Dice Antonio Scurati (Nápoles, 1969) que los italianos no habían ajustado todavía cuentas con el fascismo y con su líder máximo. “Cosa que sí han hecho los alemanes con Hitler y el nazismo”, añade a El Cultural en la sede madrileña de la editorial Alfaguara. La sensación de tarea pendiente que inquietaba a este profesor universitario fue la que le empujó a remangarse con una saga que empezó a escribir en 2015 y que ahora, con la publicación de Los últimos días de Europa, alcanza su tercera entrega. El primer volumen, M., el hijo del siglo, detalladísima reconstrucción de la gestación del fascismo y de su imposición contra pronóstico en todo el país transalpino, fue un fenómeno comercial tremendo.
Desde luego, el esfuerzo documental ciclópeo realizado para escribir este periplo de la extrema derecha itálica, molde original que inspiró a facciosos alemanes y españoles, ha tenido una recompensa comercial notable. Pero a Scurati esta aventura no le ha salido sido gratis. Le ha puesto en medio del ojo del huracán en una Italia que vive dinámicas sociales y políticas que -mutatis mutandis- incorporan características en las que reverbera un pasado de intolerancia y violencia. Después de una discusión con el director del diario de derechas Libero, en un plató televisivo, Scurati se desayunó la portada de este rotativo con su foto y titular: “L’uomo di M.”. Jugaban al doble sentido. Scurati no tiene duda de que lo que había detrás de esa 'M', utilizada asimismo en el título de su libro, se insinuaba una expresión muy italiana: “Un hombre de mierda”.
“No toleran la discrepancia. La consecuencia de esto es que un día, mi hija, al salir para el colegio un día se encontró una pintada en el muro de casa: ‘Scurati merda’. E incluso alguien entró en el atrio del edificio e introdujo una bolsa dirigida a mí llena de excrementos. Por todo ello, el comisario de Milán me preguntó si quería escolta. Así estamos en Italia”, explica con el gesto contrariado.
De todas formas, Scurati elude tildar a figuras como Giorgia Meloni, cabecilla de Fratelli d’Italia, de fascista. Hacerlo, a su juicio, es una distorsión en el enfoque muy habitual entre la intelectualidad italiana y, por extensión, europea. “Es un error decir que con Fratelli d’Italia habrá una nueva Marcha sobre Roma y se acabará la democracia, que suprimirán el parlamento y tomarán las calles con violencia. Meloni y sus acólitos no son fascistas pero tampoco se les puede llamar antifascistas, porque ellos mismos rechazan este último adjetivo. Están pues en un territorio ambiguo entre el fascismo histórico y el antifascismo democrático sobre el que se funda nuestro sistema político republicano tras la II Guerra Mundial”.
Cabe preguntarse, con sentido paradójico, si el propio Mussolini fue realmente tan fascista como se jactaba de serlo y como ha quedado registrado en la historiografía. En realidad, la vertiente socialista, presuntamente una parte troncal del ideario que alumbró, se diluyó al aceptar la generosa financiación de terratenientes e industriales. Se convirtió así, como decía Francisco Umbral, en “el brazo armado del capitalismo” (así definía al fascismo el autor de Mortal y rosa). Franco, al ‘traicionar’ a la Falange, que -Sánchez Mazas mediante- se había constituido a imagen y semejanza de los Fasci di combattimento mussolinianos, también es acusado de faltar a la pureza original de un movimiento que le valió como ornato para sus fines, en verdad mucho más reaccionarios y conservadores.
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Scurati desmonta esta perspectiva porque, en su opinión, “nunca existió una forma pura del fascismo”. Y rebate la presencia de un ‘linaje’ socialista en el fascismo en el plano de las ideas, a pesar de que Mussolini viniera de esa trinchera. Para él, el Duce fue un oportunista, un veleta, que cada mañana modulaba su discurso en función de las circunstancias, con un sentido pragmático muy enfocado en exclusiva en conquistar el poder a cualquier precio. “Estuvo siempre preparado para traicionar cualquier presunto ideal fascista”, concluye el escritor, que revela que el trayecto narrativo de su saga seguramente no se cierre en tetralogía sino en pentalogía, con un quinto título pues, "probablemente más corto que los anteriores". Ya vislumbra pues piazzale Loreto, donde el todopoderoso condiettero fue exhibido colgado boca abajo.
De las veleidades cínicas y crueles de Mussolini da cuenta, por ejemplo, la promulgación de las Leyes raciales italianas, “más duras incluso que las alemanas”, apostilla Scurati, que denuncia que el caudillo romañolo se enfrascó en una rivalidad mimética con Hitler que le condujo a querer ser más papista que el Papa. O sea, más antisemita que el mismísimo führer. Los últimos días de Europa recoge cómo un hombre que no era antisemita decidió perseguir a los hebreos asentados desde hacía siglos en Italia para ganarse el reconocimiento germano. Es uno de los ejes primordiales de una novela documental escrita de nuevo con una potencia narrativa arrolladora y absorbente, y salpicada en su paginación de fragmentos de diarios, actas, manifiestos… que, a un tiempo, respaldan el rigor de lo que se cuenta y muestran, en presente, testimonios y desvaríos de aquellos meses previos al estallido de la II Guerra Mundial.
La reconstrucción arranca con la visita de Hitler a Italia en mayo del 38. El artista frustrado, aparte de sentir una fascinación embelesante ante el patrimonio transalpino, no olvida en ningún momento el objetivo de su 'excursión': ganarse a Mussolini para su causa. Se siente solo en Europa y necesita un aliado ‘sólido’ para seguir dando zarpazos sobre el mapa del viejo continente. El Duce lo esquiva de entrada. Scurati presenta a un cínico resabiado frente a un idealista ardiente. Hitler ve en Mussolini un maestro con mucha más experiencia en la instauración de regímenes fascista, y necesita enrolarlo en su trinchera. Lo consiguió, en un movimiento que desconcertaba a Scurati y que trata de esclarecer en Los últimos días de Europa.
¿Cómo pudo Mussolini forjar una alianza con los alemanes? Su pueblo no quería guerrear, menos junto a los que fueron sus enemigos en la IGM y sabedor de que esos vecinos del norte, en el fondo, los despreciaban por considerarlos europeos de segunda categoría. Los resortes que empleó el Duce para convencer a sus compatriotas jalonan el relato de Scurati, que afirma que, pasado un tiempo, se invirtieron los papeles: era Mussolini el que veía en Hitler a un maestro del que quería ser su alumno más aventajado, de ahí la aplicación del pupilo abducido en el exterminio judío.
Scurati lamenta hoy que aquel fantoche de prominente mentón arrastrara a su país a la barbarie y que sus antepasados no opusieran suficiente resistencia para impedirle. “Estuvimos en el lado de los verdugos en esta historia por tanto. Casi veinte años de sometimiento habían hecho de los italianos un pueblo servil”, apunta el autor napolitano, que aguarda el estreno de la serie a partir de la saga para el Festival de Venecia de 2024. Mussolini, como sabemos y recuerda Scurati, desoiría las llamadas al orden de las democracias occidentales y sus agasajos (Inglaterra incluso le llegó a prometer el reconocimiento de su expansión imperial en Abisinia) para aportar una cantidad ingente de carne de cañón italiana a la enajenación nacionalsocialista.