Image: En defensa de H. L. Mencken

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Letras

En defensa de H. L. Mencken

por Gore Vidal

22 mayo, 2003 02:00

Gore Vidal. Foto: Alberto Cuellar

Venerado por Borges y Hemingway, que aseguró de él que era quien establecía los gustos y principios de la juventud americana, H. L. Mencken (1880-1956) era considerado el Voltaire de su tiempo. Tan admirado en el resto del mundo como ignorado en España, Mencken fue crítico literario, periodista, ensayista, lexicógrafo... y un auténtico pensador inédito en nuestro país. Hasta hoy. La Biblioteca Blow Up de La Fábrica lanza la próxima semana una de sus obras mayores, En defensa de las mujeres. Y lo hace de la mano de Gore Vidal, que descubre al autor en estas líneas al tiempo que ataca los vicios del periodismo norteamericano actual, espejo aterrador de una sociedad que hace mucho que perdió la inocencia.

Después de la política, el periodismo ha sido siempre la carrera preferida del hombre de poca monta, ambicioso a la par que indolente. Las excepciones norteamericanas a la pesadez de la mediocridad son éstas: en la columna A, Franklin D. Roosevelt. En la columna B, H. L. Mencken.

A pesar de que Henry Louis Mencken trabajara como editor para varias revistas ("The Smart Set", "The American Mercury"), como crítico literario, comentarista de Nietzsche y seguidor de Samuel Johnson en su compendio sobre el lenguaje de los estadounidenses (The American Language), jamás dejó de ser el periodista del "Sunpapers" de su ciudad natal, Baltimore, donde nació en 1880 y donde también murió en 1956. De 1906 a 1948 colaboró con el "Sun" de Baltimore, en calidad de columnista, editorialista y redactor jefe. Fue el periodista más influyente de su tiempo, y no sólo eso: también el más agudo.

Como periodista, Mencken adoptó como tema nada menos que el de la Tierra de la Libertad y la Cuna de los Valientes, el de los Estados (no tan) Unidos, donde florecían clowns tan increíbles como Calvin Coolidge, "el más suave de los crooners"; Franklin D. Roosevelt, el plebeyo que no era tan increíble como se pensaba; William Jennings Bryan y muchos, muchos otros. Pero así como sólo Dios podría haber concebido semejante elenco, fue Mencken quien demostró erigirse en el más atento y elogioso crítico teatral de Dios. Fue él quien describió el espectáculo: se deleitó en su absurdidad, no despreció ningún elemento del atrezzo. Amó a todos los pelmazos nacionales por ser quienes eran.

Al contemplar las vidas irrisorias de nuestros aburridos presidentes, escribió: "Así, sobreviene el día de la ceremonia pública, y con él la oportunidad de lanzar una perorata... Un millón de votantes con un coeficiente intelectual de menos de 60 tienen las orejas pegadas a la radio. Pergeñar un discurso que no contenga ni una sola palabra sensata exige cuatro días de duro trabajo. Lo que sigue es que hay que inaugurar un pantano en alguna parte. Cuatro senadores ajados se emborrachan y montan un numerito. El coche presidencial atropella a un perro. Llueve".

La era dorada (un adjetivo más magnánimo que "amarilla") del periodismo estadounidense coincidió con la carrera de Mencken; esto es, desde comienzos del siglo XX hasta el auge de la televisión a mediados de dicho siglo. En ese periodo aún existía un sistema de educación pública y, aunque Mencken se reía con frecuencia de la cantidad de ignorantes con que se topaba, lo cierto es que una persona normal podía hojear un periódico sin que se le adormecieran los labios. En la actualidad, la mitad de la población estadounidense ha dejado de leer periódicos. Y, dicho sea de paso, ésa es la mitad inteligente.

A su juicio, el periodista de la vieja escuela, el "adicto a la noticia", era un cruce entre François Villon y Shane. Era un "lince" y trabajaba por cuenta propia, era el caballero andante que se emplea al mejor postor. En 1927, Mencken recordaba con nostalgia los tiempos en que un periodista "cobraba lo mismo que un camarero o un sargento de policía"; ahora "gana lo mismo que un doctor o un abogado y su esposa, si es que la tiene, tal vez albergue aspiraciones sociales". Hoy en día, por supuesto, el "periodista" cobra con frecuencia salarios de estrella de cine por apariciones estelares en televisión o por circunspectas charlas y conferencias, y no necesita una esposa que le espolee para acudir a un coqueto almuerzo a solas con Nancy Reagan o Barbara Bush. Mencken reconocía que, incluso en su época, algunos periodistas gustaban de alternar con los ricos y los poderosos, pero, en lo que a él concernía, siempre había sentido una mayor fascinación por esos arroyos donde habitan los camareros y los sargentos de policía.

Para él, el periódico popular ideal destinado a ese vasto público que "recibe la noticia al escucharla" (hoy uno trocaría "escuchar" por "quedarse embobado frente al televisor") debería estar impreso de principio a fin "al modo de los libros para enseñanza de la lectura a infantes, esto es: en monosílabos". Debería asimismo "evitar cualquier idea ajena al entendimiento de los niños de diez años", basándonos en el hecho de que "toda idea los supera. Sólo alcanzan a percibir eventos". Y no sólo eso, ya que sólo tendrán en cuenta aquellos que se les presenten como un drama, "como un combate, y además debe ser un combate muy simple con una de las partes que represente el bien, y sólo el bien, y otra que represente el mal, y que no tenga ninguna razón. Son tan capaces de percibir la neutralidad como lo son de imaginar la cuarta dimensión". De este modo, no sólo anticipó Mencken los telediarios sino también las campañas políticas televisivas con sus combativos anuncios de treinta segundos y sus efectos sonoros. Las películas de la época ya apuntaban estas maneras y Mencken reconoció la sabiduría de los primeros magnates cinematográficos, cuyos personajes agónicos de cabeza hueca les ayudaron a amasar enormes fortunas. Por desgracia, una vez eran ricos se deshacían por la cultura, algo contra lo que advirtió de forma rauda y ruda con su famosa cita: "Hasta donde me alcanza el entendimiento, y llevo años estudiando este hecho con profundidad y empleando a gente para que me ayude en la investigación, jamás nadie ha perdido dinero al subestimar la inteligencia de las grandes masas de población. De igual forma, nadie ha perdido por esto su plaza pública".

En la actualidad, su estilo bullicioso y sus hipérboles deliberadamente inexpresivas resultan muy arduas incluso para los norteamericanos "instruidos", y a la mayoría les parecen tan incomprensibles como el sánscrito. A pesar de que todo estadounidense posee sentido del humor -que nace y queda registrado en algún renglón de la Constitución- hay muy pocos norteamericanos capaces de lidiar con el ingenio y la ironía, e incluso los chistes más simples provocan a menudo desasosiego, en especial hoy día, cuando toda expresión debe ser examinada por si encubre algún tipo de discriminación por razones de sexo, raza, o edad.

El carácter estadounidense (que existe y que no existe) fascinaba a Mencken, quien observó en 1918 que la imagen universal del avaricioso Tío Sam era errónea. "El carácter que define a los norteamericanos no es en absoluto cicatero; es algo que podríamos denominar, aun a riesgo de resultar malinterpretados, de aspiraciones sociales". Para el estadounidense, el dinero sólo es una parte de su ascenso "para romper algunas barreras de casta, para asegurarse el beneplácito de sus superiores". A diferencia de Europa, "nadie tiene condición social" (o sea: que según él la clase social no es sino el turbio secreto nacional) "hasta que él mismo se ubica". Hay que aclarar que Mencken vivió tiempos más sencillos que los actuales. Según él, el estadounidense de 1918, "siempre tiene a su espalda algo que lo martiriza, que le amenaza y que le hace sudar".

Mencken cita a Wendell Phillips: "Más que nadie, nosotros los norteamericanos nos tememos el uno al otro". Mencken reconoce esta verdad, y la relaciona con el deseo de seguir las directrices, lo que implica aullar con el resto de la turba obtusa mientras se escora de ninguna parte a ninguna parte a la caza y captura de los enemigos instantáneos de la semana como Gaddafi, Noriega o Saddam, que nos lanzan sucesivamente nuestros reguladores y que son como esos conejillos mecánicos que animan a los galgos a seguir su curso. Para lograr esta suerte de seguridad colectiva, el individuo debe sacrificarse para "pertenecer a algo mayor y más seguro que él mismo", y así "poder secarse el sudor dentro de ciertos límites prudentes. Más allá quedan los tabúes nacionales. Más allá queda la independencia verdadera y las graves sanciones que conlleva".

En agosto de 1925, Mencken se preocupó de cómo los europeos veían a los estadounidenses, y cómo aquellos advertían "nuestra gradual impaciencia ante el libre intercambio de ideas, nuestra paulatina tendencia a reducir todas las virtudes a una sola, la de la conformidad; nuestra estandarización cada vez más implacable y que todo lo empaña [...] Europa no teme nuestra destreza militar y económica; es más bien Henry Ford quien les da escalofríos [...] Pues americanizar no significa sino Fordizarizar, y no sólo en la industria, sino también en política, en arte o incluso en religión". Y no sólo hablamos del poder espontáneo de la opinión pública, también del poder deliberado del Estado que entra en juego. "Ninguna otra nación contemporánea sufre tamaña vigilancia. La pulsión y el ansia por estandarizar y regular se extiende a los aspectos más triviales de la vida privada".

Cuando escribió esto, la ley había prohibido el consumo de alcohol a la población estadounidense, así como casi toda práctica sexual, casi toda lectura incómoda y casi todo lo demás. Mencken también hace referencia al Scopes Trial, al juicio de aquel año sobre el ámbito de actuación, cuyo veredicto prohibió la enseñanza de la teoría evolutiva de Darwin en las escuelas de la cristiana Tennessee. Este proceso convenció a los europeos reflexivos de que el americanismo era "un contubernio de hombres aburridos y sin imaginación, que por algún hecho fortuito se han hecho poderosos, en contra de toda idea e ideal que parezcan sensatos a los adelantados", y que llevó a los europeos a sospechar que "debe vigilarse con extrema cautela a una nación que alberga semejantes nociones y sentimientos, y que cuenta con el dinero y los hombres necesarios para hacerlos respetar".