Discurso íntegro del ministro Wert en la Ceremonia de Entrega del Premio Cervantes
Majestades,
Señor Presidente del Gobierno,
Señor Rector,
Autoridades,
Señora Poniatowska,
Señoras y Señores,
Permitidme -en el pórtico de esta intervención y antes de entrar en el objeto
propio de la misma- un tributo caluroso y agradecido a Gabriel García Márquez,
cuya muerte el pasado jueves enlutó a las letras en español. Caluroso tributo al
autor de algunas de las más inolvidables páginas de la literatura del siglo XX no
ya sólo en nuestra lengua común sino en el acervo universal de las letras.
Agradecido tributo a quien a través de una prosa tan exacta como singular nos
llevó a esas cimas de emoción y sentimiento que sólo la gran literatura permite
alcanzar. García Márquez, tan cercano a la autora a quien hoy reconocemos,
seguirá entre nosotros: cada vez que un lector se acerque al territorio sagrado de
Macondo, o se aproxime al Padre Ángel, o conozca a Florentino Ariza y a
Fermina Daza, Gabriel García Márquez seguirá viviendo entre nosotros. Un
escritor no muere hasta que lo hace el último de sus lectores y harán falta muchos
más de Cien Años de Soledad para que eso suceda con García Márquez.
Un año más el nombre de Cervantes nos reúne en este paraninfo en la
gran fiesta de las letras españolas.
Un año más una figura de aquende o allende el mar que nos une y nos
hermana agrega su nombre al del privilegiado elenco de quienes la precedieron.
Y en este año, en el que hace apenas veinte días hemos conmemorado el
centenario del nacimiento de otro Premio Cervantes, grande entre los grandes, el
mexicano Octavio Paz, nos toca ensalzar la figura de otra gran autora de ese
entrañable país, Elena Poniatowska.
Elena y Octavio, junto a Carlos Fuentes, Sergio Pitol y José Emilio Pacheco
forman el pentágono de autores mexicanos que han obtenido, desde 1981 hasta
2013, el Premio Cervantes. Octavio Paz, el Poeta, fue el primero; Elena
Poniatowska es, por ahora, la última.
Al Poeta le ha dedicado Elena libros enteros ("Octavio Paz: las palabras del
árbol") y ensayos más breves (como el que publicó en Ínsula en 1991 bajo el título
"El universo: plaza pública"), pero además le entrevistó varias veces. En una de
esas entrevistas, hablando de la crítica en México y sus carencias, Paz le dijo a
Elena "En México no hay crítica, sólo un curioso procedimiento de elogiosas y
breves notitas donde no se economizan incoloros adjetivos". No quisiera, doña
Elena, en esta breve laudatio de su obra, hacerme acreedor a esta sumaria
refutación.
Nace la autora a quien honramos en el esplendor de una primavera
parisina de hace algunos años como Princesa Hélène Elizabeth Louise Amélie
Paula Dolores Poniatowska Amor. ¿Princesa? Veamos lo que ella misma dijo al
respecto: "No tan princesa, eh. Finalmente el rey del que procedía mi padre era
del siglo XVIII, Estanislao Augusto Poniatowski, y yo creo que lo peor del mundo
es quedarse en el siglo XVIII".
Pero ni nacer princesa le ha impedido nunca estar muy cerca de los que
poco o nada tienen, ni nacer y vivir su niñez en París evita que se sienta "más
mexicana que el mole".
En plena guerra mundial, su madre, Paulette Amor, con sus dos hijas se
embarcan en el Marqués de Comillas, como ella misma ha recordado "donde venían tantos refugiados españoles" camino de México. Y allí Hélène se convierte
en Elena. Y la voz de la princesa se transforma en la voz de quienes no la tienen.
En Elena Poniatowska habitan el francés de su abuelo paterno, intelectual
que le enseñó el rigor de la gramática; así como el inglés de la abuela
estadounidense, descendiente de quienes trazaron los trenes que unen las costas
de ese país cuyas universidades la reciben hoy como autora consagrada. Dos
lenguas que mecieron una infancia interrumpida por la contienda y marcada
porque el azar derivado de aquella hizo que todo cambiara. Todo. Su Patria y su
lengua.
El máximo galardón de las letras en castellano va hoy a una escritora que
eligió una lengua en la que no se crió. Mexicana por elección -como Mariana, su
alter ego en La flor de lis ("Soy de México porque quiero serlo, es mi país")- fue la
suya una voluntad temprana y consciente de permanencia y compromiso con la
lengua del país al que deseó pertenecer.
Con esa lengua española "caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva,
maleable" como la definiera Sergio Ramírez en el reciente Congreso de la
Lengua. Con esa lengua que, como Carlos Fuentes dijera al recoger este mismo
premio, es "lengua de asombros y descubrimientos recíprocos", esta lengua
nuestra que no es ya la lengua imperial de Nebrija sino la lengua universal de
Borges y Neruda, de Cortázar y de Paz; una lengua universal "hablada, leída,
cantada, pensada y soñada" por más de 400 millones de personas.
Cuando Elena Poniatowska habla de sí misma lo hace siempre con una
admirable humildad. Hace muy poco, al hilo de la presentación en México de su
último libro -El universo o nada- en el que cuenta la vida de su marido, el
estrellero Guillermo Haro, decía de sí misma: "Yo no soy nada sabia, en la vida
sólo he tenido preguntas porque no tengo las respuestas y creo que las voy a
seguir haciendo hasta que me muera".
En esa actitud se refleja una buena parte no sólo de su filosofía de vida,
sino una buena parte también de su biografía literaria. Porque la escritora que ha
insuflado vida literaria al testimonio de la gente común comienza su carrera
preguntando -cándida, intrigada, apasionada, o las tres cosas a la vez, según el
personaje que tuviera enfrente- y desarrollando el más fino oído, el arte de
escuchar. En Excélsior, muy joven, publica durante algún tiempo una entrevista al
día.
Recorre México a lo largo de su fecunda carrera como periodista, que
convierte la hoja volandera del diario en palabra perdurable con libros donde
recoge sus crónicas. Palabras Cruzadas, en sus dos ediciones de 1961 y 2013, y
las siete distintas ediciones de Todo México ilustran su original acercamiento al
interlocutor. De Cantinflas a Jorge Ibargüengoitia, de Lola Beltrán a Hanna
Schygulla, de El Santo a Alejo Carpentier, frente a Elena Poniatowska han
desfilado las figuras de la cultura, del espectáculo, de la vida intelectual de México
y de muchos de los que pasaron por México.
Pero donde más aprendió, a lo que aplicó con más empeño el arte de
escuchar, donde más fino se hizo su oído fue en su inmersión en el México
olvidado, marginal o sufriente, cuyos episodios más tristes y cuyas realidades más
punzantes recoge en la trilogía que forman La Noche de Tlatelolco, Fuerte es el
Silencio y Nada, Nadie. Las voces del temblor. Ahí, en el escuchar a quien nadie
escucha y en desarrollar un "mirar que nadie mira", ancla nuestra autora la
obligación del artista.
Fecunda y valerosa, Poniatowska ha dejado que en su escritura "los trenes
pasen primero", cargados de las soldaderas con las que aprendió el relato de la
historia de México a través de Josefina Bórquez, trasmutada en la ficción en
Jesusa Palancares, la indómita protagonista de su testimonio de 1969, Hasta no
verte, Jesús mío.
Ese México que no solo fue el privilegiado espacio cultural al que
perteneció como miembro de la Generación del Medio Siglo, sino el México, por
ejemplo, de los pasillos de la cárcel de Lecumberri que recorrió junto a su querido
Luis Buñuel. La oralidad de sus gentes alimentó la prosa de la periodista, de la
cronista que, desde una perspectiva costumbrista, plástica y llena de hallazgos
poéticos, relató al país. Un país que tiñó con el dramatismo de la injusticia las
páginas de quien había sido una niña que jamás aceptó la posición de privilegio
que podía situarla al margen.
Elena Poniatowska es una narradora singular en muchos sentidos. Sin
duda, lo es por su capacidad de traspasar las fronteras convencionales de los
géneros. Periodista orgullosa de su oficio, Elena Poniatowska fue la primera mujer
a la que se otorgó el Premio Nacional de Periodismo en México. Igualmente, una
novelista capaz de hacer ficción de la realidad más cruda y de hacer realidad la
ficción más inverosímil. Así lo destacó su gran amigo Álvaro Mutis, a quien hoy
también añoramos en este primer Premio Cervantes que sucede a su
desaparición: "Ella escribe de forma paralela siendo un testigo de su tiempo y a la
vez creando un mundo de ficción que es tan real como el otro". Además, biógrafa,
poeta, autora teatral, traductora, conferenciante, maestra de escritores e
infatigable activista.
Testigo, relator y partícipe, en su escritura late siempre un impulso de
fidelidad hacia sí misma en primer lugar y hacia el México que eligió como
territorio de su combate por la justicia en segundo lugar. Pero tal vez la
aportación más valiosa de la proteica obra de la autora sea su rescate de la
palabra del pueblo, esa oralidad nada impostada que surge poderosa de obras de
un inmenso valor testimonial como Hasta no verte, Jesús mío, en el que -como
señaló Juan Villoro- "sus monólogos [los de la protagonista] integran un tejido
donde el habla popular roza la metafísica".
Su madre le regaló, cuando era niña, un ejemplar de El Quijote,
encuadernado en verdes tapas de tela, de recuerdo imborrable. Una mujer dotada
de las armas de la palabra y del idealismo cervantino. Dotada de la cercanía oral
propia del pueblo, con voluntad de ser Sancho, de ser El burrito que metió la pata
en el cuento infantil para el que evocó al desfacedor de entuertos.
El premio Cervantes honra a una autora que recorre como héroe el camino
de la realidad y la ficción. Allí donde esté el espíritu del ideal quijotesco estará
Elena Poniatowska. Para consignarlo, para retratarlo, para entrevistarlo, para
convertirlo en novela. ¡Cuántos nombres de la historia reciente mexicana habitan
el territorio de su Mancha! Más Esmeraldas que cultos Licenciados Vidriera; más
Aldonzas Lorenzo que Dulcineas. Sus mujeres son aquellas en las que nadie
repara, y de las que afirma: «Las mujeres son las grandes olvidadas de la historia
y los libros son la mejor forma de rendirles homenaje». Heroínas silenciadas por
la historia, Lupe Marín, Angelina Beloff, Rosario Castellanos, Mariana Yampolsky,
y tantas otras que recupera Poniatowska a lo largo de páginas donde se hace
universal la voz de la realidad.
Mujeres recuperadas para convertirlas en protagonistas, como Tina
Modotti, magníficamente reflejada en la monumental Tinísima, o Leonora
Carrington, la pintora que en Leonora nos descubre el surrealismo. Elena
Poniatowska hace así en sus biografías noveladas un retrato a la vez íntimo y
social. Sus protagonistas recorren la historia de la región más transparente del
aire y alcanzan las estrellas con pocos medios. Empeño en el que por cierto
destacó su marido, el astrofísico Guillermo Haro, héroe no solo de la biografía
novelada La piel del cielo, sino épico batallador quijotesco de su último ejercicio
biográfico, El universo o nada.
Y no olvidemos a sus hijos Mane, Paula y Felipe. Carlos Fuentes se
admiraba de que Elena alternara su trabajo como periodista, novelista y activista
con el cariño y el cuidado de sus hijos. A ellos se refiere como sus "maestros…
date cuenta de que somos una carreta, en la que ellos van delante, son los
caballos, galopan".
Con Poniatowska honramos el espíritu cervantino del idealismo, el
profundo y amoroso conocimiento de la realidad del tiempo que le tocó vivir, la
oralidad que se hace poesía, el loco quijotismo con el que se enfrenta a lo
cotidiano y lo eleva a rango de arte. Premiamos su entrega, su obra, su persona y
su dedicación al lenguaje con el que ha construido un México que nos alcanza
como una ofrenda hermosa y dolorida, la del espacio al que quiso llegar
Cervantes con la esperanza de encontrar su propio territorio de la Mancha, donde
se habla el idioma de sus páginas. Este castellano que no fue su lengua materna,
y que Elena Poniatowska Amor, escuchándolo, gustándolo y escribiéndolo, hizo
suyo, y se hizo suya.
Permitidme, Señor, concluir tomando prestada de nuestra autora toda una
declaración de principios que resume su reflexión sobre el arte y el compromiso,
que compendia su obra y el sentido de su vida. Cuando en "Luz y luna. Las
lunitas" Elena Poniatowska reflexiona sobre sus largas conversaciones de los
miércoles con Fermina Bórquez, la Jesusa de Hasta no verte, Jesús mío, le
sobreviene un recuerdo de sus elitistas antecedentes familiares. "Mis abuelos,
mis tatarabuelos tenían una frase clave que creían poética: "I don't belong". A lo
mejor era su forma de distinguirse de la chusma, no ser como los demás. Una
noche, antes de que viniera el sueño, después de identificarme largamente con la
Jesusa y repasar una a una todas sus imágenes, pude decirme en voz baja: "Yo
sí pertenezco".
Elena Poniatowska, nacida princesa en Francia, mexicana por convicción,
combatiente de la libertad y de la igualdad en la tierra que tomó por propia y a
través de la lengua que también adoptó por libre elección, hoy, porque así lo han
querido sus pares, el Premio Cervantes la reconoce -como hizo en su día con
María Zambrano, Dulce María Loynaz y Ana María Matute- como reina de las
letras españolas. Que sea enhorabuena.