Letras

Los reinos de la casualidad

Carlos Marzal

3 noviembre, 2005 01:00

Carlos Marzal, por Gusi Bejer

Tusquets. Barcelona, 2005. 784 páginas, 25 euros

La nómina de poetas reconocidos que deciden ingresar en el orbe de la literatura narrativa es ya considerable. Sin necesidad de acudir a ejemplos clásicos, abundantísimos desde Lope de Vega o Quevedo a Bécquer, un buen número de poetas de las últimas décadas han dado el salto desde la lírica hasta la novela y se han dejado absorber crecientemente por el discurso en prosa, aunque sin abandonar por ello del todo el menester inicial.

Las muestras son también aquí numerosas, e incluyen, entre otros muchos, nombres tan dispares como Caballero Bonald, Manuel Mantero, Aquilino Duque, Luis Antonio de Villena o álvaro Valverde. A esta lista se une ahora el poeta valenciano Carlos Marzal. Precisamente en un monólogo de su obra, el escritor Víctor Andrés Peigneux explica su decisión de pasar del cultivo de la poesía, siempre minoritaria ("tres mil ejemplares que se arrastraban renqueando a lo largo de los años, seis reseñas entre periódicos nacionales y de provincias, y dos entrevistas desfiguradas") a la prosa, que somete al escritor "a un prolongado idilio de tortura con su obsesión" (pág. 131). Marzal está considerado -y con toda justicia- una de las voces líricas más depuradas del último cuarto de siglo. La lectura de Los reinos de la casualidad obliga a colocar también al autor en un lugar altísimo de la actual literatura narrativa.

Pocas veces, en efecto, tiene el lector en nuestros días ocasión de asistir al nacimiento de una primera novela tan deslumbrante, escrita con una prosa brillantísima y sostenida sin apenas desfallecimientos, con páginas en las que el idioma parece dilatarse prodigiosamente con sorprendentes asociaciones, acuñaciones expresivas de gran novedad y, en suma, exhibiciones constantes de extraordinaria riqueza verbal. Cuando, en medio de una divagación, el pintoresco escritor Peigneux afirma defender "contra la prosa de la aventura [...], la aventura de la prosa" (pág. 305), se diría que sus palabras son aplicables a la extensa narración de Carlos Marzal, donde, en rigor, no se cuenta apenas nada que sea interesante por sí mismo. El interés narrativo radica en la magnificación de los hechos, en el realce que les proporciona el modo de presentarlos, en la novedad absoluta con que asistimos al inventario de accidentes minúsculos, como la tala de un pino por orden municipal, el encuentro fugaz de una pareja en la habitación de un hotel o la mención renovada de acciones cotidianas, como la de que "dos misceláneas carnales decidieran emparejar sus destinos" (pág. 318). La minuciosa elaboración estilística de Los reinos de la casualidad hace pensar en el esfuerzo innovador que supusieron en su momento muchas páginas de Tiempo de silencio, sin que esto signifique relación alguna entre ambas obras. Marzal ha operado esencialmente con dos recursos: la variedad léxica y el uso de la trasposición semántica y de las metáforas, sobre todo las llamadas de complemento preposicional: "los matraces y retortas hirvientes de mi impenetrable laboratorio corporal" (pág. 26), "el paisaje animal de los afectos" (pág. 85), "escuchaba batir en su cabeza las alas de la culpa" (pág. 279), "las tiznadas galerías de la imaginación" (pág. 714). En un solo párrafo de ocho líneas aparecen "las fiebres tercianas del impudor", "la monarquía excéntrica de sus propias hormonas" y "los perros rabiosos de sus turbaciones corporales" (pág. 460). Este procedimiento es el que confiere a las informaciones más triviales una inesperada y radical novedad: "Tokmákov había dejado el ave triste de su paraguas sobre el mismo pasamanos, suspendido en una siesta descoyuntada" (pág. 202).

La novela está dividida en seis partes: las cinco primeras son otros tantos monólogos de personajes masculinos, amigos desde la época de los estudios, que, a la manera de un discurso confesional, mezclan recuerdos, impresiones e ideas que acaban por constituir una síntesis, un retrato biográfico y espiritual de sus vidas. La sexta parte, mucho más extensa -ocupa dos tercios del conjunto-, es la narración en tercera persona centrada en Carlota, cuyo marido acaba de morir súbitamente mientras cenaba con unos amigos -el grupo del que forman parte los cinco personajes delineados antes- y, a raíz de la triste noticia, evoca todo su pasado. Marzal ha denominado "círculos" a las distintas partes, y al lector le convendrá tener en cuenta el modelo lejano y a la vez omnipresente de esta estructura: la división en círculos del infierno creado por Dante en La divina comedia, donde en los seis primeros se agrupan, por este orden, los virtuosos sin bautizar, los lujuriosos, los esclavos de la gula, los avarientos y pródigos, los iracundos y los herejes. Aquí, naturalmente, las únicas "herejías" son de naturaleza literaria -porque la obra está, no hay que decirlo, empapada de literatura-, y se refieren a determinadas concepciones de la creación artística que se desparraman, sobre todo en los discursos del escritor Peigneux y de Carlota, cuya formación intelectual y cuyas lecturas se relatan con pormenor en la novela y a la que se debe incluso, en un quiebro metaliterario, el propio título de la obra. No puede sorprender que las disquisiciones sobre materias literarias abunden. Carlota discurre sobre el Quijote o Chateaubriand con la misma solvencia con que critica las ideas de Ortega. Peigneux resume la fórmula de la literatura de consumo en una receta que incluye ingredientes como "dos cucharadas de violencia física de brocha gorda", "abundante carnalidad descarnada", "un fraseo de sintaxis preparada al vapor[...], no sea que la noche nos sorprenda en mitad de una frase y haya que acampar a la orilla de un paréntesis", "un argumento que pueda resumirse en el trayecto de tres pisos de ascensor" o una "superficialidad de abismo", que permita "asomarse a las entrañas de la vida, pero sólo asomarse" (págs. 137-138). Hay parodias de cierta literatura experimental (pág. 139), o bien reflexiones acerca del poder de la literatura para engrandecer los recuerdos: para Carlota "no había hotel más confortable que el que hubiese aparecido entre las páginas de una buena novela [...] ni nombre de país que contuviera un eco más exótico que el que había aparecido en el arranque de un poema que recitaba de memoria" (pág. 265). Junto a ello, el ejercicio de creación de "vidas imaginarias", a la manera de Marcel Schwob -lo que Carlota llama "invención repentina de biografías imaginarias"-, se concreta en episodios de acabada perfección, como el referido al "escatólogo" (págs. 351 y ss.), o bien el que resume la biografía de la anciana judía (págs. 336 y ss.) que no pudo acudir a España en su juventud porque en 1936, cuando tenía una beca para hacerlo, "los españoles decidieron emprender una carnicería fraternal" (pág. 338). Pero todo esto sucede en el ámbito estricto de la ficción, cuya autonomía se reivindica frente a cualquier intento de considerar la literatura como reflejo de una realidad, porque, como afirma el escritor Peigneux, "mis hombres y mujeres [...] no existen fuera de su artificiosa combinatoria verbal (por algo aspiran a ser literatura y sólo literatura)" (pág. 307).

Los reinos de la casualidad es una novela ambiciosa e innovadora cuyo valor sobresaliente reside en su estilo, de tan acusado poderío que acaso impregna con semejanzas excesivas el habla de personajes tan diferentes como los que componen, sobre todo, los cinco monólogos de la obra. Ese aspecto y tal vez la demasía en algunos pasajes que narran la formación de Carlota en el colegio de la calle de Jorge Juan, son acaso los únicos lunares que pueden señalarse en la obra, junto a leves deslices de concordancia o formaciones discutibles ("morirse de la risa", págs. 40, 43, 46, etc; "acostumbraban a ladrar", pág. 283; "acostumbraba a no hacer", pág. 525; "acostumbraba a almorzar", pág. 672; "deber de" con valor de obligación, págs. 400) que, con todo, no logran empañar las constantes muestras del extraordinario prosista que ha resultado ser, por obra de esta novela, quien ya tenía en su haber una considerable trayectoria como poeta. El verdadero amante de la literatura debe leer, para su beneficio y deleite, Los reinos de la casualidad.