Image: Obama: Los sueños de mi padre. Una historia de raza y herencia

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Letras

Obama: Los sueños de mi padre. Una historia de raza y herencia

por Barack Obama

30 octubre, 2008 01:00

Barack Obama. Foto: AFP PHOTO / Emmanuel Dunand

Almed Leer crítica

En 1983 decidí ser organizador comunitario.

No había mucha información sobre esa actividad. No conocía a nadie que se ganara la vida con ella. Cuando los compañeros de clase me preguntaban qué era lo que hacía exactamente un organizador comunitario, no podía darles una respuesta. En lugar de eso me pronunciaba respecto a la necesidad de un cambio. Cambio en la Casa Blanca, donde Reagan y sus acólitos continuaban jugando sucio. Cambio en el Congreso, sumiso y corrupto. Cambio en el talante del país, maniático y egocéntrico. Cambio que no vendrá desde las altas esferas, diría yo. Cambio que vendrá de la movilización desde la base.

Eso es lo que haría: organizaría a los negros. Desde la base. Para el cambio.

Mis amigos, negros y blancos, me elogiaban efusivamente por mis ideales antes de dirigirse a la oficina de correos y enviar sus solicitudes para hacer un curso de postgrado.

No podía culparles por su escepticismo. Ahora, visto a posteriori, puedo construir la lógica de mi decisión, mostrar cómo mi intención de ser un organizador comunitario era parte de una historia más larga que empezaba con mi padre y su padre antes que él, mi madre y sus padres, mis recuerdos de Indonesia con sus mendigos y agricultores, la sumisión de Lolo al poder, y seguía con Ray, Frank, Marcus y Regina; mi estancia en Nueva York; la muerte de mi padre. Sé que las opciones que tomé nunca fueron exclusivamente mías, y que así era como debía ser, sostener lo contrario es perseguir una triste forma de libertad.

Pero tal reconocimiento sólo vino más tarde. Por aquella época, cuando estaba a punto de graduarme en la universidad, funcionaba por impulsos, como un salmón que nada a ciegas contra corriente hasta el lugar mismo de su concepción. En las clases y seminarios disfrazaba esos impulsos con lemas y teorías que descubría en los libros, pensando -equivocadamente- que los lemas significaban algo, que de alguna manera plasmaban aquello que yo creía procedente. Pero por la noche, cuando estaba en la cama, dejaba que los lemas se alejasen navegando a la deriva para dar paso a una serie de imágenes románticas de un pasado que nunca había conocido.

Eran imágenes del movimiento a favor de los derechos civiles, en su mayor parte pertenecían a las antiguas secuencias en blanco y negro que aparecen todos los años en febrero, durante el Mes de la Historia de los Negros, las mismas que mi madre me había mostrado de niño. Un par de estudiantes de la facultad, de cabello corto y torso erguido, pidiendo su almuerzo en un restaurante de comida rápida, justo al borde mismo de los disturbios. Militantes del SNCC* frente a un porche en algún remanso del Misisipi intentando convencer a una familia de aparceros de que se registraran para votar. Una cárcel del condado llena hasta los topes de niños, con las manos entrelazadas, cantando canciones de libertad.

Tales imágenes se convirtieron en una especie de plegaria para mí, reforzando mi espíritu, canalizando mis emociones de una forma que nunca lo pudieron hacer las palabras. Las imágenes me decían (aunque esta reflexión puede que sea posterior, o una interpretación que contenga sus propias inexactitudes) que no estaba solo en mis luchas personales, y que las comunidades nunca habían sido un regalo que se otorgaba en este país, al menos para los negros. Las comunidades tenían que crearse, había que luchar por ellas, cuidarlas como a los jardines. Se ajustaban al tamaño de los sueños de los hombres, y en el movimiento a favor de los derechos civiles esos sueños siempre han sido ambiciosos. En las sentadas, las manifestaciones, las canciones carcelarias, he visto a la comunidad afroamericana afianzarse, adquirir un significado que era algo más que el lugar en el que habías nacido o la casa donde creciste. Y es gracias a la planificación y al sacrificio compartido como se gana el derecho a ser uno de sus miembros. Y dado que conseguí pertenecer a ella (la comunidad que yo quería estaba en gestación, edificándose sobre la esperanza de que el colectivo más numeroso de América, negro, blanco o moreno, pudiera de alguna forma autoredefinirse), creí que esa comunidad podría, con el paso del tiempo, admitir la singularidad de mi propia vida.

Esta era mi idea de la labor de un organizador cominitario. Una promesa de redención.

Y así, en los meses que siguieron hasta mi graduación, escribí a todas las organizaciones de derechos civiles que conocía, a cualquier negro de ideas progresistas elegido en este país para desempeñar un cargo público, a las asociaciones de vecinos y de los derechos del arrendatario. Y aunque nadie me respondió, no me desanimé. Decidí que durante un año buscaría un empleo más convencional para pagar mis préstamos estudiantiles y tal vez incluso ahorrar un poco. El dinero lo necesitaría más tarde, me dije a mí mismo. Los organizadores no ganaban dinero; su pobreza era la prueba de su integridad.

Finalmente, una empresa asesora de corporaciones internacionales me contrató como ayudante de investigación. Como un espía tras las líneas enemigas, cada mañana llegaba a mi oficina del centro de Maniatan y me sentaba frente a mi ordenador, atento a la información que enviaba la agencia Reuters, brillantes mensajes parpadeantes de color verde esmeralda con noticias de cualquier lugar del globo. Por lo que pude ver, yo era el único negro de la empresa, lo que no me agradaba especialmente, pero constituía un enorme orgullo para la plantilla de secretarias. Aquellas señoras negras me trataban como a un hijo; me decían que no tenía ni idea de lo esperanzadas que estaban en que algún día yo dirigiera la empresa. A veces, durante el almuerzo, les contaba los maravillosos planes que tenía respecto a la organización comunitaria, y ellas, sonriendo, me decían "eso está bien, Barack", pero su mirada me decía que estaban secretamente decepcionadas. Sólo Ike, el gruñón guardia de seguridad negro del vestíbulo, estaba dispuesto a decirme abiertamente que estaba cometiendo un error.

-¿Organización comunitaria, eso es una clase de política, no? ¿Por qué quiere hacer algo así?

Intenté explicarle mis puntos de vista políticos, lo importante que era movilizar a los pobres y redistribuir las riquezas de la comunidad. Pero Ike hizo un gesto de duda.

-Señor Obama-dijo-, espero que no se moleste si le doy un pequeño consejo. No tiene porqué aceptarlo, pero se lo voy a dar de todas maneras. Olvídese de ese asunto de la organización y haga algo con lo que gane dinero. No se trata de avaricia, ¿me comprende? Sólo de ganar lo suficiente. Le estoy diciendo esto porque veo que usted tiene posibilidades. Un joven como usted, con una bonita voz, ¡eh!, podría ser uno de esos que anuncian en la televisión. O dedicarse a las ventas…, tengo un sobrino más o menos de su edad que está ganando así un buen dinero. Eso es lo que necesitamos, ¿ve? No más gente correteando por ahí, rapeando y bailando. No se puede ayudar a aquellos que nunca van a conseguir nada y que, además, no agradecerán su esfuerzo. Y los que quieren salir adelante encontrarán el modo de hacerlo por ellos mismos. Por cierto ¿cuántos años tiene?

-Veintidós.
-Mire, no malgaste su juventud, señor Obama. Una mañana despertará siendo un viejo como yo, cansado y sin haber conseguido nada.


No le presté mucha atención a Ike por aquel entonces; pensé que era demasiado parecido a mis abuelos. Sin embargo, conforme fueron pasando los meses, sentía que la idea de ser un organizador comunitario iba perdiendo fuerza. La compañía me propuso para cubrir el puesto de articulista financiero. Tenía mi propio despacho, mi propia secretaria, dinero en el banco. A veces, cuando salía para entrevistar a financieros japoneses o a corredores de bonos alemanes, solía mirar mi imagen reflejada en las puertas del ascensor -me veía con traje y corbata, un maletín en la mano-, y por un breve instante me imaginaba como un magnate de la industria, ladrando órdenes, cerrando tratos, antes de que recordara qué era lo que me había dicho a mí mismo que quería ser y me sintiera culpable por mi falta de decisión.

Así que un día, cuando me senté ante mi ordenador para escribir un artículo sobre los futuros de los tipos de interés, sucedió algo inesperado. Auma llamó.

Nunca había conocido a esta hermanastra, sólo nos habíamos escrito de manera intermitente. Sabía que había dejado Kenia para estudiar en Alemania, y en nuestras cartas habíamos mencionado la posibilidad de que fuese a visitarla, o que tal vez ella pudiera venir a los Estados Unidos. Pero los planes nunca se concretaron (quizá el año que viene, solíamos decir, ya que ninguno de los dos tenía dinero suficiente). En nuestra correspondencia manteníamos una distante cordialidad.

Ahora, de pronto, oía su voz por vez primera. Era suave y triste, con un marcado acento colonial. Por un momento no pude entender sus palabras, sólo el sonido, un sonido que me parecía que siempre había estado ahí, perdido pero no olvidado. Iba a venir a los Estados Unidos, dijo, en un viaje con varios amigos. Preguntaba si podría ir a verme a Nueva York.

-Desde luego -respondí-. Puedes quedarte conmigo; me muero de ganas.

Ella se rió, yo me reí, y luego la comunicación se fue perdiendo, sólo se escuchaban interferencias y el sonido de nuestra respiración.

-Bien -dijo ella-, no puedo estar mucho tiempo al teléfono, es muy caro. Estos son los datos de mi vuelo...

Después colgamos, como si nuestro contacto fuera un tratamiento que debía administrarse en pequeñas dosis.

Pasé las pocas semanas siguientes preparando las cosas a toda prisa: sábanas nuevas para el sofá cama, más platos y toallas, una esponja para el baño. Pero dos días antes de su llegada, Auma llamó de nuevo, su voz era más grave, apenas un susurro.

-Finalmente no podré ir -dijo-. Uno de nuestros hermanos, David… ha muerto. En un accidente de motocicleta. Eso es todo lo que sé -empezó a llorar-. ¡Oh Barack!, ¿por qué nos pasa esto a nosotros?

Traté de consolarla lo mejor que pude. Le pregunté qué podía hacer por ella. Le dije que ya habría otra ocasión en la que pudiéramos vernos. Finalmente su voz se calmó. Tenía que reservar un billete de vuelta a casa, dijo.

-De acuerdo entonces, Barack. Nos vemos. Adiós.

Cuando colgó el teléfono salí de mi oficina y le dije a mi secretaria que iba a estar fuera todo el día. Deambulé durante horas por las calles de Manhattan, con la voz de Auma sonando una y otra vez en mi cabeza. En otro continente una mujer llora. En un sombrío y polvoriento camino un niño derrapa, se desploma contra la dura tierra, las ruedas siguen girando hasta detenerse. ¿Quiénes eran esas gentes, me preguntaba, esos extraños que llevaban mi sangre? ¿Qué podría calmar la pena de esa mujer? ¿Qué locos y salvajes sueños tenía ese muchacho?

¿Quién era yo, que no derramaba lágrimas por la pérdida de uno de los suyos?

A veces todavía me pregunto cómo cambió mi vida aquel primer contacto con Auma. No tanto el contacto en sí (si lo era todo, lo sería todo) o la noticia que me dio sobre la muerte de David (algo también incuestionable, pues nunca lo conocería, y eso lo dice todo), sino más bien el momento en el que se produjo su llamada (la particular secuencia de acontecimientos, las expectativas que levantaron y luego las esperanzas rotas), que llegó cuando la idea de convertirme en organizador comunitario era sólo eso, una idea en mi mente, un confusa lucha en mi corazón.

Puede que no tuviese importancia alguna. Quizá por aquél entonces ya estaba comprometido como organizador comunitario y la voz de Auma simplemente vino a recordarme que aún tenía heridas que curar y no podía hacerlo solo. O quizá si David no hubiese fallecido cuando lo hizo, y Auma hubiera venido a Nueva York como estaba previsto al principio, y hubiera sabido por ella entonces lo que sólo supe después sobre Kenia, sobre nuestro padre…, bueno, puede que hubiera aliviado en cierto modo la tensión que se había acumulado en mi interior, dándome una idea diferente de la comunidad, posibilitando que mis ambiciones recorrieran una senda más estrecha y personal, de forma que, tal vez, al final hubiera aceptado el consejo de mi amigo Ike y me hubiera dedicado exclusivamente a las acciones, los bonos y a la atracción que ejerce la respetabilidad.

No lo sé. Lo cierto es que pocos meses después de la llamada de Auma, presenté mi dimisión en la asesoría y empecé a buscar en serio un trabajo como organizador comunitario. De nuevo, la mayoría de mis cartas siguieron sin obtener respuesta, pero después de un mes aproximadamente me llamaron para una entrevista con el director de una importante organización de derechos civiles de la ciudad. Era un negro alto y atractivo que vestía camisa blanca impoluta, corbata de cachemir y tirantes rojos. Su despacho estaba amueblado con sillas italianas y esculturas africanas, también había un pequeño bar construido en una pared de ladrillo visto. A través de una gran ventana la luz del sol se derramaba sobre un busto de Martin Luther King.

-Me gusta -dijo el director después de ver mi curriculum vitae-. Especialmente la experiencia corporativa. Esa es la verdadera clave en una organización de derechos civiles hoy en día. Las protestas y los piquetes ya no sirven. Para conseguir nuestros objetivos tenemos que crear lazos entre las empresas, el gobierno y los barrios marginados de la ciudad.

Entrelazó sus grandes manos, luego me enseñó un informe anual impreso en papel satinado, abierto por la página donde figuraban los nombres de los miembros del consejo de administración. Había un reverendo negro y diez ejecutivos blancos.

-¿Ves? -dijo el director-, sociedades público-privadas. La clave del futuro. Y ahí es donde entran en juego jóvenes como tú. Educados. Seguros de sí mismos. Que se sienten cómodos en una sala de juntas. Sin ir más lejos, justo la semana pasada discutía este problema con el secretario del HUD* en una cena en la Casa Blanca. Qué tipo tan magnífico cese Jack. Seguro que estaría interesado en conocer a un joven como tú. Ni que decir tiene que estoy afiliado al partido demócrata, pero tenemos que aprender a trabajar con quien esté en el poder, sea quien sea…

Allí mismo me ofreció un puesto que estaba relacionado con la organización de conferencias sobre drogas, subdesarrollo y vivienda. Facilitar el diálogo, lo llamaba él. Decliné su amable oferta, pues había decidido que prefería un trabajo que permitiera un mayor contacto con la calle. Pasé tres meses trabajando en una oficina de Ralph Nader en Harlem, tratando de convencer a los estudiantes de las minorías étnicas del City College de la importancia del reciclaje. Después estuve una semana distribuyendo folletos de la candidatura de un asambleísta en Brooklyn (el candidato perdió y nunca me pagaron).

Seis meses después estaba sin blanca, en paro y comiendo sopa enlatada. Buscando algún tipo de inspiración, fui a la Universidad de Columbia a escuchar a Kwame Touré, cuyo antiguo nombre era Stokely Carmichael, un conocido activista del Black Power y del SNCC. A la entrada del auditorio dos mujeres, una negra y otra asiática, vendían literatura marxista y discutían entre ellas sobre el lugar que Trotsky ocupaba en la Historia. En el interior, Touré presentaba un programa para establecer lazos económicos entre áfrica y Harlem que pudieran sortear el capitalismo imperialista de los blancos. Cuando finalizó, una joven delgada con gafas preguntó si ese programa era práctico, habida cuenta de la situación en que se encontraban las economías africanas y las necesidades inmediatas a las que se enfrentaban los negros americanos. Touré la interrumpió a la mitad de la frase.

-Lo que no lo hace práctico es el lavado de cerebro que has recibido, hermana -dijo.

Los ojos de Touré resplandecían mientras hablaba, eran los ojos de un loco o los de un iluminado. La joven se quedó de pie durante unos minutos mientras la reprendía por su actitud burguesa. Luego, el público comenzó a salir. En el exterior del auditórium, las dos marxistas comenzaron a gritar con toda la capacidad de sus pulmones.

-¡Cerda estalinista!

-¡Zorra reformista!

Era como un mal sueño. Caminé Broadway abajo, sin rumbo, mientras me imaginaba a mí mismo al lado del Lincoln Memorial, contemplando un pabellón vacío, con restos de basura que el viento iba removiendo. El movimiento había muerto hacía años, roto en mil pedazos. Todas las sendas que conducían al cambio estaban más que trilladas, todas las estrategias agotadas. Y con cada derrota, incluso aquellos que tenían las mejores intenciones podían acabar cada vez más y más alejados de las luchas de aquellos a los que se suponía que servían.

O simplemente una completa locura. Enseguida me di cuenta de que estaba hablando solo en medio de la calle. La gente que regresaba a casa después del trabajo daba un pequeño rodeo para evitarme y, entre la multitud, creí haber reconocido a una pareja de compañeros de Columbia, con sus abrigos echados sobre los hombros, tratando de esquivar mi mirada.