Kim Philby, un espía entre amigos
Mientras devoraba este relato de suspense sobre Kim Philby, el cabecilla de una red de espionaje de alto nivel que al final resultó ser un topo de la URSS, tenía que recordarme a mí mismo una y otra vez que aquello no era una novela. El libro se lee como una narración de Graham Greene, Ian Fleming o John le Carré -todos ellos aparecen en él- aligerada con una pizca de P. G. Wodehouse. Pero, en realidad, Un espía entre amigos es una historia verdadera investigada con rigor. El periodista londinense Ben Macintyre, que ya había escrito otras nueve crónicas de intrigas y argucias, hace un original repaso del más formidable drama de espionaje de nuestra era. Y al igual que uno de sus desinhibidos personajes que se relajan en el bar del White's -ese venerable club de exalumnos de élite-, tiene la habilidad de desempeñar el papel de un entretenido narrador que sabe envolver las perspicaces apreciaciones psicológicas y sociológicas en un humor socarrón.
La historia de Philby y de los otros agentes dobles de la Universidad de Cambridge se ha contado muchas veces. Destacan los relatos de Phillip Knightley y Anthony Cave Brown, así como los del propio Philby y los de dos de sus cuatro mujeres. A Macintyre, que se basa en estas y en otras fuentes publicadas, no le ha sido posible curiosear en ningún archivo o dar a conocer nuevas revelaciones sensacionales. En su lugar, ha concebido un cautivador recurso para estructurar la trama: explicar la historia a través de la relación de Philby con Nicholas Elliott, un compañero espía educado en Cambridge que era, o creía ser, amigo íntimo de Philby.
De este modo, Macintyre ha logrado algo más que una simple historia de espías; ha escrito un relato sobre el más complejo de los temas: la amistad. ¿Por qué existe? ¿Qué lleva a la gente a buscarla? ¿Cómo sabemos cuándo es real? El mundo de los jóvenes ingleses de clase alta proporciona un terreno arduo pero fructífero para este tipo de exploración. Una vez que han aprendido a defenderse de la vulnerabilidad en los campos de deporte de Eton, enmascaran lo que sienten los unos por los otros mediante bromas, asistiendo a partidos de críquet, bebiendo, y con “una falsedad protectora que es su sello distintivo”.
Los miembros del servicio secreto albergaban "un conjunto compartido de ideas preconcebidas acerca del mundo y de su posición privilegiada en él"
Macintyre también aborda un tema relacionado con el anterior: las lealtades tribales de la clase social endogámica, en los decadentes márgenes de la aristocracia británica, que eran el alimento de dichas amistades, tanto reales como fingidas, y daban vida al club de los muchachos que poblaban sus servicios de asuntos exteriores y coloniales, y también sus servicios secretos. Sus miembros albergaban, en palabras de Macintyre, “un conjunto compartido de ideas preconcebidas acerca del mundo y de su posición privilegiada en él”. Un día, mientras asistían a las carreras de Ascot, Elliott mencionó a un diplomático amigo de su padre y director de Eton, que le gustaría ser espía. “Es un alivio que lo que me pides sea algo tan sencillo”, repuso el diplomático, y Elliott fue acogido sin tardanza en el MI6, el equivalente británico de la CIA estadounidense.
Kim Philby compartía ese deseo, y fue recomendado por Valentine Vivien, el número dos del MI6, que había servido como funcionario de las colonias con el padre de Philby. Aunque el joven había coqueteado con los círculos comunistas durante su paso por Cambridge, el asunto apenas se investigó más allá de la pregunta sobre el tema que Vivian hizo al padre de Philby mientras tomaban una copa en su club. “Tonterías de estudiantes”, replicó Philby padre. Así que Vivian lo contrató. “Me preguntaron por él y dije que conocía sus relaciones”.
Elliott no solo se convirtió en amigo de Philby. Empezó a venerarle “con una poderosa adoración masculina no correspondida, sin nada que ver con el sexo”. Incluso se compró el mismo lujoso paraguas que a Philby le gustaba lucir. Lo que no sabía era que Philby era un agente doble que trabajaba para Rusia. Eso significaba que veía su amistad desde un punto de vista diferente. “Elliott era una estrella en ascenso en el servicio y un amigo valioso”, narra Macintyre, “y nadie comprendía el valor de la amistad mejor que Philby”. Ser “uno de los nuestros”: esa era su impenetrable tapadera, y Macintyre narra de forma divertida y, al mismo tiempo, terrible, lo poderosa que era. Incluso cuando sus traiciones llevaron a la muerte a compañeros y a posibles desertores de la Unión Soviética, nadie de su círculo sospechó de él, y llegó a convertirse en el enlace del MI6 con la CIA en Washington.
Allí se hizo amigo, en el sentido philbyano del término, de otro personaje más que fascinante de este libro: James Jesus Angleton, que había ascendido en las filas de la CIA. “Angleton era como una de esas raras orquídeas que más tarde cultivaría”, describe el autor, “atractivas para algunos, pero vagamente siniestras para aquellos que prefieren la flora más sencilla”. Estaba obsesionado con acabar con los espías y los topos. Sin embargo, el mayor de cuantos tenía a su alrededor le pasó desapercibido. De hecho, se enamoró de él. Del mismo modo que a Elliott le dio por llevar el mismo paraguas que Philby, Angleton usaba el mismo sombrero Homburg.
Incluso cuando las traiciones de Philby llevaron a la muerte a compañeros, nadie de su círculo sospechó de él
Como casi todos los personajes del libro, Philby y Angleton eran bebedores feroces y competitivos. Se encontraban en el Harvey's, un bar restaurante especializado en ostras, parecido a un club, y cada uno mantenía el ritmo de los tragos del otro. Mientras intercambiaban confidencias, Angleton se encontraba en una fatal desventaja: ignoraba que Philby no estaba en su mismo equipo. Una constante que subyace a lo largo de la obra es la sensación de que, para los que vivían una vida de engaño, el alcohol era una herramienta de trabajo y una necesidad psicológica. Donald Maclean y Guy Burgess, los compañeros de Cambridge de Philby en el círculo de los dobles agentes rusos, también eran unos bebedores de primera categoría. En una ocasión, un ebrio Maclean -que se encontraba en El Cairo- destrozó el apartamento de dos secretarias de la embajada e hizo pedazos su ropa interior. A pesar de ello, poco después fue ascendido a director de la oficina de Estados Unidos del Ministerio de Asuntos Exteriores británico.
En 1951, gracias a mensajes rusos descifrados, los británicos descubrieron por fin que Maclean era un espía. Una de las primeras personas a las que avisó el MI6 fue a Philby, su superior en Washington. Philby envió a Burgess, que entonces estaba viviendo con él como invitado, de vuelta a Inglaterra para que avisase a Maclean. Los dos huyeron rápidamente a Moscú.
A pesar de que Philby fue capaz de fingirse afectado al dar la noticia, su estrecha relación con los desertores de Cambridge acabó convirtiéndolo en blanco de sospechas. Las divisiones de clase surgieron de nuevo. El círculo de exalumnos del MI6, con Elliott a la cabeza, cerraron filas en defensa de Philby, pero el MI5 -el servicio interno equiparable al FBI- estaba repleto de agentes y oficiales de policía indiferentes a las convenciones, que no sentían la misma reverencia por los ricachones cuyos padres se habían conocido en Eton. Las pruebas contra Philby eran circunstanciales y no bastaban para detenerlo, pero se le apartó discretamente de las filas del servicio secreto.
Que Philby hubiese llegado tan lejos y nadie lo hubiese detectado durante tanto tiempo era asombroso; pero en 1954 ocurrió algo más sorprendente aún. Sus contactos pusieron en marcha una sutil campaña para rehabilitarlo. La dirigieron Elliott y Angleton, que ese mismo año pasó a ser jefe de la división de contraespionaje de la CIA. Philby dio una conferencia de prensa para desmentir que hubiese sido espía. Cuando Edwin Newman, de la NBC, le preguntó por su amistad con Burgess, le respondió con franqueza: “En lo que respecta a la amistad, preferiría hablar de ello lo menos posible, porque es un asunto muy complejo”.
Tras descubrirse su traición, en 1954 ocurrió algo más sorprendente aún. Los contactos de Philby pusieron en marcha una sutil campaña para rehabilitarlo
Philby fue autorizado a volver al redil del MI6, si bien como agente de bajo rango, y enviado al enjambre de espías que era Beirut bajo la falsa identidad de periodista. Pronto estuvo de nuevo con Elliott, que se convirtió en jefe de la base del MI6 en la ciudad. “La vuelta de Philby a los servicios secretos británicos fue una demostración del más exquisito funcionamiento del círculo de exalumnos: una palabra susurrada al oído, un gesto de aprobación, una copa con un colega en el club, y la maquinaria se activaba”. Con la misma naturalidad, Philby siguió siendo un doble agente al servicio de Moscú.
¿Por qué traicionó Philby a su país, a sus compañeros de club, a su clase social y a sus amigos? Más tarde insistió en que fue debido a su superior lealtad al ideal comunista. “Salí de la universidad con la convicción de que debía consagrar mi vida al comunismo”, declaró. Macintyre hace hincapié en un factor más psicológico: “Philby disfrutaba engañando. Renunciar a la carga erótica de la infidelidad, igual que al secreto, puede ser difícil”. Parece que esta emoción prendió en él a una edad temprana. “Philby probó la droga del engaño siendo joven, y siguió siendo adicto a la infidelidad el resto de su vida”.
Tras esta explicación subyace un impulso profundamente arraigado, que resulta familiar a muchos biógrafos: el deseo de saldar cuentas con el padre. El sargento John Philby, un intrépido funcionario del servicio colonial que ayudó tanto a los servicios secretos británicos como al rey saudí a abrirse paso por la turbulenta política de Oriente Próximo, “era un hombre que consideraba que sus propias opiniones, por poco que durasen, eran una verdad revelada”.
¿Por qué traicionó Philby a su país, a su clase social y a sus amigos? "Salí de la universidad con la convicción de que debía consagrar mi vida al comunismo", afrimó
En 1960, de regreso a Arabia Saudí desde Inglaterra, hizo una parada en Beirut para visitar a su hijo. Elliott organizó un almuerzo etílico para los Philby y otros amigos. Tiempo después, escribió que el sargento John Philby “se marchó a la hora del té, se echó una siesta, estuvo tirando los tejos a la mujer de un miembro del personal de la embajada en un club nocturno, tuvo un ataque al corazón y murió”. La seguridad de Philby empezó a flaquear, e, inevitablemente, su pasado volvió a atraparle. En 1962 ya había suficientes pruebas, de manera que incluso Elliott se convenció de que su amigo era un infiltrado. Insistió en que se le permitiese ser él quien se enfrentase a Philby para obtener su confesión. “Estaba deshecho”, relata Macintyre. “Quería mirar a Philby a los ojos por última vez. Quería entender”.
El libro llega a su punto álgido con un duelo psicológico en Beirut revestido de cortesía ante una taza de té, que desembocó en una confesión parcial por parte de Philby. Pero, en vez de organizar su detención, su desaparición o su asesinato, Elliott le dijo a su antiguo amigo que se iba unos días a África antes de que se reanudase el interrogatorio. Cuando estuvo solo en Beirut, Philby se puso en contacto con sus responsables rusos, que, sin perder un instante, se lo llevaron a Moscú en un avión de carga. Allí vivió el resto de su vida.
¿Por qué dejó Elliott que Philby escapase? En principio se pensó que él y el servicio secreto británico eran unos necios incompetentes. Pero Macintyre proporciona una teoría diferente, que su relato hace verosímil. Después de obtener la confesión de Philby, es posible que Elliott le dejase vía libre para escapar. A lo mejor incluso le animó a hacerlo. Más revelaciones o un juicio público no habrían beneficiado en nada al círculo de exalumnos. Hasta no llevar unos meses en Moscú a Philby no se le ocurrió que tal vez le hubieran empujado. Hizo llegar clandestinamente una carta a Elliott proponiéndole encontrarse en Helsinki. “Nuestros últimos intercambios fueron tan extraños que no puedo evitar pensar que quizá quisiste que me esfumase”. Elliott lo rechazó con una respuesta fría y terminante.
El exespía John le Carré, que trató el caso de Philby en su novela El topo, proporciona una evidencia más. Le Carré entrevistó a Elliott en 1986 y recuperó sus notas para redactar un epílogo para este libro. Preguntó a Elliott si el MI6 había considerado alguna vez presionar a Philby para que volviese a Londres. “Nadie quería verle el pelo en Londres, muchacho”, replicó Elliott. Le Carré prosiguió: “¿Podría haber hecho que lo matasen?”. Y Elliott respondió con desaprobación: “¿A mi viejo amigo? ¿A uno de los nuestros?”.