Las leyendas de la calle no mueren pero se deforman, por tergiversaciones interesadas o, simplemente, por lo que sucedía cuando los niños de antes jugaban al teléfono escacharrao: los datos, pasando de boca a oído, se van deshilachando y el mensaje resultante es deficiente y parcial. Lo ocurrido la madrugada del 10 de marzo de 1985 a las puertas de Rock-Ola ha sufrido una tormenta perfecta en la que han convergido ambos efectos, de manera que el relato del asesinato del rocker Demetrio Lefler esa noche a manos de un grupo de mods está envuelto en un avispero de testimonios cruzados.
Apenas importa que poco tiempo después de la tragedia la Audiencia Provincial de Madrid emitiera una sentencia que condenó a doce años de prisión al mod que asestó las puñaladas mortales, fallo que reafirmaría el Tribunal Supremo tras ser recurrido por el condenado. La historia, no obstante, sigue hoy envuelta en la discordia, como así puede comprobarse en foros digitales de rockers y mods. Algunos advenedizos se han sumado al confuso coro para ponerse medallas que no les correponden. “Hay muchos que no tenían ni edad para estar allí y parece que lo saben todo”, dice Fernando Adam, íntimo amigo de Deme, el diminutivo por el que se conocía a Lefler, mulato hijo de madre española y de un militar estadounidense destacado en la base de Rota que había muerto en Vietnam.
Ocurre, mutatis mutandis, con este caso como con lo de correr delante de los grises, que lo hicieron cuatro pero, a tenor de las narraciones a posteriori, pareciera que habían sido cientos de miles. Adam pertenecía a la pandilla -Blue Caps- de Deme, al que conoció bailando en el Adán (o el Adan, sin tilde, que es como lo llamaba todo el mundo en realidad), garito ubicado en la plaza de las Comendadoras que fue pionero en acoger a aquellos bregados rockers de principios de los 80, en plena efervescencia de la Movida madrileña. Es curioso, cierto, que nuestro protagonista y el bar se llamen igual pero -aclaremos- es simple casualidad.
La rabia por los infundios e inventos de tipos que fardaban de haber estado en primera línea en aquella época extrema tanto en diversión como en violencia empujaron a Adam a intentar contar su verdad en un libro. Rocker. Calles salvajes (Madrid 1980-1990) es una confesión autoeditada de una honestidad visceral, que golpea y esclarece, que sitúa y conmueve, y que, por cierto, tendrá continuidad en breve con El que no regresa, una segunda entrega más reflexiva.
En la primera, que va por la séptima autoedición (Adam ha rechazado ofertas de dos sellos) reconstruye su travesía por el infierno del enganche a la heroína, en la que cayó siendo apenas un quinceañero y le encadenó a un peregrinaje por los agujeros más inmundos de la capital (léase, sobre todo, poblados chabolistas donde se vendía la sustancia anhelada por todo yonqui). Aparte de las vicisitudes de la adicción, en la obra de poco más de cien páginas aflora un fresco del universo rocker en esa etapa, cuando las chupas de cuero negro cruzadas se expandieron por toda España.
Es un valiosísimo documento, de alguien que habla de primera mano de los chutes y de cómo eclosionó el movimiento rocker en Madrid a finales de los 70 y primeros de los 80. Rock and roll y caballo en su caso fueron inextricablemente unidos. El primero como fuente de amistad y disfrute, el segundo como calvario del que consiguió salir, no sin secuelas perennes. Su experiencia sintetiza muy bien ese periodo en el que los jóvenes, con muchas ansias de experimentación y poca información, se desmelenaron mientras el país iba apuntalando la democracia entre constantes sobresaltos.
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Fiel a su código de honor rocker, inmarcesible en lo que respecta a la lealtad, sale además en defensa de su “hermano” Deme, con el que compartía la devoción por Eddie Cochran. “Escuchaba decir de él que si no era ningún santo, que si iba por ahí provocando… Es falso. Ahora, sí es cierto que era muy bravo y, si alguien se metía con él o con sus amigos, que se fuera preparando... Con esa actitud nos ganamos hasta el respeto de Los Franceses, que eran muy peligrosos [se refiere a la pandilla rocker orlada por un aura legendaria debido sus modales expeditivos, una tropa de asalto más inclinada a la delincuencia que al rock and roll]. Ir con él por la calle te infundía seguridad, sentías que no te iba a pasar nada”, señala Adam, cuyo mote de guerra (hoy de paz) es Piguy, trancripción castiza de Peewee, apelativo del menudo personaje de The Wanderers, la película de Philip Kaufmann que fue tan influyente en su generación.
Piguy era de Carabanchel. Vivía frente a una barriada chabolista en la que bullía la heroína, un contexto propicio para malearse. En los vaqueros solía llevar oculto un cuchillo. “Era mejor que una navaja porque no tenías que perder tiempo abriéndolo cuando surgía la necesidad”, dice. Argumenta que portarlo no era un capricho para adoptar una pose de tipo duro, sino algo imprescindible para sobrevivir en la selva urbana. “En el trayecto del metro a mi casa, por ejemplo, te podían atracar varias veces. Nuestras chupas de cuero eran muy golosas. Solo había una forma de defenderlas, de defenderte”, se justifica.
Alerta en Malasaña
Similar sensación de amenaza percibía Enrique Padial cuando subía las escaleras de la parada de Tribunal para adentrarse en el tumulto festivo de Malasaña, epicentro nocturno de la Movida por su concentración de bares y discotecas (El Penta, La Vía Lactea, El Agapo…). “Ibas alerta, mirando a los lados, a las barandillas, por si había algún grupo de mods apostado allí”, recuerda. “Supongo que ellos subirían igual”. Padial es hoy uno de los agitadores más activos de la escena rocanrolera madrileña. Organiza matinés concertísticas memorables como la que se vivió estas navidades en el Dakota Custom Bar y presenta el podcast Somos Rockers junto a su correligionario Antonio Álcazar, líder del emblemático grupo Montana. Un espacio donde se paladea y se aglutina la nostalgia por Elvis (y tantos otros cantantes y músicos inolvidados), los boogies, las pinups, las beisboleras, el doo wop… Aunque esa nostalgia no extingue del todo una corriente esperanzada en el futuro: confían en que vuelva a propiciarse otro revival de esa música nacida de la combustión del blues y el country, cuya pegada no caduca.
Padial, además, acaba de lanzar un tocho de algo más de 600 páginas titulado como su programa, Somos rockers (Letrame). Un complemento idóneo al libro de su colega Piguy porque al testimonio subjetivo propio este trabajo de cuatro años añade una ambición cuasienciclopédica en la reconstrucción del 'rockerismo' en los 80. Es apabullante la cantidad de información que contiene y la amplitud del coro de testimonios recabados, que otorgan al libro la categoría de imprescindible para entender todo aquel maremágnum 'tribal'. Padial y Piguy, aunque pudieron coincidir en algunos ambientes rocker comunes, no se trataron en los tiempos cañeros pero ahora les une una estrecha camaradería roncanrolera. Padial, de hecho, prologa El que no regresa. Él, confiesa, se encogorzaba como todo quisque en los tiempos de la Movida, pero, a diferencia de Piguy, desoyó los cantos de sirena de la destructiva heroína.
No padeció, así, la angustia de su amigo, que cada jornada, impelido por el mono, debía reunir el dinero suficiente para proveerse del pico nuestro de cada día. “Era un día, y otro día, y otro día... -rememora-. Era horrible. Hay gente a la que le gusta decir que no se arrepiente de nada, ni siquiera de estos excesos. Yo sí, porque era un esclavo, siempre pensando cómo conseguir pasta. La mente no descansaba nunca, lo impedían la droga y las peleas. En los garitos de Malasaña, ya a las cuatro o las cinco de la madrugada, yo estaba con los ojos entornados, como ido”.
Por eso el libro de Padial, decíamos, es más festivo y cultureta. Este veterano rocker, además, no estuvo encuadrado en pandilla alguna, con lo que las querellas de estas no le obligaban a personarse en las trincheras cuando tocaban a rebato. Así, su narración rezuma noches eternas de fraternidad juvenil en garitos como el malasañero King Creole, el Suzy-Q, el Skinny Jim, El Salero… Lo que se vivió en este último, abierto el año 1984, en la calle Loreto y Chicote, “rodeado de burdeles, proxenetas y putas que mataban las horas a la espera de clientes”, describe Padial, refleja bien el ambiente lúdico enfebrecido del momento.
Rosa Salero, una de las fundadoras, ofrece una explicación clarividente: “Para mí el Salero es sinónimo de fiesta, fiesta y más fiesta… Duró poco, muy poco, porque caímos todos enfermos de tanta pasión. Yo directamente fui ingresada en estado de coma”. Salero, luego, resume cómo era una jornada normal en su vida: “Trabajábamos como bestias y después de cerrar nos íbamos a fiestas a las que nos invitaban un día sí, un día también. Llegaba a casa a mediodía, dormía un par de horas y vuelta a empezar. Todo era ilusión, vivíamos de la ilusión”. Contado así, se entiende perfectamente lo del coma, ¿no?
La conversión como rocker de Padial sobrevino en el 82, cuando cayó en sus manos un recopilatorio de 25 años de rock and roll que sacó AUVI en el 80. Escucharlo a los 14 años, con sus colegas Andresito y Pepe, fue como abrir la caja de Pandora de la que salieron Jerry Lee Lewis, Carl Mann, Little Richard, Carl Perkins, Sleepy LaBeef, Billy Lee Riley, Crazy Cavan y Eddie Cochran, el único dios verdadero para el malogrado Deme. El aluvión de notas que le cayó encima marcaría el resto de su vida.
La mutación se completó al toparse en la gran pantalla con John Travolta en Grease, con el tupé brillante de gomina y la chulería de machito adolescente en todo lo alto. Era otro modelo que tener presente a la hora de ponerse frente al espejo. De todas formas, esos tupés eran vistos por muchos modernos de la nueva ola de la Movida como una antigualla. Al fin y al cabo, el rock and roll había nacido décadas antes. Ese rechazo es la tesis central que desarrolla Lauren Jordán en Rockers… desterrados de la Movida (Milenio). El fundador de la banda Inoportunos e integrante de Gatos Locos rememora el difícil encaje del movimiento rocker (al igual que el de los heavies) en esos años en que el punk y el pop coparon el protagonismo, con, entre otros, Alaska y los Pegamoides, Nacha Pop y Radio Futura como estandartes.
Quadrophenia: el chispazo
Es una cuestión, esta del papel de los rockers en la Movida, que no conviene despachar en cuatro frases porque reviste su complejidad, como evidencia el idilio entre Alaska, diva punk y quintaesencia estética de aquella ruptura contracultural, con Loquillo, el rocker que le ponía una vela a Cochran y otra al punki Sid Vicious. La pareja probaba que la convivencia y el enriquecimiento mutuo, a pesar de la desconfianza y los prejuicios, era posible.
El propio Jordán, que estrenó el año pasado el interesantísimo documental Rock and Roll y malas compañías, reconoce que la Movida “sacó del underground al rock and roll, lo impulsó y lo introdujo en los circuitos comerciales gracias a los múltiples sellos que había, dándole mucha visibilidad”, explica a El Cultural. Pero, ciertamente, no faltaron modernos mirando por encima del hombro a esos seres primitivos encuerados (así los veían) que andaban a golpes con los mods, espoleados todos ellos -de nuevo la crucial influencia del cine- por Quadrophenia, que causó furor en Madrid.
La película de Franc Roddam, basada en la ópera rock del mismo título de The Who, fue el chispazo que incendió unas calles inflamables. “De pronto había parkas [la prenda característica de los mods], por todas partes, y pandillas de mods muy numerosas, con muchos más componentes que las nuestras”, apunta Piguy. Se refiere a los Camel Boys, los Fun Fun Boys (de la Alameda de Osuna), los Isidrines, los Scooters Boys. De toda esta pleyáde mod da detallada cuenta Pablo Martínez Vaquero en su documentado libro ¡Ahora! No mañana, también editado por Milenio… La emulación de las grescas sesenteras en Reino Unido entre rockers y mods, con la batalla multitudinaria de Brighton en el 64 como cénit violento recreado por Roddam, terminó mal aquí, a las puertas de Rock-Ola.
Demetrio desangrándose en el suelo les hizo ver a muchos que la fiesta había terminado. Lo dice el cosladeño Ángel Vincent en el libro de Padial. Este superviviente de aquella 'guerra' absurda, compañero de Deme y Piguy en los Blue Caps, se apoya en otro filme ya citado para describir el varapalo moral y el golpe de madurez que supuso la tragedia: “Cuando los Blue Caps vimos The Wanderers, dijimos: ‘¡Coño!, somos una banda!’... La putada: que mientras que la película acababa bien, la vida real acabó con Deme muerto". La Movida, a partir de ahí, ya no podía ser igual. Y, de hecho, no lo fue.