La emoción de ver cómo el público volvía a los teatros durante este año contrasta con la vertiginosa carrera que los críticos teatrales hemos sufrido para llegar a tanto como se ha estrenado en Madrid. Los teatros públicos, con su política de apoyo a las compañías, repescaron los espectáculos que habían programado en 2020 y que no pudieron estrenar por la pandemia, y sumaron otros de nueva producción. El resultado ha sido una brutal saturación de la cartelera. Por ejemplo, he contabilizado 75 espectáculos programados en el Teatro Español a lo largo de este año, y la misma tendencia han seguido los Teatros del Canal y, en menor medida, el Centro Dramático Nacional, ofreciendo una programación festivalera que da trabajo a la profesión, pero que tiene un efecto perverso en la audiencia: cuando el espectador quiere ver la obra, es probable que ya no esté disponible.



Esta hiperexhibición en los escenarios públicos explicaría en parte que la selección de El Cultural esté protagonizada por espectáculos representados en sus escenarios. El premio se lo lleva El bar que se tragó a todos los españoles, ya glosada en estas páginas, y con la que Alfredo Sanzol ofreció una gran producción coral –tan poco habituales en estos tiempos– con cómicos en estado de gracia que me recordaron a las películas de Berlanga, Mihura o Fernán Gómez de los sesenta. En este sentido hay que citar también Nápoles millonaria, de Eduardo De Filippo, dirigida por Antonio Simón con amplio elenco. E igualmente la laberíntica y divertida Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach, de Nao Albet y Marcel Borràs. Tres grandes producciones ejemplares del arte de contar una buena historia sobre la escena, algo que no se estila precisamente.



El teatro público –con la excepción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico– se ha entregado a promocionar la “creación contemporánea” y ha olvidado el repertorio. También se ha detectado en algunos de estos teatros un número abundante de montajes dirigidos por mujeres. Pero respecto a los géneros y las temáticas, los que se han prodigado son autores contemporáneos atraídos por los géneros de moda como la autoficción en sus distintas variantes (Los Remedios, Los últimos Gondra, Despierta, La panadera, Imprenteros, Finados y confinados…) y el teatro documental (País clandestino, Sucia, Privacidad, El libro de Sicilia, Nevermore, Mi padre no era un famoso escritor ruso, Shock 2…), que nos han hablado de nacionalismo y terrorismo, inmigración, homofobia, homosexualidad, feminismo, neoliberalismo y memoria histórica; o sea, alimento espiritual oficial para la feligresía progre. De clásicos ha habido estupendas versiones (la circense Desdémona, de Alba Serraute), apuestas arriesgadas (El príncipe constante) y desacertadas adaptaciones que no mencionaré.



Otra cosa muy distinta es el ámbito del teatro privado, dominado por los musicales y cuya vuelta a la actividad se vio como signo de recuperación. Los musicales atraen el grueso de los espectadores y este año se han producido nuevos títulos de gran tirón: Tina, Golfus de Roma, Ghost, Grease, Kinky Boots, A Chorus Line…, además de reponerse el mítico El rey león, obra maestra de Julie Taymor. Respecto a obras de teatro, con sus actores cabecera de cartel, volvió el incombustible El método Gronholm con Luis Merlo, también la eterna Cinco horas con Mario, protagonizada por Lola Herrera; pudimos ver a Nancho Novo en la última de Mamet, Trigo sucio; la adaptación de la novela de Vargas Llosa, La fiesta del chivo con Echanove; Muerte de un viajante, con Imanol Arias, y destacó una comedia de costuras clásicas y bien interpretada por Llum Barrera e Iñaki Miramón como Onán.



@lizperales1