La escritora china Anchee Min, emigrada a Estados Unidos, recuerda que durante su infancia, cuando estalló la Revolución Cultural (1966-1976), empapeló todas las paredes de su cuarto con pósteres adulatorios de Mao Zedong. El rostro iluminado y cálido, de trazos mesiánicos, del líder comunista y fundador de la República Popular China era lo último que veía cada noche antes de acostarse. Incluso si había logrado ahorrar unas monedas, se acercaba hasta la librería cercana para comprar más imágenes del "Gran Maestro".
"Los carteles tuvieron un gran impacto en mi vida. Me enseñaron a ser desinteresada y leal a Mao y al comunismo", asegura la también artista. Ella soñaba con ser una de las niñas protagonistas de las coloridas escenas que poblaban todo el país: aparecer con camisa blanca, pañuelo rojo, trenzas y rodeada por los mártires de la revolución, como Liu Hulan, una adolescente que prefirió ser decapitada por los nacionalistas a renegar de la fe comunista; o Huang Jiguang, el soldado que sacrificó su vida en la Guerra de Corea, lanzándose sin munición contra un nido de ametralladora estadounidense.
Los sueños de Anchee Min —pesadillas para millones de compatriotas purgados y muertos de hambre— acabarían adoptando un realismo inimaginable: no solo fue reclutada por Jiang Qing, la esposa de Mao, para convertirse en el "rostro proletario" de una película propagandística que nunca llegó a estrenarse por la muerte del dictador, sino que el famoso pintor de carteles Ha Qiongwen la usó como modelo para sus composiciones. Caminando un día del Año Nuevo chino por una de las céntricas calles de Shanghái, se chocó con su figura heroizada en una lámina gubernamental, como la niña que encarnaba las virtudes de la nación.
Desde que se estableció la República Popular en 1949, la propaganda artística se reveló en una herramienta clave para asentar la idiosincrasia de la China de Mao. Fue un mecanismo educativo barato y tremendamente eficaz debido al alto grado de analfabetismo que presentaba la población china, sobre todo en los primeros compases del régimen. Los mensajes, que llegaban a todos los rincones y capas sociales, debían mostrar lo que era adecuado y lo que no. Un escalofriante Gran Hermano camuflado por pinceladas de tonos vivos y escenas alegres, incluso folclóricas.
Estos pósteres, de clara inspiración soviética y plagados de soldados, trabajadores, campesinos y jóvenes retratados de forma hiperrealista, resumen y definen un periodo crucial de la historia de China. También representan las fantasías de la generación de Anchee Min. Sus vidas estuvieron cegadas por los eslóganes a favor de la causa comunista, la obediencia ciega al "Gran Líder" o la gloriosa tarea de reconstruir la nación. Estaban en todos lados: la prensa, las revistas, las librerías y los espacios públicos, como las estaciones de tren o las propias calles.
Una hermosa y siniestra obra de la editorial Taschen reúne ahora varios centenares de los pósteres que describen la cultura política que imperó en China sobre todo durante el llamado Gran Salto Adelante (1958-1960) y la Revolución Cultural y que funcionaron como metáfora de la fuerte y saludable clase productiva que el Estado quería desarrollar. Fue un arte virtuoso y admirable aunque de fines espurios que empezó a declinar a partir de la década de 1980.
El libro es una miscelánea de temáticas que encadena carteles educativos aparentemente insulsos, como los que conminan a los jóvenes a ceder el asiento a los ancianos en los autobuses, a mantener limpia la ciudad o a combinar el deporte y la higiene, con otros explícitamente combativos que empujan a los niños a estudiar para convertirse en "trabajadores con conciencia y cultura socialistas" y que remarcan que el único régimen posible es la dictadura del proletariado.
De los varios centenares de láminas, se puede destacar uno que resume la doctrina maoísta. El protagonismo recae en un soldado del Ejército Rojo que sostiene una hoja con las Ocho Advertencias del manifiesto del "Comandante Supremo" –hablar con cortesía, pagar con honradez lo que se compre, devolver todo lo prestado, indemnizar por todo objeto dañado, no pegar ni injuriar a la gente, no estropear los cultivos, no tomarse libertades con las mujeres y no maltratar a los prisioneros–, mientras que en una gran bandera roja, en caracteres amarillos, aparecen impresas las Tres Reglas Cardinales de Disciplina: obedecer las órdenes en todas las acciones, no tomar de las masas ni una aguja ni un trozo de hilo y entregar todas las cosas obtenidas como trofeo. Las instrucciones de la gran utopía china.