Presentimientos
por Clara Sánchez
14 febrero, 2008 01:00Salieron de Madrid por la A-3 en dirección a Levante a las cuatro de la tarde. Julia se había pasado la mañana haciendo el equipaje que ahora con Tito se complicaba extraordinariamente. Desde que nació hacía seis meses, cada paso fuera de casa suponía movilizar mil cachivaches. Y en cuanto faltaba uno el mundo parecía desmoronarse. Pañales, biberones, gotas para el oído, sombrilla, gorro para el sol. Las cosas más urgentes iban en una gran bolsa de tela acolchada marrón estampada con osos azules, que por la calle solía colgar del respaldo del cochecito. La ropa de Félix y de ella la metió a voleo en la Samsonite verde abierta sobre la cama desde bien temprano. Cuando por fin la cerró, estaba hecha polvo con tanta ida y venida por el piso. También cerró los armarios. La que había que montar para bañarse un poco en el mar y tumbarse al sol. Cambiaría a Tito justo antes de emprender la marcha y aprovecharía para meter este último pañal sucio en la bolsa que dejaría en el cuarto de basuras del edificio. Antes de que se le olvidase, revisó la llave del gas y desenchufó el ordenador y el frigorífico. ¿Y qué más? Seguro que había algo más. Pero ya no le quedaba sitio en la cabeza para ningún otro detalle. Si uno pensara a fondo en todo lo que deja atrás, no terminaría nunca.
Con los huevos que quedaron al limpiar el frigorífico hizo dos bocadillos de tortilla francesa, uno para ella y otro para Félix. Félix en verano tenía jornada continua. Terminaba a las tres y llegaba a casa a las tres y media y se hacía cargo de Tito para que Julia pudiera irse a trabajar, en teoría, porque, un día sí y otro no, surgían imprevistos en la aseguradora y entonces se encargaba del niño una vecina, cuyas hijas de ocho y diez años iban a verlo a menudo.
Julia era la encargada del bar cafetería del hotel Plaza y había conseguido que le dieran el turno de tarde hasta que Tito empezara a ir a la guardería. Se derrumbó en el sofá completamente agotada con el bocadillo en la mano y echó una lenta mirada panorámica alrededor hasta que sin poder remediarlo se le cerraron los ojos.
A las tres horas de viaje hicieron una parada en un restaurante de carretera atestado de pasajeros de las líneas de autobuses. Fue problemático poder tomarse un café entre los apretujones y las prisas, pero aprovecharon para que Félix repusiera fuerzas con el bocadillo de tortilla y para comprar una garrafa de agua mineral, una botella de vino y unas empanadas rellenas de atún para cenar. Y mágicamente a las cinco horas, según se acercaban a la costa, el olor del aire empezó a cambiar. Venía cada vez más húmedo, en oleadas desde el mar, y las adelfas, las buganvillas y las palmeras empezaron a brotar por todas partes.
Lograron llegar a Las Marinas con algo de luz. Julia le había pedido a Félix que condujese todo el rato para poder ir descansando. La verdad era que desde que nació el niño, e incluso antes de nacer, se sentía fatigada a todas horas. Tomaba bastante café y unas vitaminas que esperaba que algún día surtieran efecto. Para controlar mejor a Tito, se había sentado a su lado en la parte trasera y de vez en cuando pasaba la mano por la toquilla que lo protegía de la refrigeración. Si tuviera que explicarlo, diría que le daba seguridad ir tocando a su hijo mientras el sueño la rendía de nuevo.
El pueblo era parecido a otros de la costa. éste tenía un castillo, varios supermercados grandes, un puerto con barcos de pesca, con veleros de recreo y uno grande de varios pisos que hacía el trayecto a Ibiza. También descubrió una fantástica heladería en la calle principal con un enorme cucurucho en la puerta y un mercadillo de cosas de segunda mano. Precisamente el corte al tráfico de varias calles provocado por el mercadillo les hizo dar tantas vueltas que tardaron bastante en situarse en la carretera del puerto, que por fin les conduciría a la playa y al apartamento.
Lo había reservado Félix por Internet. Se trataba de un gran complejo con piscina en segunda o tercera línea de playa con el encanto de la tradicional arquitectura mediterránea, según la descripción de la inmobiliaria. Por lo general estos apartamentos tenían un dueño alemán o inglés que lo alquilaba en verano por medio de una agencia y lo usaba el resto del año en que apenas había demanda. Los propietarios del que ellos habían alquilado eran ingleses y se llamaban Tom y Margaret Sherwood. A Julia lo que más le atraía era poder ir andando a la playa sin complicaciones de coche.
Cuanto más se acercaban, su deseo de llegar e instalarse iba aumentando mientras que Madrid y el piso cerrado quedaban ya mucho más lejos de lo que se habría imaginado hacía unas horas. Ojalá que todo pudiera dejarse atrás poniendo kilómetros de por medio, pensó apoyando la cabeza en el cristal un poco más despejada.
Pasaron por el Club Náutico y por la comisaría de policía con un grupo casi inmóvil de africanos en la puerta. La luz se iba retirando hacia algún lugar en el cielo. En el paseo marítimo había puestos de regalos y terrazas para tomar algo, lo que debía de ocasionar aquel trasiego de coches que fueron formando una cola preocupante. Estuvieron sin moverse unos diez minutos. Félix en protesta golpeó el volante con las manos. ¿Tienes hambre?, dijo mirando las terrazas con gesto de que hasta que no tomasen posesión del apartamento era como si no hubiesen llegado. Si algo bueno tenía Félix es que no se dejaba llevar por los nervios, hasta el punto de que a veces Julia dudaba que tuviese sangre en las venas.
Lo malo fue cuando lograron salir del atasco y empezaron a circular por la carretera de la playa y se dieron cuenta de lo difícil que iba a ser encontrar el complejo residencial Las Adelfas. Las fachadas de apartamentos blancos y escalonados vistos en Internet acababan de desaparecer en esta oscuridad aceitosa y perfumada por una abundancia de plantas tan ocultas como los apartamentos. Tenían que ir despacio, escudriñando a derecha e izquierda de la carretera los luminosos y todo letrero que se pudiera distinguir. Las Dunas, Albatros, Los Girasoles, Las Gaviotas, Indian Cuisine, Pizzería Don Giovanni, La Trompeta Azul, la cruz verde chillón de una farmacia. Se internaron varias veces por caminos tan estrechos que apenas cabía el coche y cuando se cruzaban dos ocurría el milagro de poder pasar a un milímetro uno de otro y de la pared. El problema es que en el fondo todo era un enjambre de conjuntos residenciales intrincados unos en otros y difíciles de diferenciar seguramente incluso a la luz del día. A esto se debía de llamar buscar una aguja en un pajar.
En el luminoso más llamativo ponía La Felicidad. Estaba en el margen izquierdo y por el movimiento de gente en la entrada parecía una discoteca. Félix dijo que había llegado el momento de preguntar por Las Adelfas. Aparcó en un saliente de tierra exageradamente negro y cruzó con bastante dificultad entre los coches. Pero a los cinco minutos volvió con la solución.
Creo que ya está, dijo con mucho ánimo.
Félix era un hombre muy práctico y conducía como nadie. Se incorporó a la carretera sin dificultad y se adentró airosamente por otro de aquellos senderos imposibles hasta que leyeron el dichoso nombre de la urbanización.
Aparcaron junto a la verja de entrada. Félix abrió con una de las tarjetas que la inmobiliaria les había enviado por correo y le pidió a Julia que esperase allí con Tito hasta que encontrara el apartamento. Se llevó arrastrando la Samsonite y al hombro la bolsa de osos, de la otra mano colgaba el capazo con el paquete de dodotis dentro. Cuando regresó a la media hora dijo que aquello era un auténtico laberinto y que se había confundido dos veces de puerta.
Aún quedaban en el maletero las dos bolsas de imitación piel, que se colgó de ambos hombros, las manos iban ocupadas por la garrafa de agua de cinco litros y la sillita plegada. Julia llevaba a Tito en brazos. De tanto estar sentada tenía las piernas agarrotadas. Siguió a Félix por pasadizos tenebrosos. De vez en cuando alguien salía a alguna de las terrazas apiñadas y distribuidas de forma escalonada con un vaso en la mano o un cigarrillo y miraba hacia las estrellas.
Ellos tres por fin se introdujeron por un recoveco y subieron unos cuantos tramos de escaleras. Tito iba dormido con la cara en el hombro y la boca abierta mojándole la blusa.
Félix descargó los bultos que llevaba junto a la maleta y la bolsa que ya había dejado antes a los pies de la mesa del comedor. El salón comedor se encontraba nada más entrar y lo separaba de la diminuta cocina un mostrador. Al abrirlos, de los armarios de la cocina salió un profundo olor a cañería. Lo primero que hicieron fue subir las persianas de ventanas y terraza y hacer un recorrido rápido por el apartamento. El cuarto de baño tenía algunas manchas de óxido y necesitaba un buen repaso con lejía, pero en conjunto a Julia le pareció bastante mejor que en las fotos de Internet. En realidad sólo se reconocía que era el mismo apartamento por el floreado de las colchas y cortinas de las habitaciones. Una era de matrimonio y la otra de dos camas y con un aire más intrascendente y juvenil. Abrieron todo para que se ventilara. Lo que más le gustaba era el suelo de mármol blanco con una cenefa negra alrededor. Los muebles eran ligeros y seguramente la constructora los entregaba con el apartamento. La mesa del comedor, las sillas, un sofá y un bonito baúl eran de mimbre teñido en azul, como los cabeceros de las camas y las mesillas. Sin embargo, las estanterías eran completamente artesanales y parecían hechas y pintadas por el dueño de la casa. Sobre ellas se alineaban novelas de bolsillo policiacas con el nombre escrito a mano de Margaret en la primera página. En una foto con un rústico marco de madera sonreían una mujer de unos sesenta años, de saludable cara redonda y pelo rizado en forma de escarola del color de la paja seca, y un hombre bronceado de pelo canoso en unas partes y amarillento en otras. Serían Tom y Margaret. Sonreían de una forma muy agradable como dándoles la bienvenida al apartamento. Había otros detalles personales, una caja de conchas mal pegadas, cuadros que podría haber pintado la propia Margaret y una gran variedad de utensilios de cocina completamente enigmáticos para Julia.
Se sentía bien, muy bien. Había armonía y algo alegre entre estas cuatro paredes. Dejó la bolsa con la ropa de Tito en la cama grande, la separaría en montones y luego la guardaría en el armario. Tito ya estaba sobre la colcha de florecillas azules de una de las camas individuales con el chupete puesto. En la otra reposaba el capazo desgajado de la sillita y una de las bolsas imitación piel. Enfrente había un sinfonier rojo con la caja de conchas mal pegadas encima. Tito empezaba a gimotear. Julia había traído sábanas desde Madrid para la cama del niño, quería evitarle el contacto con ropa usada por otras personas aunque estuviese limpia. Fue al salón y abrió la maleta en el mismo suelo, las sacó del fondo y se las tendió a Félix para que las colocara. Ella iría preparando el biberón.
Mientras buscaba un paquete de leche, le dijo a su marido que al día siguiente podían ir por la mañana a la playa y por la tarde aprovecharían para hacer una buena compra en el supermercado y luego darían una vuelta por los alrededores en coche hasta la hora de cenar. Tal vez pudiesen subir al faro y ver el mar desde allí.
Buscó y rebuscó en la bolsa de osos, después en las grandes bolsas de imitación piel y por último en la maleta. El rastro de los paquetes de leche se detenía en la encimera de la cocina de Madrid.
-¿Nos hemos dejado algo en el maletero? -le preguntó a Félix con la fuerte sospecha de que no había puesto en el equipaje lo más importante, la leche para los biberones y la papilla de cereales, que había empezado a tomar hacía poco. No tenían nada para darle, salvo agua.
Félix le comunicó con la mirada que en el maletero no había nada parecido a un paquete de leche y con la misma mirada le reprochó este descuido, y esto era algo que le molestaba profundamente de Félix, su afán de perfección, su buena memoria y sus pies siempre en la tierra.
-Bien -dijo Julia cogiendo la mochila que usaba como bolso y las llaves del coche-. Ve hirviendo el agua. Vuelvo enseguida.
Félix dijo que prefería ir él, pero Julia consideró que Félix ya había conducido bastante. Además, era ella la responsable de este descuido.
Le costó encontrar la verja de salida. Vaya mentes retorcidas las de estos arquitectos. Los reflejos de la piscina temblaban en el aire.
Al venir hacia acá, había descubierto una farmacia en la carretera en dirección contraria. Vería si también podía comprar por allí una ensalada para acompañar las empanadillas, estaba deseando cenar, meterse en la cama y levantarse y ver todos estos parajes iluminados por el sol. De los estrechos caminos asomaban los morros de los coches esperando incorporarse a la carretera. No era fácil porque había bastante tráfico. Cuando llegó a la altura de la cruz verde fluorescente, torció a la derecha. La farmacia se encontraba a cien metros y rezó para que estuviera de guardia.
Tuvo suerte. Aparcó en la misma puerta. Cogió veinte euros del bolso y salió del coche.
La atendió un farmacéutico muy joven con gafitas y pinta de aburrirse mortalmente allí dentro mientras la gente estaba de copas por los alrededores. Julia cogió el paquete de Nestlé y se metió las vueltas en el bolsillo del pantalón. Se había puesto para el viaje la ropa más cómoda que tenía, un pantalón de lino beige, una blusa blanca de algodón y unas viejas deportivas que le estaban como un guante. A Julia la ropa le duraba mucho, demasiado, porque en el hotel usaba un uniforme de pantalón ancho y camisa negros de corte nipón muy en consonancia con el tono minimalista del bar, y le quedaba poco tiempo para lucir su propio vestuario. Lo que sí lucía era su cabello, que ella sabía que con el atuendo negro resultaba espectacular. Era cobrizo, rizado y tan abundante que para trabajar se lo recogía con unos pasadores de pasta negra unas veces y dorados otras. Su jefe, el encargado principal por así decir, apreciaba mucho los detalles de buen gusto en el arreglo personal. Decía que los empleados debían ser un ejemplo para los clientes, que debían recordarles en qué clase de hotel se encontraban ahora que algunos creían que por tener dinero estaban excusados de elegancia y modales. Se llamaba óscar y siempre hablaba como si hubiese pasado otra vida en lugares y con gente más refinados que éstos.
Para incorporarse de nuevo a la carretera tuvo el mismo problema que antes. Los faros se cruzaban sin cesar y sólo los más despiertos lograban dar un volantazo que los sacaba de los escondrijos. Así que cuando ocurrió lo que ocurrió en el fondo se lo estaba temiendo. Oyó cómo cerca de allí un coche derrapaba y chocaba contra algo, tal vez contra otro coche. En estos sitios, con la brisa del mar, el olor dulzón de las plantas y un poco de alcohol se podía perder la noción de peligro con muchísima facilidad.
Aparcó de mala manera en el arcén junto a otros que habían hecho lo mismo, y como ellos salió a ayudar. Pero ninguno lograba ver nada a pesar de que el ruido del accidente se había producido muy cerca, prácticamente encima. Quizá había sucedido en uno de los senderos que como el suyo se abrían paso entre las urbanizaciones, pero enseguida, en cuestión de segundos, la sirena de una ambulancia salida literalmente de la nada empezó a zumbar con fuerza. Julia, aunque miraba en todas direcciones, continuaba sin ver y no podía esperar más, Tito estaría llorando a pleno pulmón reclamando el biberón, y Félix no tenía nada con que calmarle.
La noche era tan oscura que parecía que no había luna. Tiró en dirección a los apartamentos. Dejó a la izquierda la discoteca La Felicidad y a los tres o cuatro kilómetros pensó que ya debería haber encontrado algún punto de referencia para torcer hacia Las Adelfas. Ahora se daba cuenta de que sólo Félix tenía la clave para saber llegar. Ella se había dejado llevar y al salir por la verja en busca de la farmacia no se había fijado en nada en especial, daba por hecho que regresaría al mismo camino sin ningún problema, atraída secretamente por la fuerza del apartamento. El problema era que la noche había encendido unas luces y apagado otras y se habían borrado las huellas del día.
Por fin se adentró por un pasadizo a la derecha y fue hasta el final, donde había más anchura para aparcar y serenarse un poco. El silencio de la noche engullía los ruidos, incluso el del tráfico.
No tenía que exagerar, todo estaba bien. No debería llamar a Félix y preocuparle, aunque sería lo más sensato, así que echó mano al bolso en el asiento del copiloto.
Siempre lo dejaba allí, sólo que ahora en el asiento no había ningún bolso. Estaría en los asientos traseros y volcó hacía allí medio cuerpo. Palpó también el suelo. El bolso mochila había desaparecido. Inclinando otra vez el cuerpo comprobó que el seguro de la puerta del copiloto no estaba echado, por lo que con toda probabilidad se lo habrían robado cuando salió fuera del coche en el momento del accidente. Le fastidiaba sobre todo por la documentación, tendría que pasar por el engorro de poner una denuncia, y por el móvil, precisamente ahora lo necesitaba más que nunca. ¿Qué podía hacer?
Menos mal que al pagar la leche en la farmacia se había metido el cambio en el bolsillo del pantalón. De todos modos, lo tocó para cerciorarse de que seguía ahí, porque ya no estaba segura de lo que hacía, y es que cuando se está cansado se dice con razón que es mejor no intentar solucionar nada.
Bajó la ventanilla y sintió una maravillosa brisa entrándole en los pulmones, como si hasta ahora mismo hubiera respirado a medio gas. Los ojos se le estaban acostumbrando a la oscuridad con rapidez. No creía que el complejo se encontrara más adelante, no tenía la sensación de haber conducido tanto. Así que daría la vuelta y regresaría observando las sombras del lado contrario muy cuidadosamente y la intuición le diría por qué pasadizo meterse. En el trato con los clientes del hotel se dejaba llevar por la intuición. Félix no estaba de acuerdo, opinaba que las evidencias y los datos eran los únicos que contaban para llegar a conocer a alguien, para tomar una decisión y para no equivocarse más de la cuenta. Siempre decía que la gente que se decepciona se basa demasiado en las apariencias. Lo que pasaba era que a Julia no le daba tiempo a decepcionarse con los clientes porque, salvo los habituales, iban y venían a una velocidad de vértigo. Sólo tenía que preocuparse por si alguien pensaba largarse sin pagar o montar una bronca y para eso no había ni que pensar. Así que no podía estar segura de nada de lo que creía saber sobre la gente y la vida porque no estaba acostumbrada a basarse en datos. Admiraba la objetividad que regía los juicios de Félix aunque a veces le irritase y le pareciese que él y ella vivían en dos mundos distintos, uno con bases sólidas y otro con pies de barro. Probablemente Félix nunca se volvería loco. Claro, ¿y si ella había sufrido de repente algún trastorno mental? ¿Y si había perdido la noción del espacio y el tiempo? Podría estar pasándole algo así y no ser consciente de ello y por eso sería incapaz de volver al que ahora era su hogar, el apartamento. El caso era que estuviera o no en sus cabales no se le ocurría ninguna estrategia que diera un vuelco a la situación. La noche iba moviéndose del azul oscuro al negro según se hacía más y más profunda. Cerró los ojos y trató de dejar la mente en blanco con la esperanza de que su misterioso mecanismo empezase a funcionar correctamente.
Llevaba así unos dos o tres minutos cuando notó que una mano fría le pasaba por el pelo y por la espalda. Aunque no era nada del otro mundo, porque a estas horas el aire venía cargado de pequeñas corrientes calientes y frescas, cerró la ventanilla con aprensión y giró la llave de arranque. El contacto de aquella mano le había parecido tan humano que no le cabía duda de que estaba sacando las cosas de quicio.