Arenas de muerte y fe: los secretos de ocho grandes desiertos del mundo
El periodista y escritor William Atkins recorre y evoca estos lugares inhóspitos y desolados en un libro que mezcla la historia y la literatura de viajes.
23 julio, 2022 02:50El fraile dominico alemán Felix Fabri hizo dos peregrinaciones a Tierra Santa a finales del siglo XV. Los entresijos de sus viajes por el desierto que conocieron Cristo, Moisés o san Antonio, el iniciador del monacato cristiano tras renunciar a todas sus posesiones y ahuyentar a Satanás, los recogió en una serie de textos bajo el título de Wanderings in the Holy Land, donde también describió las características culturales, psicológicas y religiosas que caracterizan a los paisajes más áridos del mundo.
Además de ser lugares solitarios, desolados e infértiles, Fabri destacó que el desierto es "la imagen de la muerte": nada crece entre sus difusas fronteras, no hay agua ni caminos, y solo lo habitan criaturas como las serpientes o los escorpiones. Sin embargo, frente a esa habilidad de atraer tentaciones demoníacas, el fraile incluyó en su retrato otra cualidad completamente opuesta: la de espacio para la devoción y la contemplación. Refrendó la paradoja de buscar a Dios en las coordenadas más inhabitables con una frase de los Salmos: "Mi alma tiene sed de Ti, mi carne te anhela en una tierra seca y árida donde no hay agua".
Pero este simbolismo excede a la fe cristiana. Según el acervo popular árabe, Dios repartió dos cuartas partes del mundo entre los hijos de Adán, la tercera se la entregó a Gog y Magog y la restante es conocida como Rub al-Jali, el Cuarto Vacío. Este es el nombre de un desierto en la península Arábiga, una colosal hondonada de dunas de arena que se formaron hace un millón de años y que en la primera mitad del siglo XX fue explorado por viajeros británicos como Bertram Thomas, Harry St. John Phillby y Wilfred Thesiger —todos a la estela del icónico Lawrence de Arabia—, cuyos periplos tratan hoy de emular aventureros modernos.
Uno de esos románticos de las arenas del siglo XXI es el escritor y periodista William Atkins. En El mundo inconmensurable, un libro que mezcla la historia, la geografía, el ecologismo, la antropología y la literatura de viajes, narra su travesía a través de ocho grandes desiertos —"donde lo absoluto coexiste con lo infinito"— de cinco continentes, siempre acompañado por guías locales: el mencionado Cuarto Vacío, el Gran Desierto (Australia), los de Gobi y Taklamakán (China), el Aralkum de Kazajistán, los estadounidenses de Sonora y de Black Rock, donde se celebra durante una semana un festival contracultural en el que se advierte en la entrada de que el participante "asume voluntariamente el riesgo de lesiones graves o incluso de muerte", y el desierto Oriental de Egipto, refugio en el siglo III para los anacoretas cristianos que huían de las sanguinarias persecuciones romanas.
La principal característica de todo desierto, recuerda Atkins, no es la escasez de agua —para los geógrafos es un lugar donde el promedio de lluvia anual no llega a los 250 milímetros y la precipitación es menor que la potencial evapotranspiración—, sino de seres humanos. El origen etimológico del término se halla, de hecho, en desere, que en latín significa abandonar.
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Pero muchos han sido los exploradores que han encontrado la fascinación por estos supuestos parajes malditos. "Es curioso cómo el desierto logra satisfacerme y darme paz", le escribía Thesiger a su madre. "No puedes explicar lo que encuentras allí a personas que no sientan lo mismo; para la mayoría de la gente es solo un yermo puro y duro". El historiador musulmán del siglo XIV Ibn Jaldún sostenía que la "gente del desierto está más cerca de ser buena que los pueblos sedentarios porque carece (...) de todos los hábitos que han contagiado el alma de los colonos". Sus moradores eran los únicos que mantenían la pureza humana.
Otros, como el historiador del arte John C. Van Dyke, arrojaron metáforas más catastrofistas. "Esta gran extensión de arena y piedra ¿es el principio del fin? ¿Es así como el globo terráqueo perecerá?", se preguntaba en su obra The Desert.
El desierto, no obstante, es también algo vivo, que se remodela y se mueve —Herodoto cuenta la historia de un ejército libio que fue enviado para someter al señor del viento de las arenas y que desapareció al completo "tragado por una nube roja de viento arremolinado"—, e incluso aflora por la acción de la mano humana. Uno de los capítulos del libro analiza cómo el mar de Aral, la cuarta masa de agua interior más grande de la Tierra (67.000 kilómetros cuadrados), poblado por abundantes esturiones, carpas o besugos, casi se ha secado por completo.
¿La explicación? Los kilométricos canales de regadío para bañar los campos de algodón y trigo de Kazajistán que abrieron las autoridades de la Unión Soviética en sus planes de autoabastecimiento. Ya en 1921 Lenin había reclamado a los camaradas de la zona grandes donaciones de pescado para tratar de paliar una profunda hambruna que afectaba a las regiones del Volga y los Urales. "De la naturaleza no puede esperarse caridad, ¡hay que arrancársela!", clamó el líder revolucionario.
En el último siglo los desiertos también han sido escenario de luchas político-económicas, principalmente por las reservas de petróleo, y para testar la capacidad destructiva de las armas nucleares. Reino Unido detonó en los 50 en el vasto y más inhóspito territorio australiano una decena de bombas atómicas. La gran sorpresa se registró cuando un día los científicos descubrieron a una familia de aborígenes acampanado al borde un cráter. Llevaban un año deambulando por la zona restringida, tan inmensa que nadie contaba con ellos.