Pandemias como las que sufrieron el antiguo Egipto (con la diosa Sakhmet como amuleto) y la cultura hitita en los siglos XV-XIII a. C. , la que asoló Grecia y el Mediterráneo Oriental bajo el mandato de Pericles, las peste Antonina (en tiempos de Marco Aurelio) y la de Justiniano (que según Procopio de Cesarea “se extendió por la tierra entera y se cebó con cualquier vida humana sin perdonar ni naturalezas ni edades”) son solo algunos ejemplos de cómo la arqueología se ha visto sorprendida, e incluso alterada, por brotes víricos que en muchos casos no han sido lo suficientemente documentados. “La información es parca. No sabemos cómo acabaron algunas de ellas pero eso es porque los investigadores no nos hemos hecho las preguntas adecuadas y a los arqueólogos no se les ha ocurrido analizar el tema en profundidad… hasta ahora”, explica a El Cultural Josué J. Justel (Logroño, 1980), investigador de la Universidad de Alcalá y especializado en el estudio de escritos mesopotámicos.
Pero las pandemias siempre han estado ahí y la ciencia se las ha encontrado de forma directa o indirecta. “De hecho -puntualiza el director del Instituto de Arqueología del CSIC Sebastián Celestino Pérez (Badajoz, 1957)-, es uno de los argumentos que se emplean para justificar la despoblación de amplios espacios o la desaparición repentina de algunas culturas prehistóricas. La arqueología por sí misma no puede detectar pandemias pero sí puede poner al servicio de especialistas, fundamentalmente genetistas, los restos excavados en algunas necrópolis”. Aunque aún hay pocos datos, Pérez, una autoridad en cultura tartésica, pone como ejemplo el reciente descubrimiento de una pandemia en el norte de Europa cuyas consecuencias están aún por valorar: “Lo interesante es que coincide con el inicio de la Edad de Bronce, cuando la comunicación por tierra y mar entre las diferentes culturas se intensifica, por lo que había altas probabilidades de transportar el virus”. La genética, pues, tendrá la última palabra para entender el declive y la desaparición de algunos pueblos. Actualmente, uno de los campos que más prospera en la arqueología es el estudio de las características de la peste, que tantos estragos ha hecho a lo largo de la historia, su impacto en las personas, las principales vías de difusión de la enfermedad y sus posteriores rebrotes. ¿Les suena? Miguel Ángel López Marcos (Soria, 1963), uno de nuestros arqueólogos más activos, famoso por la reconstrucción de los colosos de Luxor, toma como referencia algunos de los testimonios escritos sobre antiguas pandemias: “Ya en el papiro de Ebers se muestra una lista de enfermedades del mundo egipcio, como la sepsis o la viruela, y sus tratamientos”.
En el mundo antiguo se han documentado pandemias de forma periódica. José Manuel Galán (Madrid, 1963), egiptólogo del Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo, subraya que la pandemia del Covid-19 no es algo excepcional en la historia de la humanidad “salvo la información que tenemos sobre el tema y su papel en la gestión y el comportamiento de la sociedad”. Para Galán, en la época antigua la enfermedad y la muerte se veían con más naturalidad y se reaccionaba con mucha más resignación y con un sentido fatalista de la vida. “Las enfermedades estaban más ligadas a la salubridad de las ciudades y la higiene personal. Ahora también es distinto en este aspecto”. El también director del Proyecto Djehuty en Luxor, que está a punto de celebrar los 20 años de su puesta en marcha, pone el ejemplo de Amenhotep III, que abandonó la ciudad para construirse un nuevo palacio en la otra orilla del Nilo con el fin de huir de la peste: “Su sucesor, Akhenaton, acompañado de Nefertiti, abandonó la región de Tebas para fundar una ciudad de nueva planta en el-Amarna, en el Egipto Medio, literalmente en medio de la nada. A su manera, tal vez buscaban un confinamiento seguro apartado de posibles contagios...”
Hallar las tumbas de Alejandro y Nefertiti, el origen de la escritura en Egipto y Mesopotamia, encontrar ciudades como Washukani (capital del reino de Mittani), rastrear las huellas dejadas por la reina de Saba, la llegada de los primeros norteamericanos (15.000 años antes de lo que se había datado, como apuntaba recientemente Nature) o el papel que jugaron los pueblos precolombinos en la colonización de América son solo algunos desafíos de la arqueología a los que se suma ahora las causas que llevaron a muchos pueblos a desaparecer o a reorganizarse debido a las grandes pandemias. En cualquiera de ellos, Hollywood en general, e Indiana Jones en particular, se movería como pez en el agua. De producirse hallazgos de este tipo, ¿podrían reescribir la historia conocida? ¿Podrían ayudar las últimas tecnologías de mapeo como el LiDAR? Antonio Morales (Sevilla, 1974), egiptólogo de la Universidad de Alcalá, cree que los nuevos medios están permitiendo obtener información que antes resultaría imposible: “La aplicación de softwares capaces de reconstruir territorios, vientos, rutas marítimas, movimientos del Nilo en siglos, la aparición y desaparición de islas… nos cuentan mejor las culturas antiguas”. Morales pone como ejemplo el período de construcción del estado egipcio, donde parecía repleto de esclavos construyendo pirámides, rituales sangrientos y exóticas actividades dedicadas al faraón: “Ahora sabemos que no era así. La periodicidad del Nilo, las inundaciones benefactoras del campo, los cuatro meses en los que no se podía trabajar en la cosecha servían para que el estado ofreciera “ayudas públicas” e invitase a la gente a trabajar en la construcción de tumbas, pirámides, templos o edificios administrativos. Todo ello nos enseña que no todas las respuestas que nos da la arqueología tienen que ser llamativas, impactantes o delirantes”.
Para Pilar Diarte-Blasco (Zaragoza, 1982), investigadora de la UAH, el registro arqueológico nos acerca a la vida cotidiana de las sociedades pasadas, cubriendo aspectos cotidianos que van desde las clases dominantes a las más humildes: “La naturaleza de la arqueología hace que su marcada vocación multidisciplinar facilite la colaboración con los historiadores, pero también con geólogos, geógrafos, biólogos, físicos, etc. Esto hace que la disciplina esté permanentemente renovándose y desarrollándose en la frontera del conocimiento”. Diarte-Blasco, especialista en el último periodo del Imperio Romano y la Edad Media, cree que en muchas ocasiones el legado escrito no es suficiente: “Aunque pensemos que estas fuentes transmiten mucha información lo cierto es que suele ser parcial, tiene lagunas importantes que afectan a los grupos sociales menos favorecidos, que en muchos casos ni son mencionados”.
Pero si Indiana Jones es el prototipo de arqueólogo aventurero y disparatado, la arqueología reciente ha estado dominada por auténticos investigadores que, contra viento y marea, con dificultades económicas y convulsiones políticas, han hecho su trabajo con resultados sorprendentes, capaces de dar un nuevo enfoque a nuestro pasado. Es el caso de Rainer Stadelmann (director del Instituto Arqueológico Alemán de El Cairo) que destacó por sus estudios en las pirámides Roja y Romboidal de Dashur, y del prestigioso Zahi Hawass, que sorprendió en 2010 con sus hallazgos en Guiza. Y sin salirnos de la egiptología Harco Willems, Alan Gardiner, Jochem Kahl, Nadine Moeller, Ilona Regulski, James Peter Allen y Luc Gabolde. María Eugenia Aubet en cultura tartésica, Eric Cline en Próximo Oriente Antiguo, Robert Koldewey en Babilonia, el epigrafista Benno Landsberger, Ian Hodder (pionero de la Arqueología Radical), Martin Carver (director del yacimiento de Sutton Hoo en el Reino Unido) y Andrea Carandini (que alejó la arqueología de la Historia del Arte con sus hallazgos). Son solo algunos de los nombres que han propiciado la revolución reciente de la arqueología tanto en sus aspectos teóricos como técnicos.
“La arqueología nos sitúa con más precisión en el tiempo y en el espacio -señala Galán-. Nos contextualiza. El devenir del tiempo empuja al ser humano a una transformación constante a la vez que tratamos de conservar la identidad como individuos y como sociedad. Un ejemplo es el antiguo Egipto, que mantuvo su esencia cultural durante más de 3.000 años y a la vez fue experimentando cambios en todas y cada una de sus manifestaciones culturales”. En ese sentido, Morales, que dirigió en 2017 la expedición que descubrió el depósito de momificación del visir Ipi (Dinastía XII con el faraón Amenemhat I), considera que la arqueología ayuda a que el ser humano moderno se plantee cuestiones que le sirvan para mejorar su vida: “Muchos problemas actuales no son nuevos y, a pesar de que tenemos numerosos ejemplos de como se resolvieron estas crisis no solemos mirar atrás para aprender de nuestros errores. El mayor error del hombre moderno es pensar que todo lo que le ocurre le ocurre solo a él”.
López Marcos, que actualmente trabaja en el Castro de Viladonga (Lugo) conecta el pasado arqueológico con la actualidad más polémica, como es el caso de la destrucción de esculturas. “El patrimonio es la riqueza inmaterial y la seña de identidad de una comunidad. Muchas veces se ve como las ruinas del pasado, cuando en realidad es el futuro de un pueblo. Recientemente se está asistiendo a la destrucción de estatuas para reivindicar una revisión de la historia desde el movimiento black lives matter destruyendo monumentos esclavistas, pero también de Cervantes. Esta forma de reescribir la historia carece del rigor científico que proporciona la arqueología y se mueve más por la inercia de las masas o de las redes. El problema en estos casos es encontrar el momento de frenar. Sería triste pensar que después de las estatuas de Cervantes se podría continuar con los libros…”
La arqueología por tanto nos devuelve al oráculo, a lo más profundo de nosotros mismos. Nos dice qué ocurrió en el pasado pero, como demuestran los trabajos citados, también cómo debemos afrontar el presente y el futuro. Sin dioses. Sin intermediarios. Solo la ciencia y nuestra huella arrastrada por la historia.