Las teorías de la conspiración son la cara B de la historia contemporánea, un reverso de la versión oficial que resulta tan histórica, académica, judicialmente insostenible como atractivo y revelador. En la aceptación popular de esos relatos descubrimos la precariedad de cualquier intento de establecer una narración de los hechos que no arroje infinidad de puntos muertos: disparates aparte, la distancia estadística entre los vacíos de una versión y la otra, entre el número de saltos de fe que exigen una y otra, es la que convierte a una historia en Historia, y la otra en materia de especulación literaria o de chifladura en penumbra. Pero eso no le resta fuerza poética a las teorías de la conspiración, que permiten elucubraciones apasionantes y se sostienen sobre una actitud de sospecha muy contemporánea. La gran narrativa norteamericana reciente ha basculado en torno a la conspiración, y el asesinato de Kennedy ha acabado siendo la gran piedra de toque de su mitología nacional, con Libra de DeLillo como libro sagrado y paradójicamente desacralizador.
Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es un narrador de corte muy norteamericano: Los informantes, que para mí sigue siendo su libro, tenía algo que recordaba a Roth, y Las reputaciones no se aleja mucho de un Doctorow. Son solo ejemplos, pero en el modo de unir destino individual con reflexión histórica y nacional, Vásquez da pruebas de haber entendido muy bien una determinada tradición, sin dejar de ser un autor colombiano en forma y fondo. La forma de las ruinas, una novela notable, lo confirma. Narrada en primera persona por un narrador que se identifica con el autor, aquí se nos pone en contacto con un personaje, Carlos Carballo, que responde al retrato del conspiranoico: un hombre obsesionado con las supuestas mentiras de los libros de texto y las resoluciones judiciales de la historia, que vive entregado de forma casi patológica a la causa de la impugnación de la versión oficial de la historia de su país.
El libro, que se toma sus giros y sus meandros, se centra en dos magnicidios fundacionales de la Colombia moderna: en 1914, muere asesinado el senador liberal Rafael Uribe Uribe; en 1948, el líder liberal heterodoxo Jorge Eliécer Gaitán recibe cuatro disparos en una calle de la capital, dando arranque al llamado “bogotazo”, un capítulo de violencia ciudadana que marcará al país. Estos dos crímenes son atribuidos de forma convencional a ciudadanos anónimos sin una estrategia concreta que los anime, pero Carballo cree que eso no se sostiene, y trenza una contra-historia que une ambos puntos y los enlaza de un modo inconcreto con el magnicidio por excelencia, el que tuvo lugar en Dallas en 1963 con Oswald y Kennedy de protagonistas y la película Zapruder de testimomio.
La conexión con Kennedy es el punto más discutible de La forma de las ruinas: innecesaria para la trama, el lector tendrá que decidir si está allí para fijar icónicamente y dar profundidad al discurso sobre las posibilidades alternativas de la verdad, o bien si es utilizada como cebo para el lector alejado de la historia de Colombia. Sea como sea, todo lo demás es ejecutado a la perfección: la investigación a través de documentos, fotografías; la autobiografía del autor como contrapunto a la biografía de una nación, un factor equívocamente confesional que se permite sembrar el texto de referencias no siempre explícitas a su obra anterior; la sombra sutil de Borges, subrayando la idea del tiempo como un laberinto lleno de bifurcaciones tapiadas. Y en el centro inesperado de la novela, un héroe, el joven abogado Marco Tulio Anzola, inasequible al desaliento pero también al sentido común, la prudencia o los corsés que la Ley impone a la especulación. La investigación de Anzola es absolutamente hipnótica, una muestra de narrativa tensa, ágil, inteligente.
La forma de las ruinas (ruinas de la historia, pero sobre todo de los hombres que la protagonizan) lleva la conspiración al terreno en el que es valiosa: "el reino de la posibilidad, de la especulación, o la intromisión que hace el novelista en lugares que le están vedados al periodista o al historiador". No intenta canonizar un relato alternativo, sino hurgar en las grietas del relato colectivo canónico, que suelen tener forma de destinos individuales.