Leopardi, por A. Ferrazzi
La vida de Giacomo Leopardi (Recanati, 1798-Nápoles, 1837), ya está extremadamente presente en su extensa obra. Me refiero a que si uno lee ciertos textos sintéticos o esbozados suyos, como el Diario del primer amor o Recuerdos de infancia y de adolescencia, su riquísimo Epistolario, determinados poemas o los fragmentos menos áridos del Zibaldone -una obra única, algo más que un mero Diario-, se encontrará con una infinidad de datos que perfilan ya su figura en profundidad. Por otro lado, la base documental de la misma que no atañe estrictamente a sus libros -desde el Memorial que escribió su padre, el conde Monaldo, o la proporcionada por personajes que él trató en las distintas ciudades-, también nos ofrecen datos innumerables que facilitan la labor del biógrafo. Lo pude comprobar personalmente cuando escribí mi libro sobre el poeta (Hacia el infinito naufragio. Una biografía de Giacomo Leopardi, 1988).Seguir la vida a través de sus libros y de los libros de los demás, así como de los lugares leopardianos (los más evidentes, quizá, en la propia Recanati, su ciudad natal, y en Nápoles y sus alrededores) supone un plus de conocimientos muy vivos. Ello nos permite allá de los riquísimos datos que proporciona la erudición- situar la biografía de Leopardi en el marco de una novela, pues es mucho el juego que el personaje proporciona (sus padecimientos, su voraz trabajo autodestructivo, el ambiente familiar, la continua tensión entre su huida de la casa paterna y el regreso a ella tras los sucesivos choques con la amarga sociedad de los humanos, su atrabiliario comportamiento final). Sí, Leopardi sería una magnífica figura para esa novela extremadamente fiel en los datos.
De muchos irisados aspectos se nutre la biografía de Pietro Citati, alejada de los dos extremos que se habían dado hasta ahora en Italia en los estudios biográficos sobre el poeta. No faltan las biografías coherentes, que sucesivamente van aportando hallazgos, pero otros libros se mantenían entre la osada fabulación, la hagiografía o la sequedad ensayística, sin abordar cuanto hubo de vida intensa en él. En este sentido, Pietro Citati ha escrito un libro con gran libertad expresiva, coherente con los datos y superando incluso las exclusiones al uso al acceder a informaciones "inalcanzables".
Este afán de libertad creativa y de información segura, no se coarta por la fijación en capítulos de temas predominantes ("La mente de Leopardi", "El amor", "El Infinito" y las "Canzoni", las "Operette morali") sino que siempre el hilo biográfico nutre el relato (¿o el ensayo?) y da amenidad al texto. Hay una buena base del conocimiento de las obras decisivas. Citati siente ese ágil ritmo suyo (más creativo que testimonial) que traspasa a sus páginas. A veces, ese nervio del narrador se exacerba ("El Zibaldone comenzó a cobrar existencia poco a poco, como una especie de animal inmenso de papel y de tinta…", escribe), pero enseguida aparecen datos que fundamentan esta obra tan peculiar, de manera que sintéticamente el autor nos proporciona una información útil y fidedigna. Igual afán de libertad observamos en el análisis de determinados poemas. Antes de abordarlos, Citati recrea la atmósfera del texto, dando a sus descripciones un realismo que ameniza la lectura. Así sucede en su introducción al bello poema "Le ricordanze": "En Le ricordanze se menciona una hora, que no es medianoche, como podría hacer creer la presencia de las estrellas brillantes en el cielo, sino el crepúsculo ya avanzado o el principio de la noche". Luego, alude a un tema central en Leopardi -los astros- o a otros afines, como la casa familiar y ese proceso de contemplación que maduraría plenamente, en 1819, a sus 21 años, cuando escribe el más conocido y amado de sus poemas, "L´infinito", tras esa experiencia que suponía sentarse a contemplar el horizonte desde el cerro, entre los pinos que todavía hoy podemos ver tras el palacio paterno. Era el hallazgo del sentido de infinitud que tanto define su Poética esencial.
Se subrayan múltiples influencias lectoras clave, como las de determinados libros de Rousseau (La nouvelle Héloïse y las Confessions) sin olvidar otras más tempranas (los clásicos grecolatinos), que son las que configuran lo que Citati reconoce como "la mente de Leopardi", entendida ésta como "una vitalidad no inferior a la de Tólstoi". Y a la de tantos otros gigantes de la literatura. Esta energía leopardiana -contenida en un cuerpo tan débil y maltrecho- la traspasa a una profusión de obras y a la gran riqueza de matices de la misma; que aluden no sólo a la variedad de los géneros literarios que utilizó (todos), sino a su mensaje, a esa tensión tremenda que supuso nacer y crear entre dos siglos convulsos, entre dos concepciones de la realidad enfrentadas. Así, la de la atmósfera familiar frente a los ecos liberales que le llegaban de determinadas ciudades italianas o extranjeras (París, Bonn).
Capítulo aparte merece para Citati un episodio a veces no bien valorado: el intento de fuga del poeta de la casa paterna. Fue el mismo año de 1819, cuando escribe "El infinito" el poema que supone un antes y un después en sus Canti (esa pugna entre la tierna emoción y el pensar en los límites del pesimismo lúcido). De ese momento crítico de la fuga, conservamos tres cartas preciosas que Leopardi le escribe a su padre, el conde Monaldo, a su hermano Carlo y al conde Saverio Broglio, el que le proporcionó el pasaporte para el viaje fallido. Esta última es, probablemente, la carta más clara, extensa y valiente que escribió el poeta. Luego, la escrita a su padre -que éste no llegó a leer- es como, "una obra maestra de desesperación, furia, amor, odio, escarnio, retórica, pena incurable", afirma Citati .
Estos textos son una buena muestra de cuanto sucedía en el interior y en el exterior del poeta, en esa encrucijada de su vida. Había perdido, según sus palabras, "la flor de su juventud" y, después de esta fallida fuga, cuando viaja por vez primera a Roma (en el bolsillo llevaba un tomo de la edición en español del Quijote), la decepción comenzaría a extenderse por su vida en los sucesivos viajes, en los fracasos amorosos y, sobre todo, en los escarnios que su genio intelectual mal pudo compensar o reducir socialmente. Y las enfermedades (la tuberculosis, el asma), que después de los tempranos problemas oculares no cesaron de avanzar.
La "novela" de la vida de Leopardi entra en su momento culminante durante su estancia en Nápoles, en su amistad con Antonio Ranieri y la hermana de éste, Paolina, y con su muerte. Citati opta de nuevo por dar amenidad al relato, aunque rehúye el tema del giallo de su enterramiento. Nos dice que nada sabemos de las conversaciones entre los dos amigos sobre temas eternos y evita lo que podríamos considerar como el "malditismo" leopardiano de aquellos días, su comportamiento "fiero y acre", para ofrecernos casi una página sobre detalles gastronómicos con un gran verismo. A veces, aparecen símbolos que se impone subrayar: el de la ginestra (la retama) unida a uno de sus grandes poemas últimos -junto a "El canto nocturno de un pastor errante de Asia" o "Amor y muerte"-; esa planta que recubre las laderas cenicientas del Vesubio, donde estaba la casita que habitó durante unos días.
Se trata, por cierto, de la misma casita que Helena Croce le ofreció a María Zambrano, como desagravio, cuando nuestra escritora tuvo que abandonar Roma agobiada por los problemas que sus gatos y algún incendio-ofrenda en Vía Apia, le habían causado. Zambrano, leopardiana de pro, debió de sentir no poder responder afirmativamente a aquella invitación. Habitaba ya en sus "claros del bosque".