Un año, tres meses, cuatro días e incontables penurias después de zarpar del puerto de A Coruña en la mañana del 24 de julio de 1525, los supervivientes de la expedición Loísa-Elcano llegaron al archipiélago de las Molucas. Entre muertos, desaparecidos y desertores, apenas quedaban 105 hombres —de los 450 embarcados inicialmente— y una de las siete naves, la capitana Santa María de la Victoria, para acometer una ambiciosa empresa en nombre de la Corona española: conquistar, poblar y evangelizar las remotas islas para hacerse con el control de las rutas comerciales de las especias.
En la inmensidad del Pacífico, tras varios meses luchando contra los feroces vientos y las tormentas del recién descubierto estrecho de Magallanes, habían caído mortalmente enfermos, con cuatro jornadas de diferencia, los dos líderes de la flota: don García Jofre de Loaísa, comendador de la Orden de San Juan y el señalado para convertirse en el gobernador de los nuevos territorios hispanos, y Juan Sebastián Elcano, el intrépido marinero vasco que había culminado la primera circunnavegación al mundo. También viajaba en una de las embarcaciones un adolescente Andrés de Urdaneta, que al regreso de sus once años de aventura moluqueña —y de completar la segunda vuelta al globo— descubriría la ruta del tornaviaje.
En esa misma singladura hacia el noroeste desde las gélidas latitudes antárticas se desató una galerna que separó a las cuatro naves que todavía formaban la expedición. Fue el 1 de junio de 1526 y la carabela San Lesmes desapareció sin dejar rastro. El barco, unos meses atrás, había sido el primero en la historia de la navegación en alcanzar el paso que conecta el Atlántico y el Pacífico entre América y la Antártida, el "acabamiento de la tierra". Aunque el corsario inglés Francis Drake se apropiaría el descubrimiento medio siglo más tarde, el lugar fue llamado originalmente mar de Hoces en recuerdo del capitán de la nave española, Francisco de Hoces.
El incierto destino de La carabela San Lesmes (Crítica), "el más apasionante misterio de la navegación oceánica", lo intenta reconstruir el profesor e investigador Luis Gorrochategui en su nuevo libro. Conocido por su reveladora obra sobre la Contra Armada inglesa de 1589, que hasta provocó un documental de la BBC en el que se reconocía que la fallida empresa fue ocultada por la propaganda de Isabel I, el autor coruñés recaba las escasas pruebas categóricas y muchas suposiciones sobre la supuesta supervivencia de la embarcación y de su tripulación, así como sus peripecias por otras aguas y territorios pacíficos.
La historia de la resurrección de la carabela comenzó en 1929, cuando el capitán galo François Hervé estaba cartografiando las islas Tuamotu, que forman parte de la Polinesia francesa. En ese año, el marino se dispuso a realizar la carta náutica del gran atolón de Amanu, situado en el extremo sureste del archipiélago. El jefe de la isla le habló que ocho generaciones atrás un barco de blancos había naufragado y toda su tripulación había sido por devorada por los locales. Le enseñó la zona del naufragio y allí encontró Hervé, semienterrados en coral, cuatro cañones y una de pila de piedras que no eran oriundas de la zona. Las primeras noticias sobre las piezas de hierro ya hablaban de su pertenencia a un barco español.
Pero el auténtico investigador de la odisea de la San Lesmes fue el australiano Robert Langdon. Gorrochategui le dedica a él su libro, y combina sus teorías —publicadas en varias obras y artículos científicos— con el histórico de las expediciones a esta zona del Pacífico para armar un relato verosímil —manejando indicios arqueológicos, lingüísticos, culturales o religiosos— sobre la supuesta supervivencia de la carabela. "Todo apunta a que, efectivamente, se establecieron en las Tuamotu y Sociedad, y desde allí se expandieron a lugares tan distantes como la propia Nueva Zelanda, las islas Vavao o incluso la isla de Pascua, dejando palmarias huellas que nos permiten reconstruir la más asombrosa aventura de supervivencia e interacción cultural de la historia", resume.
¿Genética europea?
Las Tuamotu se ubican en el posible trayecto que va del estrecho de Magallanes a las Molucas. Hasta 1526, solo otra expedición había realizado tan largo viaje: la del propio almirante portugués, que de hecho descubrió el archipiélago, y la de Eloísa-Elcano. De esta última, de los cuatro barcos que se internaron en aguas del Pacífico, "las piezas solo pueden provenir de uno, porque de los otros tres tenemos noticia", recuerda Gorrochategui, señalando que por sus características fueron fundidos a principios del siglo XVI.
Sin embargo, ¿dónde estarían los restos del pecio? Probablemente no hubo tal. La hipótesis de Langdon es que la San Lesmes quedó varado contra el fondo. Para reflotar a la carabela, se liberaron las más de dos toneladas que suponían los cuatro cañones y las piedras que servían como lastre. Esa misma maniobra la empleó James Cook, el capitán del Endeavour, tras colisionar con un atolón en una noche de junio de 1770.
A partir de aquí, entran en juego muchas suposiciones, como el derrotero de la nave; mitología de lugares como la isla de Raiatea, en la Polinesia francesa, que habla de que durante el mandato de un personaje histórico llamado Tiro se construyó un gran barco de tres palos que zarpó hacia el suroeste —otra curiosa coincidencia es que 21 nombres maoríes de lugares de Nueva Zelanda reproducen tantos topónimos de Raiatea—; y relatos religiosos: el sacerdote Williams Ellis recogió en uno de sus viajes que en las Tuamotu existía una creencia en el cielo, el infierno y la mortalidad del alma, y se dibujaba el universo de un modo muy parecido a los europeos de principios de la Edad Moderna.
No menos importante en este cóctel de conjeturas son las descripciones de exploradores sobre las características físicas de los habitantes de las Tuamotu. "Tenía el pelo rojizo, claro, ojos azules, una nariz más bien aquilina y la piel clara del norte de Europa", explicó, por ejemplo, de un isleño el ruso Bellingshausen. No obstante, solo un estudio genético de las poblaciones del archipiélago permitiría dilucidar científicamente si los marinos de la San Lesmes sobrevivieron, se asentaron y tuvieron descendencia en la zona. Su épica aventura, que cambiaría la historia del descubrimiento de Nueva Zelanda, hito firmado por el holandés Abel Janszoon Tasman, bien merecería el esfuerzo.