Entrevías, Vicálvaro, La Mina, Cañellas… Barrios de aluvión, nutridos por migrantes de interior. Es decir, de la España carente de industria y puestos de trabajo para pueblerinos que se convertirían en menestrales endurecidos por una cotidianidad mecánica y pedestre. De Andalucía, Galicia, Extremadura, Murcia, Castilla-La Mancha… Allí dio con sus huesos una masiva diáspora que poco a poco, durante las décadas de los 50, 60 y 70, fue dejando atrás una España vaciada y levantó otra España hacinada en colmenas de hormigón y ladrillo.
Este termitero urbano, todavía hoy en su pleno esplendor brutalista, es un foco de un formidable interés sociológico y antropológico. Por él se bandea con solvencia acreditada en anteriores libros Iñaki Domínguez, que ahora acaba de lanzar Macarras ibéricos (Editorial Akal), volumen cuyo atinado subtítulo reza: Una historia de España a través de sus leyendas callejeras.
Domínguez, licenciado en Filosofía y doctor en Antropología Cultural, pone el foco en los habitantes de estos entramados arquitectónicos que fueron construidos a toda pastilla para dar cobijo a toda esa carne de cañón que haría cinco mil remaches al día en la fábrica o encofraría en los andamios el desarrollismo de una nación embalada económicamente, aspirante al pleno empleo. Concretamente, en los que denomina macarras, el estrato juvenil de aquella sociedad de nuevo cuño. Chavales que, en consonancia con su edad y la situación de un país en el que la dictadura iba abriendo la mano, derrochaban rebeldía, desprecio a las normas, ansias de diversión y una atención particular a las modas culturales reinante.
Su documentado trabajo, con decenas de entrevistas a supervivientes de aquel marasmo setentero y ochentero, nos traslada a descampados, billares y discotecas de la época. Con una visión holística del país y del fenómeno, ya que viajamos en diversos capítulos por Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, Sevilla… Macrourbes idóneas para dar rienda suelta a sus ansias de socialización y experimentación. La curiosidad del adolescente es su gran virtud y también su mayor peligro. Y aquellos años, y aquellos entornos conflictivos, lo demuestran a la perfección.
Hay una circunstancia que cambia todo: cuando a finales de los 70 la droga, con particular protagonismo para la heroína, empieza a fluir a raudales por las calles. La convivencia, ya de por sí compleja aunque beneficiada de la humildad y los lazos de solidaridad que muchos migrantes trajeron consigo de los pueblos, se fue al infierno. Una marejada de criaturas casi imberbes perdió el norte. Su voluntad se vio abducida por aquellas amapolas químicamente alteradas que se chutaban en las venas. Y, para conseguirla en la cantidad que les demandaba el siempre apremiante síndrome de abstinencia, se lanzaron a robar como si no hubiera un mañana.
Tironeaban los bolsos de las señoras, le levantaban el buga a los señores, que, cuando tenían suerte, se encontraban simplemente con el hueco del radiocasete de sus utilitarios vacío. Asaltos a bancos, farmacias, gasolineras… Era una rapiña incesante que generó unos niveles de inseguridad insoportables. Zapatillas Yumas, Paredes o J'hayber; vaqueros bien ceñidos; acento chulesco y desafiante, en el que ya se percibía el tono de la indolencia ("Me la suda todo") ante un mundo que esperaba poco de ellos y que, por tanto, poco estaba dispuesto a invertir en cambiar el sino con que estaban marcados como reses al haber tenido el infortunio de haber nacido en aquella tierra quemada.
El libro, que reconstruye fenómenos como la Ruta del Bakalao o la eclosión de los skinheads, dedica una parte importante de sus páginas al denominado cine quinqui, retrato esencial y no exento de polémica (¿aquel reflejo alentaba a delinquir?, ¿utilizaba a los muchachos sin mayores escrúpulos?) de la generación perdida del Vaquilla, el Torete, el Jaro, el Pirri, Manzano y compañía. Tipos que con 13 o 14 años ya eran capaces de dejar atrás con un 1430 robado a los Talbots Horizon de los maderos. Rayos en el asfalto que no temían atropellar a cualquiera que se pusiera en su camino. Una vida vivida "deprisa, deprisa", como reza el título de la película de Carlos Saura, un hito del género que se llevó el Oso de Oro en Berlín el año 1981.
Cuenta Domínguez que el director aragonés se negó a presenciar un atraco a una sucursal bancaria. En teoría, se lo habían llegado a proponer sus actores no profesionales para que conociera de primera mano su modus operandi, a fin de que luego lo pudiera recoger con mayor veracidad en la cinta. Con buen criterio, mantuvo la distancia. No en vano, haber accedido supondría incurrir en un delito.
Eloy de la Iglesia, otro de los gurúes del cine quinqui (El pico, Navajeros y La estanquera de Vallecas), difuminó más las fronteras. Sumergirse en el inframundo juvenil ochentero fue un desastre para su salud, dado que empezó a abusar de la heroína, al igual que los muchachos a los que retrataba. Y con los que incluso convivía en su propia casa. José Luis Manzano, un joven del barrio de la UVA de Vallecas que convirtió en su actor fetiche, acabó muriendo en ella, un inmueble situado en la calle Rafael de Riego, cerca de la estación de Atocha. En su cadáver, se encontraron restos de jaco.
[Del El Torete a El Cristo, la resurrección del cine quinqui]
Josetxo San Mateo, director asistente de De la Iglesia, vivió de primera mano aquellos rodajes convulsos y la peculiar relación entre el cineasta y Manzano. El primero "se enamoró locamente" del chico. Y esa fijación fue dinamita. San Mateo, en Navajeros, tuvo que dar un paso al frente porque De la Iglesia, con la salud bastante tocada por sus excesos, estaba fastidiado del hígado. Las escenas en exteriores pasaron a ser cosa suya. Durante la grabación de una de ellas, Manzano no se personaba. Era raro porque, a pesar de sus hábitos, cumplía con sus obligaciones. Llegó horas más tarde con la cara marcada. "Le había dado una hostia de cojones", explica gráficamente San Mateo. ¿El motivo? Que Manzano se había ido de farra con una actriz (Verónica Castro) y llegó por la mañana a la casa. De la Iglesia, como un novio despechado, reaccionó con un impulso primario y violento.
Pero, aunque a San Mateo esa acción le pareció lamentable y se lo afeó duramente al cineasta, insiste en que De la Iglesia trataba al personal de maravilla. "Era un tío que, si llegaba tres horas tarde, a las ocho cortaba el rodaje, para no explotar a la gente. Era ejemplar". No se habla tan bien de otro de los grandes hacedores de cine quinqui, este en Barcelona: José Antonio de la Loma.
Agustí Villaronga, que fue parte del elenco de Perros callejeros II, aclara que el director se llevaba bien con El Torete y sus huestes, pero quería de ellos la máxima verdad. "Era muy salvaje, porque le decía [al Torete]: '¡Dale de verdad!'. Que me pegase en serio. Era muy bruto", explica el director de Pan negro, que en la trama le robaba la novia al delincuente y por eso se enzarzaban en una pelea. "Me acuerdo que el Torete llevaba un anillo… que me acuerdo que le dije: 'Tío, quítate el anillo porque…'".
A De la Loma no lo querían en La Mina. Nada. La gente del barrio consideraba que lo estigmatizó con sus películas. Llegaron incluso a pegar carteles en sus calles con su cara estampada y con la frase típica de los westerns: "Se busca". Domínguez también pregunta a los habitantes del barrio que conocieron aquella época. Dicen que hoy incluso está peor. Lo mismo se afirma de las Tres Mil Viviendas de Sevilla. El cordón socioeconómico en torno a ellos pervive. Y los traperos son, acaso, los nuevos quinquis enjaulados en el ciclo destructivo de paro, droga e inexistencia de un futuro ilusionante.