La Edad Media no olía tan mal. No es un spoiler ni una boutade: es una conclusión avanzada en el título del prólogo de esta obra con la que Javier Traité y Consuelo Sanz de Bremond combaten la presunción (el “mito”, que tanta fortuna ha tenido en el cine) de un Medievo fétido.
Los autores de El olor de la Edad Media. Salud e higiene en la Europa medieval inician su relato (dividido en dos grandes secciones, sobre los ámbitos colectivo y privado) de la mano de un imaginario guerrero franco llamado Clotario que visita Tréveris a mediados del siglo V y que toma contacto con la realidad del saneamiento en la época del ocaso de Roma.
A pesar de las letrinas públicas, era frecuente que los ciudadanos orinaran y defecasen donde les sorprendía la necesidad. Un costoso sistema público de higiene aspiraba a canalizar la inmensa cantidad de residuos. Pero en estos tiempos de la Antigüedad tardía, probablemente los procesos de desurbanización y desaparición de la masificación urbana provocaron que la vida resultara algo menos insalubre.
Por otra parte, los cambios en la higiene pública y la gestión de los residuos se deben, más que a la destrucción del urbanismo romano por los invasores bárbaros, a la asociación de dos factores: el descenso demográfico y la desaparición de la administración centralizada. La Cartagena de la época bizantina es un ejemplo de autogestión: los habitantes asumen que la responsabilidad de la higiene pública se ha vuelto privada.
Los autores constatan que las ciudades de la romanidad tardía manejan volúmenes de materia fecal humana “muy inferiores a los de la plenitud imperial”. No todas las heces se dedican a la fertilización: en Roma, calculan inquietantemente, el excedente excrementicio diario podía ser de entre 25 y 40 toneladas.
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El concepto moderno de higiene no nacerá hasta el siglo XIX con la teoría microbiana de la enfermedad. Para los médicos clásicos de la Antigüedad, “el excremento no era algo terrible”. No lo conciben como un problema de salud.
Respecto al dinámico campo medieval, básicamente huele a estiércol, que era tan preciado que provocaba conflictos. La granja es un centro de reciclaje. En las viviendas, mezclas aromáticas de animales, humo de leña, ceniza y fragancias diversas de procedencia campestre. En los monasterios destaca la calidad de las letrinas.
El periodo medieval asistió a la consolidación del jabón como material higiénico por excelencia
El estudio pone el foco sobre los modelos de higiene urbana medieval (el vikingo, el bizantino, el islámico) y sobre el saneamiento en la reurbanización de Europa. Las ciudades ensayan distintas estrategias de pavimentación y se dotan de normativas sobre basureros y limpieza pública y, conforme avanza el milenio medieval, de hospitales.
La segunda sección, sobre la higiene individual o privada, arranca con el ocaso de las termas romanas, que responde a motivos económicos, políticos y demográficos y, sobre todo, al cambio religioso y moral que se produjo de la mano del cristianismo. No obstante, la cultura del baño prevalece tanto en el Mediterráneo oriental (el sistema bizantino de baño público será reproducido por los califas omeyas entre 661 y 750) como en el occidental.
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Traité y Sanz de Bremond analizan los lavados rituales de judíos, musulmanes y cristianos (aclarando que “mientras judaísmo e islam hicieron de la higiene corporal la llave que abría la puerta a la limpieza espiritual, hasta el punto de convertirla en ritual, en el cristianismo ocurría lo contrario: demasiada atención a la higiene corporal conllevaba suciedad espiritual”) y reparan en “el olor del prejuicio”, asociado a extranjeros e impíos.
Por supuesto, no hay una manera segura de saber a qué olían las personas de la Edad Media. Lo que sí puede afirmarse es que el periodo medieval asistió a la consolidación del jabón (cuyas primeras referencias remiten a la antigua Mesopotamia) como material higiénico por excelencia.
Un costoso sistema público de higiene aspiraba a canalizar la inmensa cantidad de residuos
Con profusa base documental, hipótesis clarividentes y ejemplos inesperados, el estudio se detiene en el lavado de manos (y la importancia de los aguamaniles), cabeza y dientes, el desarrollo del tenedor, la limpieza textil y la doméstica, el uso de desodorantes, la práctica de la depilación, las condiciones de los partos y la higiene menstrual.
Y se cierra con tres capítulos dedicados a la cultura del baño, que permanece a lo largo de todo el Medievo como reflejo de la importancia que se le concede a la higiene personal (y también al solaz, la salud y la socialización).
Con el resurgimiento de la vida urbana de los siglos XI y XII, las casas de baños, que eran a la vez un servicio y un negocio, vuelven a proliferar en las ciudades europeas. Los médicos otorgan a esta práctica, desarrollada por todas las clases sociales, una relevancia sanitaria similar a la de la alimentación o el alejamiento del miasma, y Averroes, Hildegarda de Bingen, Bernard de Gordon o Arnau de Vilanova reflexionan sobre ella. Recorremos los baños del sur de Italia, la Europa centro-oriental, Alemania y la España cristiana.
La Edad Media recoge el testigo del baño comunal, con locales más pequeños y eficientes que los romanos. El declive de esta cultura, a partir del siglo XVI, responderá a factores económicos, morales y sanitarios.
Los autores consideran (y evidencian) que la historia de la higiene es “una rama fértil”, en la que quedan muchos aspectos por investigar en profundidad, desde la realidad sanitaria de los castillos hasta los registros de baños o la arqueología de las letrinas.
Por cierto: la Edad Media (el apunte es de Jacques Le Goff y Jean-Claude Schmitt) no existe.