No es tan extraño que Molière muriera con los zapatos de su enfermo imaginario puestos sobre el escenario. La tos sanguinolenta que se lo llevó al otro barrio, consecuencia de lo que llamaban entonces una fluxión pulmonar, le brotó durante la cuarta representación de la obra, el 17 de febrero de 1673. Lo cierto es que era un hombre que vivía ahí, en las tablas, el hábitat del que apenas se desmarcaba. Era empresario, director, autor y actor que se chupaba programas dobles a discreción, siempre en primera línea ante el público, seis actos del tirón sin apenas recesos. Eso sin contar la responsabilidad como 'orador' de su troupe, que también recayó sobre él mucho tiempo y que comprendía presentar los espectáculos.
Molière, nacido el 15 de enero de 1622, fue uno de esos actores que apenas fallaba. De naturaleza robusta y pujante, son escasísimas las ocasiones en que dio un paso atrás a lo largo de varias décadas. Se pueden contar con los dedos de una mano. Es un dato que certifica el exhaustivo registro de actividad que llevaba su compañía, una documentación que, por suerte, se ha conservado. La cosa se tenía que poner muy fea para que dejase vacío su hueco en la trinchera farandulera. Había, eso sí, epidemias que obligaban a cerrar los teatros y todos los cómicos, en bloque, debían replegarse (lo de 2020 no fue nihil novum sub sole).
Molière asumía con entereza toda esa carga. Bien es cierto que, hacia 1660, se fue quitando de encima el marrón de ser el orador y se centró en los papeles cómicos, relegando los trágicos. No parece pues que refunfuñara tanto como Fernán Gómez del rodillo teatral, que dejaba a los cómicos españoles para el arrastre con tanta representación, haciéndoles vender su alma al diablo por papeles cinematográficos, mejor pagados y menos exigentes. Hay que aclarar que no era la misma dureza. No es equiparable. Fernán Gómez doblaba funciones a diario en su época mientras que Molière y los suyos, en espacios como el Palais Royal, donde los acomodó el hermano de Luis XIV, Felipe I de Orleans, se repartían la semana en días alternos con otras compañías (Los Italianos, entre ellas).
En cualquier caso, su vocación era muy potente. Su floración se tiende asociar –sin pruebas concluyentes al respecto– a la costumbre del abuelo materno de llevarle a ver los teatrillos callejeros de los mercados. Este señor, presuntamente bonachón y liberal, sería el reverso de un padre burgués estricto y corto de miras, empecinado en que su primogénito fuera un tapicero digno del rey, a quien servía como ayudante de cámara desde 1631. La privilegiada posición paterna hizo que Molière, al contrario que nuestro Lope de Vega, se criara con holgura económica en una casa situada en la calle Saint-Honoré, una de las más principales y más aseadas de un París más bien conformado entonces como un dédalo de callejuelas pestilentes. El padre, Jean Poquelin, mantenía al vástago más o menos encarrilado. La futura gloria de la escena, en efecto, adquirió de la mano de los jesuitas en el colegio Clermont una sólida base formativa (latín, filosofía, retórica…), que tuvo continuidad en Orleans, donde se desplazó a estudiar Derecho (el plan de papá Poquelin había pasado a ser que el tapicero real fuera su segundo hijo y el primero, aupado sobre el dominio de las leyes, picara más alto). Pero fue ahí cuando Molière pegó el volantazo.
Su compañía tuvo que salir de París para buscarse la vida. Pasó doce años en provincias. En 1658 volvió a la capital y la conquistó asentándose en el Palais-Royal
El joven Jean-Baptiste no pudo sustraerse a la llamada del teatro, que, por alguna razón misteriosa, le bullía en los genes. A buen seguro ayudó mucho a tomar esta arriesgada decisión el hecho de que se enamoriscara de la bella e ingeniosa actriz Madeleine Béjart, cuatro años mayor que él. En 1643, junto a ella y otros nueve cómicos más, firmó un contrato de asociación, germen jurídico de la compañía el Illustre Théâtre. Era una apuesta fuerte ya que se decantaba por un oficio que el derecho canónico catalogaba como decimocuarta causa de desheradamiento. Adiós a las leyes, adiós a los tapices (su potencial salvoconducto para entrar en la corte) y adiós a un futuro encaminado por la senda de la comodidad y las certezas.
De entrada, el verso de la Eneida –fortuna audentes iuvat– se verificó. Poquelin junior empezó a hacerse llamar Molière, un patronímico que escogió para darse pisto, básicamente. Habilitó un jeu de paume de la parte baja de la calle de Seine, cerca del Pont-Neuf, como teatro y llenó las plazas de la ciudad con carteles de su programación. Consiguieron algo que era muy difícil. Hacerse con una parte del público, reducido a las clases burguesas y aristocráticas dado que los precios de las entradas eran inaccesibles para el estado llano. Las compañías dominantes, al otro lado del río, eran la del Marais y del Hôtel de Borgougne. Quiso la suerte que la primera sufriera un incendio en su sede justo cuando los ilustres comenzaban su andadura, de modo que la competencia no fue tan feroz. Pero cuando en octubre de 1644 el teatro del Marais inauguró nueva sala y el Hôtel de Borgougne inició una agresiva política de contraprogramación (tirando de Corneile, el gran reclamo trágico) quedó claro que la limitada afición teatrera de París no daba para dar de comer a tres troupes locales permanentes. A Molière y a sus compinches, que, eso sí, habían jugado bien sus cartas, todo se les hizo deudas.
Para que estas no creciesen (alquileres y otros gastos corrientes) optaron por subirse al carromato y ejercer de cómicos itinerantes. En este punto le daría mucho color al perfil del personaje mostrarlo como un farandulero mendicante que va dando tumbos por diversos pueblos. Pero la realidad fue muy diversa, como apunta Georges Forestier en su reciente biografía (Cátedra, 1921) fustigadora de tópicos: tras su publicación, ya no es lícito adornarse al recontar a Molière con leyendas costumbristas o románticas. La verdad es que a su troupe le fue más que bien, nada que ver con los pobres Galván de El viaje a ninguna parte. En los doce años de ‘exilio’ (1646-1658) contó con el auspicio de poderosos mecenas, no le faltaron los contratos y fue regado generosamente con dinero, lo que permitió a Molière afianzarse, aparte de como actor con una vis cómica muy marcada (era un ganso, al decir de los que le rodeaban), como director de escena en el primer tramo de este paréntesis. Y, poco más tarde, como un autor de querencia itálica (aunque picoteó en piezas de nuestro Siglo de Oro) y raíces latinas, que es la condición con la que se ganó la posteridad. En Lyon, donde arraigó bastante, estrenó en 1655 su primera gran comedia, El atolondrado.
Al hilo de su creciente éxito, se fueron propalando maledicencias contra él, como que se había casado con su hija (Armande Béjart). Ningún fundamento
En 1658 volvió a la capital, para conquistarla, con su compañía ungida ya como la Troupe de Monsieur, Hermano Único del Rey. Se instalaron en el Petit-Bourbon, un edificio real que colindaba con el Louvre. Luis XIV empezó a encapricharse de sus comedias, con lo que tuvo el mejor paraguas para protegerse de todas las maledicencias que, al hilo de su creciente éxito, se iban propalando contra él. Las oportunidades para los teatreros, como vimos, eran escasas, una circunstancia que azuzaba el cruce de comentarios ofensivos y las especies destinadas a desprestigiar a los competidores. Con otras obras como Tartufo y Don Juan pisó callos sensibles, de la curia eclesiástica y de la aristocracia. El cura de Roulle expresó la inquina de las sotanas en su contra: “Es un demonio vestido de carne y trajeado de hombre, y el más impío y descreído que nunca hubo en siglos pasados”. No hay que olvidar que Molière, a la muerte de su hermano, recuperó el título como tapicero ayudante de cámara del Rey que había despreciado en su día, cuando se lió la manta a la cabeza y se subió a las tablas. Así pudo estrechar más el vínculo con el monarca.
La rumorología viperina se ensañó. Se le recriminó incluso haberse casado (en 1662) con su ‘hija’, Armande Béjart, que en realidad lo era –ilegítima– de Madeleine Béjart (sí, la actriz que le encandiló y con la que también tuvo un intermitente y prolongado affaire) y Esprit de Remond, señor de Modène. Al ser Armande una fémina de buen ver a la que Molière sacaba más de 20 años, cundió asimismo la comidilla de los cuernos. Esa diferencia de edad ha sido una clave de lectura de su copiosa dramaturgia en torno a los celos (El despecho amoroso, El cornudo imaginario y Don García de Navarra) y del cornudismo (las dos Escuelas y El casamiento a la fuerza). No hay pruebas que avalen que Armande estuviese a disgusto en su matrimonio, como sí lo estaban muchas jóvenes hijas de nobles arruinados que, en aquellos años, eran obligadas por sus padres a casarse con burgueses talludos pero acaudalados. Los aristócratas, animados hábilmente por el Rey Sol para que convirtieran sus vidas en un carrusel de fiestas a fin de desactivar cualquier brote subversivo, acababan así inevitablemente en números rojos. Urgidos por la bancarrota, se veían en la necesidad de parasitar a miembros de clase emprendedora e industriosa. Molière, atento a los vicios y derivas de su tiempo y de su entorno, reflejó este fenómeno. Amén de que la figura del cornudo, desde mucho antes que él se pusiera a escribir comedias, era una garantía infalible para arrancar la risa malévola del respetable.
Era habitual que se rebajara su talento dramatúrgico en los mentideros de la profesión, alegando que solo sabía desenvolverse en clave de farsa y que, como Shakespeare, no engendraba ideas originales para sus tramas sino que pescaba siempre en caladeros ajenos. El hecho de que sea hoy un clásico y el venerado patron de la Comédie-Française, desmiente a los coetáneos que quisieron restarle méritos. De hecho, acuñó un molde propio al fundir la commedia dell’arte con la tradición cómica francesa. Ahí están sus títulos intemporales. Una pena que no pudiera aumentar la lista por culpa de la afección que le descabalgó de golpe y porrazo del escenario y que, sorprendentemente, lo terminó pasaportando en el crudo invierno de invierno 1673. Su entierro no fue como el de Beethoven, al que acudieron 20.000 personas (la posteridad era ya un presente obvio). Pero tampoco una ceremonia clandestina de cuatro gatos asustados por el anatema católico que lo perseguía. El corresponsal de La Gazette d’Amsterdam contabilizó casi un millar de personas en la comitiva, incluidos –ojo al dato, que diría el clásico de las ondas– ocho sacerdotes. El ataúd, cubierto por el paño mortuorio de la congregación de tapiceros, avanzaba en mitad de la noche por la calle Montmartre rodeado de antorchas. ¡Qué gran escena final, patron!
Amarillo/amaranto, lost in translation
Todo apunta a que fue un despiste (o una negligencia) en la traducción lo que originó la confusión: que Molière iba vestido de amarillo en la función que terminó en tragedia. Ya saben: el hombre empezó a toser mientras encarnaba al hipocondriaco Argán, protagonista de El enfermo imaginario, y terminó en el cementerio. En realidad, el color que lucía era amaranto. Una evidencia de que la tonalidad no era la que se creía es que en Francia el color del mal fario entre los teatreros es el verde. En cualquier caso, la superstición ha calado hasta nuestros días. Pero también es verdad que se ha exagerado en los mentideros. Se cuenta por ejemplo que Marsillach estaba particularmente angustiado por ella y que, al ver en un estreno a una actriz vestida del color tabú, la mandó a su casa a que se cambiar. No fuera a ser. No cuadra mucho porque en sus memorias habla del carácter apócrifo de la leyenda, que Sanzol se ha atrevido a desafiar abiertamente. Desde su llegada al CDN, el amarillo predomina en la cartelería de la institución. Y la verdad es que no le ha ido mal. Lo acreditan los éxitos de El bar y Atraco, paliza y muerte. Hay que aclarar, no obstante, que tomaron la decisión después de que la pandemia se abatiera sobre nosotros. Si hubiera sido al revés, no veríamos ni un rastro de amarillo en un teatro español en los próximos 15 siglos. O más.