Algo va mal
Tony Judt
3 diciembre, 2010 01:00Traducción de Belén Urrutia. Taurus. Madrid, 2010. 250 páginas, 19 euros
Hace un par de años Tony Judt (Londres, 1948 - Nueva York, 2010) acababa de cumplir los sesenta y se hallaba en la cumbre de su carrera. Su estudio sobre la Historia europea desde 1945 a nuestros días (Postguerra, Taurus) había tenido una excelente acogida y sus ensayos en The New York Review of Books le habían convertido en uno de los intelectuales más destacados del mundo anglosajón. Británico de nacimiento pero asentado en los Estados Unidos, marxista y sionista en su primera juventud, socialdemócrata y crítico de la política israelí en su madurez, Judt combinaba una gran erudición con un buen estilo literario. Los lectores españoles hemos podido apreciarlo tanto en Postguerra como en su estudio sobre la intelectualidad francesa de izquierdas (Pasado imperfecto, Taurus) y en sus magníficos ensayos sobre Arthur Koestler, Primo Levi, Albert Camus o Leszek Kolakowski recopilados en un libro reciente (Sobre el olvidado siglo XX, Taurus). Pero un día, cuando se hallaba en la plenitud de sus facultades intelectuales, le alcanzó una gravísima enfermedad que fue paralizando progresivamente sus músculos hasta llevarle a la muerte, ocurrida el pasado mes de agosto.
Su mente permaneció activa hasta el final y en el insomnio de sus noches memorizaba párrafos que luego dictaba a un ayudante. Ese es el origen de su breve último libro, Algo va mal, que representa su testamento, su postrero esfuerzo para trasmitir a las jóvenes generaciones la advertencia de que el actual culto al individualismo y al éxito en los negocios implica un desastroso abandono de los lazos de solidaridad forjados por las generaciones que en las décadas centrales del siglo XX construyeron en Europa y en Norteamérica los pilares del Estado de Bienestar. De lo ocurrido culpa a Reagan y a Thatcher, a Clinton y a Blair y más allá de ellos a sus remotos mentores intelectuales austriacos, encabezados por Hayek, que cayeron a su entender en la idolatría del mercado y en el desprecio de todo lo público.
Su perspectiva es abiertamente socialdemócrata pero no se aparta demasiado de los principios de un conservadurismo compasivo, basado en la convicción de que los lazos de comunidad entre los ciudadanos son el cimiento de la vida social. No es por ello extraño que Chris Patten, el antiguo ministro, gobernador de Hong Kong y comisario europeo, hoy canciller de la Universidad de Oxford, haya escrito en The Observer que Algo va mal contiene muchas afirmaciones que un anticuado tory como él ha de aplaudir con entusiasmo. De hecho el llamado consenso socialdemócrata de mediados del siglo XX representó un encuentro de tradiciones políticas diversas. En Suecia el Estado del Bienestar lo crearon los socialdemócratas, pero en Alemania e Italia lo hicieron los demócratas cristianos. Lo específico de la socialdemocracia, observa Judt, no eran las políticas de bienestar en sí mismas, sino el sueño igualitario que las respaldaba. Cuando el hundimiento del comunismo, fraterno enemigo de la socialdemocracia, supuso el fin de aquel sueño, ésta perdió sus señas de identidad. Frente a las dificultades actuales los socialdemócratas carecen de respuestas propias.
Las reflexiones que plantea Judt en su breve ensayo inciden en el núcleo de nuestros problemas actuales y la gran recesión que vivimos desde 2008 da más credibilidad a sus argumentos a favor de un mayor protagonismo del Estado. Sin embargo Algo va mal resulta algo decepcionante en un aspecto crucial: en contra de lo que cabría esperar le falta análisis histórico. Durante los treinta primeros años de la posguerra, que los franceses llaman los treinta gloriosos, se impulsaron la educación y la sanidad pública, se construyeron infraestructuras, se implantaron generosos sistemas de pensiones y existió un sentimiento de solidaridad y de búsqueda del bien común que hoy puede recordarse con nostalgia. Luego vino la era de la privatización, la desregulación, la globalización y la transformación de los entrañables clubes de fútbol locales en empresas multinacionales, pero de un historiador cabría esperar que tratara de explicar por qué se produjo ese cambio, más allá del repentino éxito de unos economistas austriacos hasta entonces poco escuchados, de la maldad de Thatcher y Blair, bestias negras favoritas de Judt, y del individualismo narcisista de la nueva cultura contestataria nacida en los sesenta. En algunos casos el análisis peca de un extremo esquematismo, como cuando apunta que en China los salarios son bajos porque así lo desean sus gobernantes. La dictadura china es por supuesto reprobable, pero si los salarios son bajos es porque el país es todavía pobre y de hecho la política económica china de las últimas décadas ha sacado de la pobreza a millones de personas, un logro que no se puede despreciar.
El núcleo argumental de Algo va mal me parece sin embargo irreprochable. No es verdad que el mercado resuelva por sí solo todos los problemas ni que la gestión pública sea siempre ineficiente. Necesitamos un Estado eficiente, necesitamos solidaridad social y que los ciudadanos nos sintamos partícipes en una empresa común. La desigualdad social extrema es un factor de disgregación que genera múltiples males sociales, como Judt argumenta basándose en un libro importante al que no se si en España hemos prestado la atención que merece. Me refiero a Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva (Turner, 2009), un muy documentado estudio en el que dos epidemiólogos británicos, Richard Wilkinson y Kate Pickett, analizan los efectos de la desigualdad en veinte naciones muy desarrolladas y en cada uno de los cincuenta estados que forman Estados Unidos. Sus gráficos, que Judt reproduce, son muy expresivos, ya que muestran la estrecha correlación que existe entre el grado de desigualdad y diferentes patologías sociales como la tasa de homicidios o la incidencia de los trastornos mentales. Japón y los países escandinavos, por ejemplo, combinan una baja desigualdad social con una mínima tasa de homicidios, mientras que Estados Unidos se sitúa en el extremo opuesto. La correlación no es por supuesto perfecta y en Finlandia tienen poca desigualdad y muchos homicidios (hay quien sospecha de los efectos del alcohol), mientras que Singapur tiene tanta desigualdad pero mucho menos homicidios que Estados Unidos (los valores tradicionales confucianos, en un caso, y la venta libre de armas de fuego, en el otro, pueden tener bastante que ver con esa diferencia).
Adam Smith, que además de pionero del liberalismo económico fue un filósofo moral, escribió que la tendencia a admirar a los ricos y poderosos y a despreciar a los pobres era “la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales”. Judt, que le cita, cree que así es hoy en nuestra sociedad y aboga con vehemencia por la solidaridad. Como mensaje moral es encomiable, pero su traducción a medidas prácticas no se aborda en las páginas de Algo va mal. Ignora, por ejemplo, todo el debate sobre ciertos efectos contraproducentes de las políticas de bienestar, que pueden conducir a muchas personas hacia la trampa de la dependencia, y tampoco se plantea si el mantenimiento del Estado de bienestar no requiere innovaciones que permitan mantener nuestra competitividad en el mercado mundial. Su llamamiento a renovar lo mejor de la tradición socialdemócrata merece sin embargo ser escuchado en estos momentos de incertidumbre respecto al futuro.
Un defensor del Estado
Por Fernando Aramburu
Al final de su vida, paralizado del cuello para abajo, Tony Judt apenas podía hablar ni respirar. Tuvo, no obstante, la honestidad, también la elegancia, de no abominar del mundo actual como acostumbran otros intelectuales cuando ingresan en la senectud y han dejado de entender lo que los rodea, o cuando se ven reducidos a enfermos terminales. Hasta el último aliento postuló la necesidad urgente de concebirnos como una sociedad, no como un revoltillo de intereses particulares. Concibió el Estado como la casa natural de los ciudadanos y lo defendió ante el alud de privatizaciones, la desregularización de los mercados y el olvido creciente de los desfavorecidos. Con frecuencia lamentó que la izquierda, despojada de marxismo, no se preocupe lo suficiente por elaborar un lenguaje y un estilo capaces de singularizarla frente a las otras opciones políticas que le disputan la gestión de los asuntos sociales.