Image: Emilio García Gómez en tiempo de recuerdo

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Letras

Emilio García Gómez en tiempo de recuerdo

por Emilio de Santiago

2 junio, 2005 02:00

María Luisa y Emilio García Gómez con el patriarca Atenágoras en Estambul, en 1963

Lo dijo Claudio Rodríguez en un rotundo verso: "El dolor verdadero no hace ruido". El que yo siento a buen seguro que no lo haría, pues que es profundo y es sincero. Pero la fuerza irreprimible del recuerdo se alza sobre el silencio dolorido y logra vencerlo. Tengo que hablar de Emilio García Gómez, aunque sea con mi mediano verbo, sin importarme un ardite mi limitada capacidad expresiva. Tengo que hablar del amigo entrañable, del maestro que un día elegí convencido de mi acierto, feliz con mi destino futuro de aprendiz concienzudo y eterno. Cuando, en estos días, se cumple el centenario de su nacimiento y la ocasión se ofrece, acaso sería desleal no dedicarle una mínima, pero muy sentida semblanza para mostrar, a los más jóvenes, la inmarchitable imagen cumbre del arabismo español de todos los tiempos e, incluso, para refrescar la memoria de quienes sí tuvieron la inmensa fortuna de tratarlo y de conocerlo.

Personalidades tan genialmente poliédricas como la suya son de difícil síntesis, de complicado resumen. Nacido en el asfalto madrileño como a él le gustaba decir, pronto supo orientarse hacia una vocación universitaria que flotaba como un seguro bajel en el proceloso mar de otras opciones que siempre lo tentaron y a las que toda su larga vida les fue fiel. Lo del arabismo le sobrevino como una suerte de inesperado hallazgo nacido, a su vez, de una admiración profunda hacia el que, más tarde, será su idolatrado maestro, Asín Palacios. La atracción de lo literario era el canto de sirenas a que el menguado Odiseo que llevaba dentro nunca pudo resistirse ni hubo posibles lamentos que lo asordaran. Se consideraba un caso, como tantos otros, de vocacional literato ahogado por la densa magnitud de lo que suponían las Facultades de Letras. Acontecía en aquel entonces y aún hoy día ocurre. Pero por más que su labor científica podamos juzgarla punto menos que ciclópea en lo que a cantidad, calidad y variedad hace, no marró jamás en ella el delicioso toque de su rica vena literaria. Ora en sus exquisitas prosas, ora en su nivel de insuperable traductor de poesía árabe. Tampoco le fue ajeno, hasta poco antes de morir, la actividad de colaborador en periódicos y revistas de literatura y pensamiento. Tocó todos los palos del complejo entramado del arabismo e islamología, pero no con la superficialidad o la prisa insolvente del catacaldos, sino con el rigor y la profundidad de quien bien conoce su oficio. Y ahí esta su inmensa obra, tan vigente y actual como el primer momento en que vio la estampa. Supo, como nadie en este gremio (tantico "raro" o, si se quiere, estrambótico), buscar lo nuevo, lo no hollado, lo sorprendente: "Soy un modesto buscador de oro -dijo en cierta ocasión- que criba sus pepitas en el río aurífero cuando no hay nadie a su alrededor; pero que cuando vienen los empellones y el agobio, se retira a otro lugar". Gustaba de trabajar solo. Muy rara vez lo hizo en colaboración. También -hay que decirlo- la veleidosa Fortuna le sonrió desde muy joven. Conoció el éxito y el unánime respeto a esa edad en que muchos titubean o fácilmente se obnubilan y ciegan con los engañosos brillos del abalorio.

El primer golpe de suerte que de tan sabia manera aprovechó fue vivir en república con sus maestros Ribera y Asín a quienes heredó y cumplidamente colmó las esperanzas que en él habían puesto con casi paternal apego. Frecuentó asimismo y pese a su evidente bisoñez, tertulias madrileñas de gran relevancia como la que arracimaba a los intelectuales del círculo de Ortega y Gasset. Su primera salida a Oriente Medio con ocasión de haber sido pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios en 1927, le pone en contacto con el aristócrata egipcio Ahmad Záki Pachá quien le facilita un importantísimo manuscrito de poesía.

Una célebre antología de Ibn Said al-Magribí (el Libro de las banderas de los campeones) que constituyó la base de su conocimiento de la poesía andalusí y su primer gran suceso editorial, los Poemas arabigoandaluces, decisivos en su influencia para la generación del 27 y, más concretamente, para Federico García Lorca que en ellos halló la inspiración para su Diván del Tamarit. Pero la proyección internacional del joven arabista continúa en irresistible ascensión. Aunque el formidable tratado del cordobés Ibn Hazm, El collar de la paloma sobre el amor y los amantes, había sido traducido con anterioridad por autores euro- peos, la inmejorable traducción de don Emilio prologada por Ortega es, probablemente, el más grande monumento español a este auténtico género literario y la cota cimera en su arte. Por otro lado, el "rostro cambiante" de la Clío de al-Andalus se miró en su claro espejo en incontables ocasiones como lo hicieron también la Literatura comparada, la métrica árabe, las jarchas, la paremiología, los zéjeles de Ben Guzmán - "la voz en la calle"-, los tratados sobre Ordenanzas del zoco o la alambicada y sutil poesía epigrafiada de la Alhambra a la que consagró los últimos años de su existencia. Sus dos postreras publicaciones -casualmente o con toda intención tal vez- las dedicó al mágico alcázar de los nazaríes: Poemas árabes en los muros y fuentes de la Alhambra y Foco de antigua luz sobre la Alhambra. Dos libros capitales sobre el conjunto monumental que mejor y más completo nos ha llegado del medioevo islámico. Y en cuya vecindad quiso reposar en aguardo del Juicio Final.

Rehuyó muy a menudo, García Gómez, los honores y las distinciones; tampoco fue él alabancero en demasía. Monda y desnuda, prefería la entrañable amistad a la admiración. Pero vio reconocido su talento e infatigable trabajo de investigador con todo tipo de distinciones y premios. Por citar algunos de los más señeros: Académico de la Historia, Académico de la Lengua, premio Juan Palomo, premio Mariano de Cavia, Hijo Predilecto de Andalucía, Medalla de Oro de la Ciudad de Granada, premio Nacional de Historia, premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, Doctorados Honoris Causa por distintas universidades y altas condecoraciones nacionales y extranjeras. Sin embargo, tengo para mí que lo que más podía llenarle era lo que le apartaba de la holganza: la obra bien hecha.

No pienso que jamás le rindiese el cansancio ni aun en momentos de debilidad física o con los achaques propios de la ancianidad: "mi salud nunca fue cosa del otro jueves...", solía decirme. Una menuda y magra constitución, un físico poco agraciado, unos vulgares apellidos... pero qué fascinación ejercía al hablar, qué prestidigitador excelente del lenguaje era, qué finura de análisis, qué agudeza de ingenio. Todo cambiaba cuando su recia voz (casi de cíclope tonante) se alzaba y comenzaba a disertar no importaba el tema. Adobaba con su pulido gracejo la crítica, y con su maravilloso dominio del castellano edulcoraba (¡y en qué modo!) la acidez de sus refutaciones o las respuestas a los directos ataques que supo encajar dejando al enemigo a la deriva, con las velas rotas. "Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura."

Cuando estoy acabando es escribir este texto, el anchor del cielo de Granada negrea como un azabache tachonado de luces diminutas e inquietas. El tibio aroma del jardín lejano trepa hasta el ventanal abierto de mi estudio. Todo lo envuelve una grácil, sosegada música (quizá mi Chopin cotidiano y doméstico). Somos apenas algo más que lo que recordamos. ¡Cuánta memoria de un tiempo ido, cuántos sabios consejos acumulados, cuánta vívida amistad que nunca palideció...! Creo que algo de este tenor leí una vez en un tratado de psicología: "Un cerebro bien organizado debe saber olvidar". Ahora, justo en este momento de íntima soledad sonora, claramente confieso que no podría hacerlo.


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