Los 70 a destajo; ajoblanco y libertad
por José Ribas
17 mayo, 2007 02:00Portada del Libro 'Los 70 a destajo', de José Ribas
Los 70 a destajo no es un libro de memorias ni una crónica, tampoco una confesión ni un diario. Los 70 a destajo es todo eso a la vez y mucho más, es un viaje en primera persona del plural a un tiempo esencial de nuestra historia: la Transición.
Más de mil personajes reales desfilan por este libro que arranca en los últimos estallidos del movimiento estudiantil contra la dictadura y alcanza la ascensión y caída del movimiento libertario entre 1976 y 1978. Un movimiento que abanderó la revista Ajoblanco dando alas al ecologismo naciente, el urbanismo humanista, la sexualidad libre, los ateneos libertarios, la liberación de la mujer. Pepe Ribas, el fundador de la mítica revista, recoge en el libro sus experiencias de aquellos años. A continuación extractamos dos de sus capítulos:
Cristina Grau, nuestra profesora más atractiva, representaba un ejemplo de voluntad para salir del atolladero. La admiraba por el esfuerzo y la tenacidad que suponía estar dentro de una de las cátedras más difíciles de nuestra carrera, la de Derecho Administrativo de Rafael Entrena. Y a mí, Derecho, a pesar de la situación y de que ya no estudiara con Pepe de la Torre, me seguía interesando. Ana Castellar ya no trabajaba con Carlos Barral. éste había fundado con Alberto Oliart, de Labor, una nueva editorial. Ana trabajaba en otra, de medicina, y estaba fascinada con José Solé porque, según decía, no había conocido a ningún joven con una fantasía libresca tan bien trabada. En broma le preguntaba: "¿Seguro que no has vivido con Céline?". Y José le respondía entre cínicas sonrisitas: "No, Ana, no. No he tenido el placer de vivir en los escombros de la sociedad infame que surgió tras la guerra de 1914. Aunque sí me hubiera gustado profanar el santuario sintáctico de François Mauriac tal como lo hace monsieur Louis Ferdinand Céline". Y soltaba el epitafio que solía emplear con los mejores: "Su prosa es un aquelarre de ignominiosa jerga y bufonesca perfidia".
Ca l'Estevet, un comedor casero, bullicioso y mundano, estaba concurrido por gente risueña que venía de la inauguración de una exposición del hiperrealista Rafael Canogar, miembro del grupo El Paso, en la galería Adrià de Consejo de Ciento. De esta exposición, que mi hermana me aconsejó ver días más tarde, no he olvidado una pieza: La policía en acción. Un hombre sin cabeza, que me recordó una anécdota que contaban las primas de mi padre referente a mi tatarabuelo Josep Ribas Martí, propietario rural de Castellvell, que se hizo carlista y llegó a teniente coronel del ejército derrotado en 1840 y en 1849. Tras participar en la primera guerra, le expropiaron las tierras y lo metieron en la cárcel. Una mañana, sus enemigos le entregaron un saco. Cuando mi tatarabuelo lo abrió, se encontró con la cabeza sin cuerpo de su benjamín.
La mesa que dominaba el restaurante de la gauche divine se hallaba al fondo, en una pequeña sala al otro lado del arco que dividía el comedor en dos espacios. En aquella mesa, desde mediados de los sesenta, unos pocos -los elegidos- dictaban la moda cultural de la España que ya había enterrado a Franco antes de que fuera depositado en el Valle de los Caídos con pompa de faraón. Acceder a ella implicaba haber salido muchas veces en el diario Tele-Exprés o ser el fogoso amante de algunas de aquellas "estrellas" que emergían de la tiniebla franquista. En las otras mesas, más discretas, cenábamos los advenedizos y aquellos que aunque hubieran creado algo no integraban el sanedrín de la gauche divine. Peluqueros, periodistas, modistos, modelos, arquitectos, fotógrafos, publicistas, gente que intentaba, con mentalidad de tendero, evaporar las penurias de la época vendiendo lo mucho o poco que producía. La mayoría de aquellas personas pertenecían a una generación anterior a la nuestra, seguían la moda pop y practicaban el intercambio de parejas al estilo de la dolce vita romana y la caza de modelos famosas en el Tiffany's o en las calas de Cadaqués. España empezaba a dejar de ser un desierto y las ganas de arrinconar el bostezo y conquistar la libertad y la fiesta precipitaban un ingenio vertiginoso. Gran momento para quienes hubieran viajado a las grandes urbes de la modernidad y dispusieran de gusto e información. Aquella nueva élite, tan menuda en un principio, fue aplicada y no sólo se obsesionó en marcar pautas: en poco tiempo tomó el poder en el mundo de la cultura, del arte, de la prensa y del espectáculo.
Ana y José saltaban de un tema a otro. A propósito del pintor holandés Vermeer, Ana defendió la inmortalidad del Arte con mayúsculas. Y cuando luego comentó la obra reciente de Antoni Tàpies, nos dijo que aquel verano, en el Grand Palais de París, se exhibiría una antológica donde por fin se podría apreciar el valor de una trayectoria excepcional.
Cristina, vestida de negro y con los labios muy rojos, reía las explicaciones de uno y otro hasta que sacó, con aquella voz de locutora de radio que la caracterizaba, el tema de Vietnam y del imperialismo. José levantó la copa de vino para brindar por Le Duc Tho, el negociador norvietnamita que había conseguido firmar la paz con Kissinger, en París.
El presidente Nixon, un monstruo amoral en palabras de Norman Mailer publicadas en la revista Destino, había ganado las elecciones de noviembre gracias a la promesa electoral de acabar con la sangría de Vietnam y devolver a sus familias los quinientos mil soldados norteamericanos que sufrían como perros sarnosos en las cuencas del Mekong. Su reelección supuso también el golpe de gracia a la revolución multirracial de la generación contestataria de los años sesenta, y la ruina de los nuevos movimientos sociales que luchaban por un mundo solidario y ecológico.
"El imperialismo norteamericano ha perdido esta guerra" -recuerdo que dijo José entre risitas. Los cuatro brindamos por la reunificación de Vietnam y el cese de los bombardeos, que habían masacrado con diecisiete millones de galones de agente naranja y otros tantos de napalm y gas nervioso a una sacrificada población nativa que luchaba por la independencia y el socialismo.
Acabada la cena, fuimos al Pastís, el pequeño local de doña Carmen, una mujer que siempre iba con un delantal blanco impoluto. En aquella minúscula taberna nunca dejaba de sonar el repertorio completo de Edith Piaf. Un pintor amigo de José y de mi hermana Rosa, Luis Claramunt, un visionario que vivía en una buhardilla de la Plaza Real, bebía absenta en la barra y se enrolló con nosotros. Fue él quien propuso seguir la noche en el Cádiz.
El Cádiz era el más cálido de los salones de baile del Barrio Chino que habían sobrevivido a la posguerra. Cristina y yo, que no solíamos tomar copas, aprendimos a bailar el pasodoble entre risas de galanteo. Nuestro baile desperezó a los escasos bravucones y prostitutas que se levantaron con desidia de las mesas a imitarnos. Algunos de los marines de la VI Flota atracada en el puerto, que vegetaban por el antro, desenfundaron unas cámaras de fotos tan aparatosas como molestas y se pusieron a disparar. Ana y José cuchicheaban con Claramunt en la pequeña barra junto a paredes cubiertas de cañas que sugerían ambiente caribeño. El local estaba plagado de pinturas caribeñas que representaban casas con patios porticados invadidos de verdor.
La pequeña banda, que tocaba boleros y guajiras, desafinaba, especialmente las trompetas que iban desde el quiero hasta el no puedo con impulso alicaído. De pronto, un buscavidas que bebía ajenjo pellizcó a Ana hasta retorcerle un cacho de nalga. Ana, que como cualquier mujer metida en el mundo de la cultura era feminista, dejó caer el combinado al suelo mientras exclamaba, entre indignados aspavientos: "¡No me lo puedo creer!". La que resultó ser novia del agresor, una puta que parecía surgida de un cuadro de Max Beckmann, estuvo en un tris de lanzar a Ana un buen escupitajo de propina. La mujer creyó que había sido mi amiga quien había provocado al único hombre que aún le hacía carantoñas de Pascuas a Ramos. José, con la ayuda de un legionario que era un plasta, plantó cara a quien parecía encargado del local. El legionario le explicaba a José que el atacante era un chuloputas y que pasaba pasta a un guardia urbano que amenazaba con cerrarle un prostíbulo. Y no sé qué más contó acerca de unas meretrices que no querían pasar control sanitario en la consulta del primo del guardia urbano. Todos hablaban al mismo tiempo.
El único camarero joven, tras secar los restos de combinado de la minifalda de Ana con una gamuza, se tocó el sexo, la miró con sonrisa de deseo y le dijo: "Mañana libro, te espero en el Copacabana".
En la puerta del establecimiento, los cuchicheos iban en aumento. Unos salieron afuera y otros, desde los garitos contiguos, entraron a cotillear qué es lo que ocurría. El local se llenó de ansia de trifulca.
Al fin, la puta ofendida cambió de onda. Tras girar en redondo en medio de la pista, lanzó una sonrisa, extendiendo la mano a todo el local. El agresor levantó los brazos en plan cómico y, juntando las palmas de ambas manos, le mandó a Ana el beso de la disculpa. Y luego besó a su puta. Nosotros, tras un ataque de risa floja, nos pusimos a bailar entrelazados y en corro la canción Soy lo prohibido.
Una puta adolescente que bebía gin con peppermint le dijo algo a un viejo desdentado que llevaba una americana verde y paseaba por la pista con porte de figura. El camarero joven susurró que aquel tipo, con el pelo teñido de rubio peinado hacia atrás, había sido cantante y antigua gloria del Paralelo. La orquesta, por orden del tipo sin dientes, improvisó un cancán muy popular bajo la batuta de un maestro que rejuveneció treinta años en un instante.
Las putas gordas, delgadas, jóvenes y viejas conquistaron la pista como poseídas por la música de un tiempo que fue libre y feliz. Ana se metió entre ellas. Las piernas iban y venían sin ton ni son, algunas ni siquiera conseguían alcanzar los cuarenta centímetros.
"¡Pero si Ana se ha transformado en una heroína de French Cancan de Renoir!" -comentó José con ojos de plato.
Tartesos
Hasta marzo de 1976 no tuvimos más que un leve incidente con el Ministerio de Información y Turismo por distribuir el número dos antes de pasar por el registro, el requisito que sustituía a la censura previa. Durante aquellos meses de lance político, los juzgados y la policía actuaban de forma aleatoria, por lo que convenía ser prudente. Mi estrategia consistía en mantener una educación esmerada con los funcionarios mientras trataba de sonsacarles la actitud con que afrontar la situación. Los responsables de la delegación de Barcelona exhibían moderación y apostaban en voz baja por la democracia, siempre que fuera pacífica, por lo que el trato resultaba bastante amable. Tanta indulgencia para con nosotros sorprendía a algunos compañeros, especialmente a Barnils. "¿Acaso tenemos bula papal?", preguntaba. El desmadre erótico fue la excusa para imponer a El Papus y Papillón multas de doscientas cincuenta mil pesetas y una suspensión de cuatro meses, por no hablar de los colegas de Star que seguían sin permiso. Yo le explicaba a Barnils mis conversaciones en la delegación y él se mondaba de risa. "Hay que ser más que astuto hasta que tengamos los colectivos formados. Me preocupa la sección de sexualidad pero no creo que pierdan un minuto en leer nuestra revista. Hago todo lo posible para que piensen que somos más ingenuos de lo que en realidad somos", le explicaba. "Eres buen actor", comentaba Barnils entre coñas.
El día que llegamos de Cádiz supe que la Guardia Civil estuvo a punto de detenernos en aquella ciudad a Luis Racionero, a Carles Carbó y a mí. El delegado del Ministerio de Información y Turismo en Barcelona, un tal señor Pardo, pasó a Gobernación un informe favorable en el último minuto que nos salvó.
Jesús Fernández Palacios, un profesor de instituto de Cádiz, me había enviado una carta la primavera anterior. Le llamé por teléfono y convinimos una serie de colaboraciones. La primera que mandó fue una poesía que publicamos en el número seis, a continuación envió una crónica sobre las culturas informales del sur y para el diez una entrevista al cantaor Antonio de Mairena. A principios de febrero me anunció telefónicamente que los alumnos de la recién creada Facultad de Letras proponían "oficiar una presentación" de la revista. También invitaban a Racionero a dar una charla. Como algunos de nosotros íbamos a ir a las fallas de Valencia fijamos la presentación para el jueves 4 de marzo. Antes pasaría por Madrid a consolidar el equipo y la distribución paralela.
Partí en coche con Carles Carbó, un freak muy joven que vivía en una comuna urbana y vendía números atrasados en las facultades barcelonesas. Por vez primera iba a conocer Andalucía occidental y sentía una mezcla de emoción y curiosidad. Nuestra primera parada fue Zaragoza. Muchachos afines a Carles y entusiastas de la revista nos ayudaron a colgar carteles en las facultades. En un garito del barrio del Tubo, charlamos con Curro Fatas, del grupo de teatro independiente El Grifo, y a la mañana siguiente visitamos al director de An-
dalán. No hacía mucho habían editado un especial "Cataluña y Aragón" cuya presentación en el Centro Aragonés de Barcelona estuvo muy concurrida. Luego contacté con Javier Delgado, un colaborador de Andalán que iba a escribir sobre música y cultura aragonesa.
En Madrid me instalé tres días en casa de César Luque. Nuestro socio vivía solo en un piso muy amplio mientras preparaba las oposiciones para registrador de la propiedad. Nada más llegar me dijo malhumorado que apenas salía y que no podría acompañarme a ningún lugar ni hablar de nada ya que el preparador le exigía una barbaridad. Llamé al inquieto Fernando Gálligo Estévez que, tras convertirse en el miembro más activo de Madrid, buscaba extender una red de ajoblanqueros por la ciudad. Escribía poemas que mezclaba con fotografías hasta transformarlos en unos fotomontajes que publicaba en la sección "La Bombonera" de Nueva Lente. Quedamos en el Parador de Moncloa. Le pedí descargar cuanto antes los fardos de revistas que colapsaban mi coche. Fernando era un muchacho delgado, moreno, asilvestrado y anarco que habló con fanatismo del artista alemán John Heartfield, su maestro, durante el trayecto hasta un piso vacío junto al Manzanares que hacía de almacén de cuanto vendían y producían los miembros de Cascorro Factory. Heartfield, me explicó, había sido una de las referencias del movimiento dadá de Berlín y buen amigo de George Grosz, con quien había desarrollado el collage y el fotomontaje como arma para denunciar el odio que los alemanes sentían contra los ingleses en los años veinte. Un culo con orejas, un hombre con un balón de fútbol por cabeza, otro con cara de tigre. Yo quise conocer las vicisitudes que habían hecho posible que Vibraciones editase El Carajillo, un tebeo underground producido por Cascorro Factory. Por fin había aparecido en Madrid un colectivo underground similar a los que existían en Barcelona.
El domingo conocí al resto de sus integrantes en la parada que habían montado en El Rastro. Quedamos en comer en La Bobia. No estaban satisfechos del trato con la sociedad de Vibraciones, pero no se sentían empresarios y no sabían cómo editarlo ellos mismos ni cómo organizarse. Por mi parte, trataba de convencer a Fernando Gálligo para que escribiese una crónica con las novedades de la capital. Argumentaba que no era periodista y que sólo pensaba enviar a Fernando Mir una buena guía de Madrid. A diferencia de Barcelona, en Madrid los lugares estaban dispersos y no existía un barrio liberado como las Ramblas o la Ribera. Me habló de cuatro librerías: Fuentetaja, Antonio Machado, Visor y la libertaria Panorama; de tres galerías de arte de vanguardia: Bandrés, en Ramón de la Cruz; Boades, en Claudio Coello, y Redor, la que más le interesaba, dirigida por Tino Calabuig, donde además de los artistas conceptuales y de gente de los Black Panthers habían expuesto los fotomontajes de Josep Renau y de John Heartfield. La Vaquería era el local, junto a La Bobia, que más frecuentaban y donde les permitían exponer collages y viñetas.
La parada de El Rastro estaba junto a la Casa de Socorro. Un grupo de melenudos se estaban fumando un porro mientras vendían La Piraña, ejemplares antiguos de Star, Ajoblanco, Carajillo, El Rrollo y prensa alternativa de diferentes países. Fernando me pasó un tebeo que se llamaba Clavelito Ceesepudo, mostrándome una de sus historietas: Tu amor huele a cebolla. Su autor era el genial Ceesepe, que llevaba greñas y parecía un pasota. Hablaba con entonación cantarina entre suspiros y utilizando expresiones chelis que daban risa. No tardé en darme cuenta de su inteligencia aguda y de que las ideas que le movían eran similares a las nuestras. Los miembros de Cascorro Factory eran menos pasotas que los de El Rrollo, más políticos y también más extremados en la forma de vestir. Madrid marcaba un ritmo asfixiante. Ceesepe me regaló un Carajillo. La portada, un hombre sentado en la boca del metro tocando un acordeón y con una pierna ortopédica fuera de sitio, la había realizado Juan Ramón Ortega, que también corría por allí. En Entra en mis sueños, Ceesepe combinaba en las viñetas dibujos de estrellas de rock con fotografías tratadas en plan muy lisérgico. Se cargaba a los mitos del rock por haberse integrado en la industria musical y mostraba el desasosiego de los jóvenes por el tipo de sociedad que señalaban los hermanos mayores. Estaba más que enfadado: "Los héroes del rock como Bob Dylan han olvidado el hippismo y se han integrado en la industria cultural para vivir como capitostes en grandes mansiones". Tras una pausa que llenó con un suspiro, Ceesepe apostilló: "La gente tiene la cabeza llena de mierda y no puede pensar".
Fuimos a parar a La Bobia donde me presentaron a El Zurdo, un tipo agudo que un año después montaría con Alaska el fanzine Kaka de Luxe, y a Alberto García Alix, que ya hacía fotos que publicaba en Nueva Lente. La pandilla soñaba con montar una comuna desmadrada en el barrio. Ceesepe vivía con sus padres en las afueras de Madrid; Fernando Gálligo y los otros, con los suyos respectivos. Recuerdo una animada charla en la que surgió un tema que gastaba mucha saliva entre los jóvenes de entonces: ¿artistas o artesanos? Ceesepe y Fernando defendían la labor del artesano mientras los otros querían ser artistas. Para mí la opción estaba clara. El verdadero artesano trabaja en comunidad, ama el oficio por encima de todo y es poco presuntuoso, con lo que difícilmente se deja utilizar por las multinacionales ni rebaja la calidad para vender cualquier artilugio a millones de consumidores.
Una de aquellas noches fui a parar a la cafetería que estaba en los sótanos del teatro María Guerrero. En aquel ambiente contestatario y bohemio di con Iván Zulueta y Félix Rotaeta. Iván era un donos-
tiarra maldito y psicodélico que capturaba imágenes en el formato que fuese. En 1971, había organizado junto a Mario Pacheco aquel festival de música progresiva de Madrid que acabó, por imperativo legal, en un garaje del barrio de Tetuán. Por lo que contó, sentía devoción por 2001 de Stanley Kubrick y por los cuentos de Edgar Allan Poe. Félix era un apasionado actor libertario que había fundado la compañía de teatro independiente Los Goliardos y que iba a impulsar a Pedro Almodóvar no sólo con buenos consejos sino con su dinero para que pudiera transformar el cómic Pepi, Luci y Bom en película. La amena conversación entre un montón de copas y caladas de porro siguió en La Vaquería, donde estaba la gente de Cascorro Factory. Iván, obsesionado con las posibilidades del cine experimental, contaba lo duro que era Madrid a causa de los apaleamientos a izquierdistas por parte de las pandas de bárbaros de Blas Piñar, que actuaban cada vez con más impunidad. "¡Como esto siga así no sé lo que puede liar!" La librería Alberti acababa de ser destruida. Emilio Sola, el coordinador del colectivo que había fundado La Vaquería, comentó que había recibido varias amenazas anónimas. Emilio medio vivía en un piso enorme que estaba enfrente al que llamaban "la casona". La comuna era un desmadre de gente que entraba y salía. "Si alguna madrugada se presentan los guerrilleros ocurrirá una desgracia." Comentó que el bar iba mejor de lo esperado, que en Madrid cada vez había más poetas y que estaba harto de que costara tanto publicar. Luego habló de un tal Juan, que pretendía ocupar la casona para montar un despacho laboralista. "Es un libertario de la nueva CNT", subrayó. "¿La CNT renace?", pregunté con sorpresa. "El 8 de febrero hubo una reunión de la federación Centro y pronto las habrá en Barcelona y Valencia."
Juan Ramón Ortega, de Cascorro, buen amigo del tipo, cortó el tema y explicó el proyecto de una pequeña editorial independiente, la Banda de Moebius, de poesía inconformista. La idea prosperó y Juan Luis Recio, el editor, consiguió publicar a García Calvo, a Haro Ibars y a Mariano Antolín Rato entre otros muchos. Aún recuerdo el logotipo de Ceesepe: un niño de primera comunión con un misal en la mano y el pene cortado chorreando sangre.
Zulueta me invitó a una muestra de obras audiovisuales fuera de toda convención que se iba a celebrar a principios de abril en Ondar de Madrid, un estudio de arte donde él pasaría su película A mal gam a, y un joven muy desmadrado que se llamaba Almodóvar unos cuantos cortos en Súper 8. También me dijo que Enrique López, del Ajo, le había invitado a la Segunda Muestra de Cine en Súper 8. Las relaciones entre Madrid y Barcelona empezaban a ser fluidas.
En Sevilla recogimos a Luis Racionero, que llegó en avión, y aparcamos junto a los jardines del Alcázar. Yo había quedado en la puerta de la universidad con los estudiantes que seguían sin enviarme el especial "Sevilla". Los muchachos colaboraban con Joaquín Salvador, uno de los popes de la fenecida movida sevillana. Se notaba mucha tensión en la zona, medio acordonada por los grises. Tras un conato de manifestación tuve que correr hasta el bar acristalado de los jardines de Murillo, donde esperaban Luis y Carles Carbó. "Una vez más los duendes nos van a cortocircuitar el número de Sevilla", dije malhumorado. O bien los chicos habían pasado de la cita o la boicotearon los grises. Al volver al coche, las maletas de Carles y mía, que se habían quedado sobre el asiento de atrás, habían desaparecido. El cristal estaba roto. "¡Mi diario!", exclamé con enojo.
Recuerdo entre brumas un local pequeño en la calle Sierpes donde topamos con Pau Riba y Ana Carmona, y una visita relámpago a La Cuadra de Paco Lira con Diego Carrasco, al que encargamos una colaboración sobre la contracultura olvidada de Sevilla. Diego, un cronista bueno que aspiraba a ser escritor, decía que Sevilla era una ciudad de chispazos vitales inexplicables y que no comprendía cómo la explosión de rebeldía vital que protagonizó la juventud sevillana entre 1966 y 1972 no salía en los papeles. Hablaba del anarquismo andaluz, de los ocho siglos de dominación árabe, del subdesarrollo, del analfabetismo, de los gitanos. "Aquí existe una flexibilidad sensitiva poco común." Por lo visto, la galería de vanguardia, la M 11, que habían montado los jovencísimos Quico Rivas y Juan Manuel Bonet, había desaparecido y ambos se habían trasladado a Madrid. "Sevilla es inconsistente, los proyectos van y vienen y nadie reflexiona sobre el porqué."
Luis quería comer pescadito frito frente al mar y buscamos un chiringuito en Sanlúcar de Barrameda. Al anochecer llegamos a Cádiz y nos instalamos en una habitación con literas en el Colegio Mayor Chaminade. Sin pérdida de tiempo, Jesús Fernández Palacios nos metió en el ambiente. Jesús era un tipo leído y muy cachondo formado en Argentina. Le recuerdo próximo, pues me impresionó su erudición sin pretensiones, sus juegos de palabras y su amor desinteresado por la cultura. Estaba casado y cojeaba. La gente de su ambiente detestaba a José María Pemán, el poeta del régimen que había publicado Mis encuentros con Franco y puesto letra al himno nacional. "El glorioso autor del Divino Impaciente convoca y reúne en almuerzos de gentileza a pelotas -en palabras de Eduardo de Ory- y a las viudas castrenses", proclamó un miembro de nuestra comitiva con un deje andaluz saleroso y antiguo. Como en tantos lugares, la cultura independiente malvivía en pequeños cafés de tarde y madrugada, en parroquias progres y en trastiendas de librería. Jesús nos paseó por los distintos focos. En el almacén de la librería Mignon asistimos, entre humos de costo, a una animada tertulia sobre las teorías sexuales de Wilhelm Reich y las canciones de Víctor Jara y Violeta Parra. En la Plaza Mina, algunos vegetaban tirados por los suelos. Carles Carbó, con la excusa de la desaparecida Star, de la que toda aquella gente era fan, se lió con una adolescente con pelambrera a lo Janis Joplin.
La presentación de Ajoblanco fue un hito. Dos docenas de estudiantes de filosofía cubiertos con túnicas blancas ribeteadas de dorado simularon una mágica ceremonia tartesia. Aparecieron por una ventana y se colocaron sobre la tarima del aula. Iban con antorchas y formaron un corro que se agrandaba y juntaba imitando el vaivén marino. De pronto sacaron una gran banana centroamericana. El más alto extendió el brazo, mostró la pieza entre el griterío de la concurrencia y con la otra mano empezó a pelarla. De golpe apuntó al público obscenamente mientras sus compañeros lanzaban unas octavillas con el "Manifiesto de un visionario" que habíamos publicado en el número dos. Un montón de huevos salidos del escenario fueron a estrellarse contra los quinientos asistentes que llenaban el aula con la fortuna de que uno estalló en la nariz del cónsul de Francia y otro en la sonrosada mejilla del de Alemania. El acto, dijeron, fue la primera manifestación pública en favor del famoso carnaval de Cádiz, prohibido por Franco. "El carnaval ha de volver", repetía una y otra vez Jesús.
Cuando la prensa local denunció el incidente de los cónsules, Racionero, Carles y yo estábamos de vuelta. Los sucesos de Vitoria conmocionaban al país. Los trabajadores, conscientes de que el proceso de apertura se iba a decidir en la calle, pasaban de las consignas moderadas y decidían en asamblea las acciones combativas contra la carestía de la vida y el fracaso económico del ministro Villar Mir. Los hechos se sucedieron vertiginosamente. Paro obrero en el ochenta por ciento de las fábricas de Vitoria, asamblea con miles de participantes en la iglesia de San Francisco de la capital alavesa, intervención y masacre policial, cinco trabajadores muertos directamente por las balas o a consecuencia de las heridas y cientos de heridos graves y leves. La pasma había reprimido la asamblea a balazos. La respuesta fue masiva: huelga general en la provincia y cien mil manifestantes soportando cargas policiales de aúpa con helicópteros lanzando gases lacrimógenos. Lluís Llach sacó poco tiempo después Campanades a morts, un disco emotivo en recuerdo de unos asesinados cuyo único delito había sido protestar contra la congelación salarial. Los hechos casi tumbaron el equilibrio precario que soportaban el rey y su Gobierno de compromiso. Hubo quien atribuyó la carnicería a los mandos policiales ultras, contrarios a la reforma, que el ministro de Gobernación, Manuel Fraga, no controlaba. Fraga estaba de viaje en Alemania. Iván Zulueta tenía razón, la situación, a causa de los ultras, podía desmadrarse.
Un hecho protagonizado en Inglaterra por el líder de Comisiones Obreras, Marcelino Camacho -el preso más famoso y uno de los pocos agraciados por el indulto del rey con motivo de su coronación- muestra el imaginario de la clase obrera en aquellos meses de emancipación. Tras dos meses de libertad, Camacho fue a dar una conferencia a Inglaterra, donde dijo: "Inglaterra sólo es una democracia formal mientras que lo que se pretende instaurar en España es algo distinto y mejor, aunque no se haya aplicado en ningún país". La respuesta burguesa de la revista Destino fue contundente: "¿Cómo un español se atreve a dar lecciones de democracia en el país que la inventó?". La prensa inglesa pasó del símbolo obrero del antifranquismo. Debatíamos sobre el tema en Aribau cuando llegaron dos muchachas con una nota ya redactada. "CNT vuelve", dijo una de ellas. "Los comunistas de CC OO no conseguirán la unidad sindical mientras no la decidamos libremente los trabajadores. Unidad en las luchas obreras sí, pero sin imponer una única organización. UGT corre en la misma dirección", apostilló la otra. Aurora Segura y Teresa Huelin eran dos nuevas colaboradoras que solían pasarse cada tarde desde hacía una semana. Nos informaron acerca de una asamblea confederal celebrada el 29 de febrero en Sant Medir, en el distrito de Sants, a la que habían acudido unos cuatrocientos militantes de distintos grupos libertarios de Cataluña. "Se ha llegado a acuerdos sin que ningún colectivo haya intentado arrogarse la legitimación histórica de la CNT. Vamos a poner en marcha los sindicatos por ramas de producción y se coordinarán por barrios." Estaban entusiasmadas y no se cansaban de repetir que en el sindicato anarquista las decisiones siempre se tomaban en asamblea, que todos los cargos eran renovables y que los principios básicos eran la acción directa como fuerza de lucha, la autogestión como norma y el federalismo como estructura orgánica.
Así confirmé la información que me había pasado Emilio Sola en Madrid. Aquella misma noche tomé una decisión de gran calado: Ajoblanco potenciaría el proceso de reunificación de la CNT, informaría de sus logros y hasta aconsejaría la militancia activa a sus lectores, pero jamás se involucraría ni tomaría partido por una u otra facción. En el proceso deberíamos actuar con cautela mientras potenciábamos la cultura libertaria en todos sus frentes sin ninguna ansia de poder.