Saphia Azzeddine
Demipage
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Tafafilt es la muerte y, sin embargo, aquí me tocó nacer. Me llamo Jbara. Al parecer, soy muy guapa pero lo desconozco. Me importa un comino ser guapa o no. Soy pobre y vivo en el culo del mundo. Con mi padre, mi madre, mis cuatro hermanos y mis tres hermanas.
Los pobres follamos como animales simplemente porque es gratis.
El caso es que nadie me dijo entonces que era guapa. En mi casa, no decimos ese tipo de cosas. La belleza no cuenta en Tafafilt; no aporta nada. Es más, aquí no sabemos distinguir lo bello de lo que no lo es. Mi padre sería incapaz de deciros si soy guapa, tampoco mi madre. Más bien dirían algo como: "¡Jbara es una niña muy trabajadora!". La belleza es una noción de ricos. Así que, de momento, digamos que soy trabajadora. En mi pueblucho reina la ignorancia. De hecho, no he recibido educación alguna, pero sí gritos, golpes y prohibiciones. Sí, sobre todo prohibiciones. En mi casa, todo es haram. Incluso yo soy haram, pero eso también lo desconozco.
Mientras me penetra, no pienso en otra cosa que en mi Raïbi Jamila, un delicioso yogur de granadina que bebo a través de un pequeño agujero que hago en la base. Sospecho que lo que hago es haram. Para empezar, lo hacemos a escondidas. Puesto que no hay nada en Tafafilt, me consuelo pensando que Alá no lo ve… con un poco de suerte… Él no está aquí aunque esté en todos lados. ¿Cómo reprochar a Dios que aparte la mirada de este muladar? Yo haría lo mismo si estuviese en su lugar.
Apesta, pero como yo también apesto, el efecto acaba anulándose: los dos olemos bien. Me fijo en los yogures, el paquete de galletas de chocolate y los chicles que hay en la bolsa de plástico. Él gime como un cerdo. Menuda pinta de idiota. Menos mal que me toma por detrás, así no puedo verlo. Un día giré la cabeza; ponía unas caras para partirse. A mí me entró la risa floja, pero él ni se inmutó... Siguió follándome como un camello con las pelotas empapadas en sudor.
En cuanto termina, algo que se asemeja a la leche agria se me desliza por los muslos. Al secarse, se me pega al vello. Es asqueroso. Tengo 16 años y no sé que se llama esperma. Solo cuento con mis referencias. Y los pobres sabemos perfectamente el aspecto que tiene la leche agria. Qué más da, he conseguido mi Raïbi Jamila. Para mí es el mayor de los placeres. Es rosa, dulce y me hace sonreír al instante. Él se llama Miloud; es marrón, amargo y me da arcadas. Un día, mientras se la chupaba, le olí sin querer el pliegue de los huevos y por poco vomito. Creo que habría preferido comer caca. Después, como siempre, una vez se coloca esos calzoncillos adornados con una mancha marrón y sus pantalones agujereados por todas partes, se marcha hacia ninguna parte. Yo me subo las bragas: un trozo de algodón completamente deformado con una pequeña costra blanquecina a la altura del sexo.
Dejen de hacer "¡puajh!". No puedo sacar poesía de donde no la hay. Ya les he dicho que soy pobre. La miseria huele a culo. Y el culo de Miloud no ha conocido nunca el agua. Se limpia con piedras y se seca con arena. Es pastor y vive en un pueblucho que queda a unos cincuenta kilómetros de mi casa. Pasa por aquí de vez en cuando para hacer negocios con tipos como él. Y también para divertirse conmigo.
Un día, mi madre, la pobre, me dijo que lo más haram en esta vida era dejar de ser virgen. Su padre se lo dijo. Su marido se lo confirmó. Yo habría dado cualquier cosa por no decepcionarla, pero el Raïbi Jamila siempre estuvo por encima de todo. Creo que incluso por encima de Alá. No es que compare a Alá con un Raïbi, o tendría sentido alguno. Solo digo que el Raïbi me deja un sabor dulce en la boca mientras que Alá, hasta ahora, no me ha dejado nada de nada...
Y es que siempre hay que temerlo. Mi padre solo evoca su nombre para decirme que, si sigo haciendo tonterías, Él me va a castigar. Un día se me ocurrió mencionar que hacía demasiado calor, que era un día agotador. Pues bien, me soltó una bofetada. Según el muy imbécil, como es Alá quien decide el tiempo, acababa de blasfemar. Imagino que ya se habrán hecho una idea de cómo es mi padre. Es un ignorante y lo ignora. Un verdadero cáncer por sí solo. No sabe hacer otra cosa que gritar. Gritar a las chicas, a ser posible. Pobre hombre, mi padre. Es un imbécil. Un pobre imbécil.
Estoy algo mosqueada con Alá por dejar que me pudra en este agujero de ratas. A la derecha, hay montañas; a la izquierda, más montañas. Y en medio estamos nosotros, nuestra jaima de piel de cabra y nuestro rebaño de ovejas. Soy yo quien se ocupa de ellas. Las quiero mucho. Son graciosas y muy bonitas. Es cierto que suelo gritarles, pero es que no sé expresarme de otro modo. No existe otro modo de expresión en mi casa. Excepto cuando mi padre no está, y que reina un silencio absoluto. Suele ir a casa del fkih del pueblo de al lado. Un fkih es -¿cómo decirlo sin ser maleducada?- es… es una especie de imán. Qué va. No, nada que ver. No estaría siendo justa con los imanes de verdad. No, un fkih es a menudo el más idiota del pueblo, aquel que no da un palo al agua y que, con tal de no trabajar, decide convertirse en imán. Bueno, así es como se hace llamar. Un verdadero imán suele ser un buen hombre que no hace mal a nadie. Ser el representante de Alá en la tierra no es moco de pavo, hay que estar a la altura. En cambio, muchos fkihs son unos incultos que no saben leer ni escribir. Y casi siempre les huelen los pies. Son unos parásitos que comen gratis; unos caraduras que viven a costa de pobres e ignorantes. Unos auténticos gilipollas a los que todos los pobres respetan y temen. Mi padre el primero.
El muy hijo de puta del fkih le ha dicho que lo más haram de lo haram es perder la virginidad. ¡Vaya, hombre! En el fondo, no acabo de entender qué más da que te la hayan metido o no. Lo que ocurre, por lo visto, es que el mundo entero gira alrededor de ese agujero. La obsesión del macho desde hace miles de años... ¡Si ese agujero ni siquiera es suyo, coño!
En cualquier caso, un día Miloud me dijo que no me la metía entera y que una deja de ser totalmente virgen cuando ha perdido el pelo de ahí abajo. Así que todos los días, me examinaba con atención. Y el matojo seguía en su sitio. No recuerdo muy bien si me tragué el cuento o simplemente me vino bien creer lo que decía Miloud. Lo digo de verdad. Por otra parte, nadie me explicó nunca cómo son las cosas; todo lo que sabía era que cualquier cosa que girara alrededor del triángulo de las Bermudas era haram. En mi familia no se habla del tema, es tabú. Preferimos no decir nada. Es más fácil prohibir. En realidad, creo que el simple hecho de hablar es tabú para los míos. Si no se habla, nada cambia. Y si nada cambia, mejor para los miedosos.
Qué suerte conseguir galletas de chocolate y yogures por tan poca cosa. Mis hermanos y hermanas no conocen el sabor del Raïbi Jamila. No podía darles a probar, pónganse en mi lugar. Si lo hubiese hecho, me habrían preguntado de dónde los sacaba. Habría tenido que confesar que los conseguía follando con Miloud. Y entonces se habría armado una buena, ¿no? Mientras que a mí no me suponía gran cosa follar con Miloud. Lo hacía y punto. Con perdón, supongo.