Rebeca Valls es Nora Helmer en Casa de muñecas. Foto: Sergi Vega.

Dos montajes basados en la obra más célebre de Ibsen coinciden en los Teatros del Canal de Madrid: Casa de muñecas, de Ximo Flores y Jerónimo Cornelles, el próximo miércoles, 26, y Querido Ibsen: soy Nora, de Silvio Lang, a partir del 4 de diciembre. El autor Ignacio García May, especialista en la obra del dramaturgo noruego, reivindica títulos menos conocidos como Los guerreros de Helgoland o Cuando despertamos los muertos.

Las lentejas son un alimento delicioso y de un valor nutritivo extraordinario, pero que levante la mano el que no haya llegado a odiarlas alguna vez en virtud de esa infame política de "las tomas o las dejas" con que las dichosas legumbres se instalaron en nuestras vidas. Algo similar sucede con ciertos textos teatrales importantes: son excelentes, pero se repiten tanto en nuestra cartelera que acaba uno por detestarlos con toda su alma. Es razonable pensar que algunas obras capitales necesitan ser repuestas cada equis tiempo para que las nuevas generaciones puedan acceder a ellas, pero seamos serios: esta tediosa reincidencia suele tener que ver más con el gigantesco ego de los teatreros que con una verdadera necesidad de reponer las obras. "Ya sé", dice el director de turno, "ya sé que se han puesto catorce montajes de Romeo y Julieta en esta misma temporada, pero ninguno de ellos es el mío". Y, zas, nos encasqueta el montaje número quince, con los amantes de Verona reconvertidos, además, en palestinos y judíos, o algún truquito por el estilo. Ya que estoy en ello y que tengo el día borde, (privilegio de los columnistas, que no estamos obligados a ser ni simpáticos ni imparciales) añadiría que en este afán iterativo influye lo suyo la ignorancia. Shakespeare escribió treinta y siete obras canónicas, más las raritas, pero en el eruditísimo (ejem, ejem) mundo de la cultura suele bastar con conocer Hamlet y El rey Lear por encima y saber que además el Bardo tiene unas cuantas piezas con nombre de reyes.



Cada gran autor tiene su obra de repetición, y la de Ibsen es Casa de muñecas. Dios me libre de decir algo malo de este drama excepcional al que he dedicado tantas horas de estudio y unos cuantos artículos y conferencias, pero, con el debido respeto a las compañías implicadas, me gustaría saber en qué cabeza cabe poner dos dramaturgias de la misma obra el mismo mes y en el mismo teatro, como está pasando ahora en Madrid. No hace falta que nadie me responda: sólo era una pregunta retórica.



Desvarío típico de coleccionistas

Hay en esto una especie de obsesión de completista, un desvarío típico de los coleccionistas que está muy bien si uno trabaja en Sotheby's o le gustan los sellos, pero que se da de narices contra el sentido mismo del arte teatral. Y tiene bemoles la cosa, porque la obra del dramaturgo noruego es particular y vergonzosamente desconocida en nuestro país. Como además de borde también tengo mis momentos de generosidad, haré en estas páginas algunas recomendaciones ibsenianas por si sirven para dinamizar un poco el menú del teatro madrileño. Para empezar sugeriría el estreno de Los guerreros de Helgoland, que así, de entrada, es un drama de vikingos, cosa que ni siquiera Lope, que, por escribir, hasta escribió una obra con personajes japoneses, se atrevió a hacer. No salen Kirk Douglas ni Tony Curtis, pero sólo porque Ibsen se murió antes de conocerles, y la protagonista es una señora formidable, Hjordis, valkiria de armas tomar que se niega a ser cristianizada porque lo que le pone a cien son las tormentas marinas, las batallas salvajes, y los barcos dragón. Aviso a productores: Eva Rufo no es rubia, pero estaría cañonazo en este papel. Si alguien se decide, sólo le pido que recuerde que fui yo quien lo dijo antes.



Después, estaría bien meterle mano a Emperador y Galileo, que no es de vikingos, sino de romanos. (esto, por cierto, para los que creen que Ibsen sólo escribía dramas tristes para señores con patillas, señoras con polisón, un sofá, una alfombra y un pajarraco disecado en el fondo). Se cuenta, en ésta, la vida fabulosa del emperador Juliano, aquél que paso a la historia como El Apóstata porque pretendió reponer el culto a los viejos dioses cuando ya el cristianismo se afirmaba de forma categórica como religión única del imperio romano. Juliano fascinó a Gore Vidal y a Merejkovski, que también tenían lo suyo, pero Ibsen se adelantó a ambos al convertirle en protagonista de una obra-río que el propio dramaturgo consideraba su texto más importante. (Aquí no voy a proponer actores porque tampoco voy a hacerle todo el trabajo a los productores, caramba.)



Seguiría el menú con El maestro Solness, que suena más pero en realidad se hace muy poco. Vale: aquí hay sofá, señores con patillas y señoras con polisón. Pero nada es lo que parece en esta fábula sobre un maduro constructor que quisiera ser arquitecto pero no lo es, y que antes construía torres altísimas pero ahora sólo se atreve a edificar casas pequeñas, al que se le aparece de pronto una joven, que bien pudiera ser un ángel, un diablo, o tan sólo una auténtica muchacha, para devolverle, como gracia o como castigo, su antigua capacidad para elevarse por encima de los seres humanos convencionales. Ibsen aseguraba despreciar el simbolismo y a Maeterlinck, pero conviene no tomarle demasiado en serio. El maestro Solness demuestra que él mismo era un autor simbolista y explica por qué, Maeterlinck, a su vez, le admiraba a él.



Para acabar, pongamos de una vez, por favor, la última pieza de Ibsen, que suele traducirse como Cuando despertamos los muertos, pero que yo, que no hablo noruego, me atrevo a retitular Cuando resucitamos (y en este caso sí exijo derechos). Si han visto ustedes El año pasado en Marienbad, recordarán que la película de Resnais empieza con una tenebrosa representación teatral de Rosmerholm (otra obra de Ibsen que no desentonaría en este menú) pero siempre he pensado que todo Marienbad, del primer plano al último, es un homenaje a Cuando resucitamos: historia de antiguos y extraños amantes, él es escultor que ya no esculpe, ella modelo que ya no modela, que se reúnen de forma casual, o quizá no, en un balneario fuera del tiempo donde no hay apenas diferencia entre estar muerto y estar vivo, para pasar revista a los errores de sus vidas. Henrik Ibsen escribió esta obra espeluznante, soberbia, misteriosa, en 1899. Luego, ese mismo año, asistió al descubrimiento de la estatua que le representa ante la fachada del Teatro Nacional de Oslo, y poco después sufrió una apoplejía que le dejó incapacitado. "En otro tiempo fui escritor", dijo entonces, melancólicamente. "Ahora estoy aprendiendo a dibujar las letras". Encerrado, por la fuerza, en su casa, se asomaba a veces por la ventana para mirar el ya irreconocible mundo de fuera. El viejo león quería seguir escribiendo, pero murió en 1906, sin redactar ni una sola palabra más.