnología, los viajes y el nomadismo. Un proceso de seducción que desemboca en la ligereza como pauta vital.
El primer ordenador personal que IBM construyó en 1981 pesaba más de 20 kilos. Ahora un MacBook portátil con una capacidad superior, apenas pesa más de un kilo. Lo ligero se extiende. Empuja una industria que obtiene grandes beneficios. La delgadez no es sólo un ideal estético sino una forma de satisfacción ética. El yoga, la meditación, las curas detox o el fitness toman carta de naturaleza.
Pero, como señala Lipovtsky, la revolución de lo ligero causa daños colaterales. Las tecnologías de la información y de la comunicación consumen el 10% de la producción mundial de electricidad, como la suma del gasto eléctrico de Alemania y Japón. Nunca el consumo de materias primas ha sido tan alto. La revolución de lo ligero tiene más filos. La ruptura de vínculos, que todo se vuelva temporal o la fragilidad de los lazos acarrean sensación de inseguridad, de incertidumbre, de miedo a la expulsión del grupo. Las desvinculaciones implican con frecuencia el abandono, la soledad o la tristeza profunda.
Aunque todo es más ligero y flexible, la nueva ligereza no logra evitar la fragilidad de la vida. Junto a los cánticos que hablan de independencia o de nuevos placeres, crece el número de personas que sufren angustia, depresión u otros trastornos mentales. La ligereza sucumbe con frecuencia ante “el imperativo de la eficacia” o la fuerza de la creciente desigualdad social.
La civilización de lo ligero, el individualismo que genera y las nuevas tecnologías han cambiado también el concepto de ciudadanía política. Lo ligero se ha llevado por delante buena parte de las antiguas formas de hacer política y, ya en derribo, a numerosos artistas e intelectuales, sustituidos en la vida pública por famosos y tertulianos de postín.
Se cierran estas páginas con la advertencia de que no cabe el pesimismo. En todo caso, leer a Lipovetsky -como viene haciendo El Cultural- es abrirse a una visión más rica y excepcional del mundo. Vale la pena.