Fernando Fernán Gómez es una de las personalidades más destacadas de la escena española de la segunda mitad del siglo XX. Y del cine. Toda su vida la dedicó a hacer películas (primero, como intérprete; después, también como director), televisión (como actor y como guionista) y teatro; siempre escribiendo. Un compendio de incesante actividad. Por eso no resulta fácil delimitar el Fernán Gómez actor, el Fernán Gómez director o el Fernán Gómez autor. Por las dos primeras facetas adquirió fama y reconocimiento. Por la tercera, el sillón B de la Academia Española de la Lengua. Resulta complicado determinar, para su estudio, todos esos rasgos que jalonaron su personalidad.
Quizás por eso parece adecuado considerarlo como un actor que escribía, un cineasta que hacía guiones, un autor dramático que redactaba desde el escenario. En todos esos aspectos, con obras de mayor o menor relieve, aparece siempre ese chispazo de genialidad que lo caracteriza. Su producción es muy abundante, estando diseminada por escenarios, platós y páginas de libros. Escribió, además de teatro, novela, poesía y un sinfín de artículos y ensayos reunidos en diversos volúmenes. Todo ello sin contar sus memorias, especialmente El tiempo amarillo (1998, segunda edición), auténtica crónica personal que narra de manera admirable no sólo las vicisitudes personales del autor, sino la historia del teatro y cine español desde finales de la Guerra Civil a los años noventa.
En teatro dispone de once obras escritas, sin contar las inéditas recientemente publicadas en Fernando Fernán Gómez. Teatro (Ed. Helena de Llanos, Galaxia Gutenberg, Madrid, 2019). Por este compendio nos enteramos de que algunos de sus escritos esperaban la luz alojados en su viejo ordenador o en cajones. Aparecen aquí datos y circunstancias de su escritura teatral que difícilmente se hubieran podido conocer de no mediar esta recopilación.
En Fernán Gómez hay teatro más allá del teatro. Siempre muestra una clara tendencia a la dramatización
Manuel Barrera Benítez, autor de la introducción filológica del libro, comenta que el escritor pasa con absoluta naturalidad de la experimentación al gusto por los clásicos. Y es que, en mi opinión, hay teatro más allá del teatro de Fernán Gómez: en guiones tan lúcidos como el que surge de su novela El viaje a ninguna parte (1985), llevada a la pantalla un año después, en sus series de televisión (El pícaro, 1974), incluso en los diálogos que salpican no pocas de sus narraciones. En todo ello muestra una clara tendencia a la dramatización. Y siempre a partir del mundo de los clásicos, de los que fue fervoroso lector.
El drama Las bicicletas son para el verano (escrita en 1977, premiada con el Lope de Vega en 1978, y estrenada en el Teatro Español de Madrid en 1982), uno de los mejores del siglo XX, tiene un recorrido desde el teatro a la pantalla. Tras su subida al escenario, pasó apenas un año en llevarse al cine, con dirección de Jaime Chávarri. En itinerario contrario, la citada novela El viaje a ninguna parte (película en 1986) cuenta con versión escénica de Ignacio del Moral (2014, Centro Dramático Nacional). Otros estrenos teatrales de probado interés son Del rey Ordás y su infamia (1983), Ojos de bosque (1986) y Morir cuerdo y vivir loco (2004).
Fernán Gómez es dramaturgo de verbo abundante, originales ideas y poso clásico. Sus textos, aun los ambientados en épocas pretéritas, guardan siempre relación con la sociedad en la que le tocó vivir. Su universo dramático es el de un actor que pasa por los avatares propios del cómico que hubiera sido de vivir en otro tiempo. Su viaje a ninguna parte es la metáfora más brillante de cuantas ha dado la escena española del siglo XX. El ancestral romanticismo de la profesión ha ido evolucionando hacia una actividad mucho más reglada y menos vocacional. Fernán Gómez fue el último cómico. O mejor: el símbolo del último.
Fernán Gómez es dramaturgo de verbo abundante, ideas originales y poso clásico. Su universo es el de un actor
Se inscribe Fernando Fernán Gómez en ese grupo de dramaturgos que redactan sus textos desde las tablas, aunque las escriban en su mesa de despacho. Esa perspectiva, eminentemente práctica, confiere a sus obras una superior capacidad de conectar con el lector-espectador, una capacidad que a veces llamamos oficio, o conocimiento de la carpintería teatral. Bastaría con recordar genios de la escena, como Shakespeare o Molière, capaces de escribir e interpretar.
O en épocas más recientes, a Antonin Artaud, Noël Coward o Eduardo de Filippo, entre otros. Algunos cómicos probaron la experiencia como dramaturgos, convencidos de que su capacidad para hacer personajes en el escenario podía transvasarse a unas cuartillas. No siempre lo consiguieron. El caso de Fernán Gómez es una excepción. Sin embargo, tanto su escritura dramática en general (incluyo en ella el guion cinematográfico o televisivo), como la de otros géneros literarios (incluyo el periodismo), le bastó para entrar en la Academia.
Contemplada en su conjunto, la obra dramática de Fernán Gómez está fuera de las corrientes literarias con las que convivió. Ni fue un autor realista, ni simbolista, ni participó en las nuevas tendencias que llegaron durante la transición política. Su gran dominio del diálogo procede sin duda del temprano quehacer como guionista de películas dirigidas e interpretadas por él mismo. Sin embargo, y esto viene a ser una constante en la escena española actual, sus obras no se ven en los escenarios actuales. Como las de tantos otros autores contemporáneos. Lo que no deja de ser chocante.