Una mañana gris de mayo de 2016, un bedel de la Facultad de Químicas de la Universidad Complutense de Madrid creyó ver, en el hueco del lucernario de la entrada, la esquinita de un viejo papel. Intrigado, se subió a una silla y comenzó a tirar hasta descubrir que en un hueco casi imperceptible del techo se ocultaba medio centenar de papeles amarillentos. Eran octavillas de distintos partidos políticos clandestinos y de fechas muy diversas, tiznadas por el tiempo, que llamaban a la insurrección y a la lucha. De hecho, la más antigua era la del PCE (m-l), grupo escindido del PCE en 1964, con un llamamiento “a la clase obrera, a todos los trabajadores y al pueblo de Madrid” de septiembre de 1972. La más moderna, de 1976, tenía en su anverso un dibujo con una urna de madera simulando un cepo en el que quedaría atrapado el voto, con la leyenda: “La trampa está en votar” y en el reverso, firmado por el PCE (r), la consigna: “No votes”, aludiendo al inminente referéndum para la reforma política que iba a celebrarse el 15 de diciembre de ese mismo año.
Todos estos hallazgos pasquineros eran panfletos y proclamas impresos en las precarias (y ya legendarias) multicopistas manuales y de fabricación casera que los militantes políticos en la clandestinidad llamaban “vietnamitas”, y que se convirtieron en una verdadera pesadilla para comisarios políticos y censores.
En realidad, las octavillas “vietnamitas”, que retrataban cuarenta años de lucha soterrada, eran, según el catedrático Jesús A. Martínez, el más elocuente testimonio “de la cultura escrita clandestina en tiempos de la dictadura” y de una disidencia activa que jamás dejó de combatir contra la dictadura y de manifestarse en la transición. Se trató, insiste el historiador, de “un permanente combate de tinta con todo su repertorio expresivo: libros y revistas proscritos y de contrabando, folletos con cubiertas falsas, prensa periódica clandestina, cartas troceadas, informes en clave, documentos falsificados, octavillas y todo tipo de hojas volantes, carteles, pintadas, y pasquines… Eran letras clandestinas que representaron la fuerza de lo prohibido”, libres de la censura, pero no de la represión.
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En realidad, todo comenzó en abril de 1939. Aunque oficialmente la guerra había terminado una vez estuvo “cautivo y desarmado el ejército rojo”, la brutal represión se mantuvo inflexible como elemento vital de la dictadura, así que los perdedores se sumergieron en la clandestinidad.
Las "vietnamitas" difundieron obras clandestinas como unos escritos de Mao bajo cubiertas de textos religiosos
Fueron, pues, cuarenta años de letras clandestinas y lecturas perseguidas en un escenario “oculto y ocultado. Oculto por sus protagonistas para impedir su localización y ocultado por la dictadura para silenciar su existencia, hasta configurarse una espiral de clandestinidad y otra de represión que se alimentaron mutuamente”. Y, aunque no lograron movilizar al resto de los españoles, descosieron las costuras del franquismo y desnudaron sus contradicciones.
Evidentemente, las octavillas y las publicaciones clandestinas (periódicos, libros, letras de canciones o carteles) atravesaron el franquismo, aunque no siempre con la misma fuerza ni de la misma manera. Si desde los años 40 hasta mediados de los 50 sus condiciones de elaboración y difusión eran muy precarias, en los 60 aumentó su distribución y calidad hasta convertirse en elemento esencial de agitación, y en los 70, especialmente tras la crisis mundial de 1973, su extensión y protagonismo alcanzó dimensiones alarmantes, de difícil control para el régimen.
Y todo ello hubiera sido imposible sin las multicopistas de fabricación casera, las “vietnamitas”, como la que Antonio Donoso ocultaba en la salita de su casa. El 11 de marzo de 1945, casi de madrugada, llamaron a su puerta mientras estaba recogiendo los materiales y utensilios de imprimir tras haber editado clandestinamente El Socialista, como hacía todas las noches. Cuando vio que era la policía, huyó por el patio trasero. Fue acribillado a tiros.
Las “vietnamitas” sirvieron además para falsificar los pasaportes que a partir de 1950 permitieron moverse libremente por España a numerosos exiliados y combatientes clandestinos bajo nombre falso, como Jorge Semprún (“Federico Sánchez”) o Santiago Carrillo, que utilizó un pasaporte cedido por un camarada francés cambiando solo la foto y la fecha de nacimiento (para las cubiertas se utilizaron telas de un tresillo verde).
Pero las “vietnamitas” no descansaban, facilitando la distribución de obras clandestinas bajo cubiertas de títulos intachables, lo que permitió que la Novena de San José de Calasanz de la editorial Fe ocultara un escrito de Mao Tse Tung mientras la revista Nuestra Bandera se disfrazaba en textos religiosos como Vida y milagros de Santa Teresita de Jesús. También se recurría a los clásicos, de Cervantes a Emilio Salgari, cuya obra Capitana del Yucatán sirvió de escondite de una Carta abierta de la delegación del Comité Central del PCE al comenzar el año 1945, mientras que una edición de Moby Dick cobijaba un texto del líder comunista Ignacio Gallego, Cómo se ha creado, cómo ha luchado y cómo lucha la JSU [Juventudes Socialistas Unificadas]. Todo valía para combatir al régimen, desde un libro sobre Velázquez a la propaganda de unos grandes almacenes, porque, contra toda certeza, los clandestinos jamás dejaron de creer que el fin de la dictadura era inminente.