Fragmento de Seductores, ilustrados y visionarios
por J. M. Castellet
18 noviembre, 2010 01:00Anagrama
Carlos Barral. Las heridas del tiempoA Montserrat Sabater
Una vez que todo hubo pasado y se hubieron cumplido de manera digna y respetuosa los ritos secularmente establecidos, justo cuando el tiempo empezó a convertirse en memoria, en el mismo momento en que cruzabas el umbral de la habitación solitaria, te diste cuenta de que te encontrabas en un nuevo escenario en el que debías seguir representando el papel de siempre, es decir, a ti mismo, pero ahora sin ningún observador, sin ningún testigo, ni siquiera una sombra compasiva. Tal vez era mejor porque tenías mal aspecto y un cansancio de esos que parece que no se acaban nunca. Te había vencido la aflicción.
Te recomendaron distancia y descanso. Pediste a algunos amigos que te aconsejaran lugares diferentes de los que ya conocías, donde no tuvieses que dar explicaciones ni soportar intromisiones supuestamente amistosas. Te sugirieron un lugar del que ignorabas hasta el nombre.
Te llevaron allí. Era un atardecer de un día frío y gris del mes de enero, pasado fiestas. Te dejaron en el comptoir de un establecimiento amplio y lujoso donde te enteraste de que te habían invitado unos días. Y así fue como te encontraste acompañado de una amable recepcionista que te precedió hacia tu habitación mientras te mostraba los amplios pasillos y los salones inmensos donde no había nadie. El trayecto pasaba por una gran terraza que daba al mar.
Había caído la noche, hacía frío y humedad. La recepcionista hizo un amplio ademán con el brazo derecho, para subrayar la magnitud del horizonte. Entonces te dijo: «Mañana hará buen día, un poco frío quizá, pero de un frescor estimulante. Este establecimiento da a levante y desde su cuarto verá salir el sol, ahora que lo hace tarde. Como ya ha oscurecido demasiado, no se ve casi nada, pero el paseo marítimo que tenemos debajo continúa hacia la derecha y hacia la izquierda. Tal vez mañana por la mañana se lleve una sorpresa...» No dijo nada más, pero una sonrisa cómplice, de ojos y de labios, te inquietó. ¿Qué podía saber? ¿Qué le habían dicho tus amigos? En cualquier caso, al abrir la puerta de tu habitación te diste cuenta de que habías llegado al lugar de destino y que no sabías muy bien dónde estabas.
CALAFELL, ANTES Y DESPUÉS DE LA GUERRA
El lugar adonde había ido a parar resultó ser como una predestinación, un regreso al pasado, un salto a un escenario de la memoria de casi setenta años, cuando yo era niño, y adonde había vuelto de joven y de no tan joven, recurrentemente, hasta que, de forma repentina, hacía quince o veinte años, dejé de ir Se lo había contado a Carlos la primera vez que me llevó a Calafell, hacia 1947 o 1948. En algún momento de los primeros años treinta, antes de la guerra civil, debíamos de habernos cruzado inevitablemente en la playa del que él consideraba su pueblo, el espacio originario de la tribu marinera a la que pertenecía. La historia arrancaba del recuerdo de una foto mía y de mi hermano en la arena de la playa de Calafell, adonde tía Delfina nos había llevado a pasar unos días de verano, junto con mis padres. Despierta su curiosidad, Carlos me pidió que se lo contase con todo lujo de detalles, familiares incluidos. Tía Delfina, cuyo nombre completo era Escolástica Delfina Valeriana Díaz Calero, nació en 1893 en Novales, provincia de Santander. Pertenecía, por lo tanto, a la parte de mi familia materna -rama cántabra, no la mexicana de la abuela María Cisneros-, y era hermana de mi abuelo Martín, el cual, al volver de México, tras muchos años de aventura americana, se había establecido en Barcelona a mediados de la segunda década del siglo xx. Tía Delfina era maestra y daba clases en una academia privada, excepto varios períodos en que hizo de preceptora de los hijos de alguna familia acomodada. En más de una ocasión y con motivo de fiestas infantiles nos llevó, a mi hermano y a mí, a pasar la tarde con los distinguidos hijos de esas familias. Lo que recuerdo más vivamente son las veces que fuimos al Palau Robert, donde jugábamos con los niños de la casa en el parque que ahora es público, pero que entonces, rigurosamente cerrado, se me antojaba el jardín de un palacio, donde a media tarde una sirvienta con cofia nos servía chocolate a la taza con bizcochos de soletilla.
Saciada la curiosidad de Carlos, concluimos que nos habíamos cruzado en Calafell el verano de 1932 o 1933. Es imposible que no fuera así, porque, como él mismo cuenta, entonces su casa era la playa abierta donde pasaba todas las horas del día y algunas de la noche. Mi hermano y yo, prácticamente lo mismo. Chiquillos inocentes de futuro, no sabíamos que nos reencontraríamos quince años más tarde en el patio de letras de la universidad y, una vez esta blecida una amistad que duraría toda la vida, fue Carlos quien volvió a llevarme a Calafell, con algunos amigos de la universidad. Yo fui pocas veces, comparado con Costafreda o Ferran, y también Alberto Oliart, Oriol Nicolau o Josep M. Bofill i Bofill. Más tarde irían Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas. Aprovechábamos los fines de semana de invierno -cuando a casa de los Barral no iba nadie de la familia- para charlar incansablemente, mientras bebíamos y fumábamos como carreteros. Tengo recuerdos vaporosos de aquellos días, grupo de amigos estudiantes con importantes ideas sobre todas las cosas del mundo. Alguna vez, playa adelante, íbamos hasta El Vendrell a visitar a nuestro condiscípulo Joan Reventós, que se convertiría en amigo de larga duración, pero que nunca participaba en las tenebrosas noches de alcohol y humo, de cháchara sobre la poesía y el sexo, recurrentes en nuestras conversaciones. Reventós, del barrio de Sant Salvadorde El Vendrell, vivía en una de las casas de veraneantes un poco antiguas, tan habituales en la costa catalana. Joan nos recibía con una cordial alegría de anfitrión muy educado que mantendría a lo largo de los años. No en vano había nacido en la Casa de les Punxes, hijo de la burguesía más emprendedora de Barcelona. Transcurridos muchos años, nos recibiría con idéntica bonhomía en la Embajada de España en París.