'Antony & Cleopatra', ópera promiscua en lo musical y comedida en lo sexual
John Adams despliega en el Liceu su rica paleta compositiva en una puesta en escena de Elkhanah Pulitzer presidida por la estética fascista de la Italia de los años 30.
Que Peter Brook, dominador máximo de la obra de su compatriota Shakespeare, escogiera hacer Antonio y Cleopatra para despedirse del West End y abrir una nueva etapa -más ascética y minimalista- en su descomunal carrera como regista es muy significativo. Podría haber elegido cualquier otra pero para ese momento crucial fijó el foco en esta tragedia de resonancia mitológica. Era una manera de reivindicar su valor dentro de prolífica cosecha del bardo, en la que esta revisión del histórico idilio está bastante por detrás en popularidad de hitos como Hamlet, Otelo, Rey Lear, Ricardo III… Glenda Jackson, nada menos, encarnó a la reina egipcia en aquel montaje.
Vicente Molina Foix, que ha trasvasado buena parte de la obra de Shakespeare al español, la considera -popularidad al margen- una de las mejores del autor de Stratford-upon-Avon. Desde luego, esa combustión entre el amour fou de Cleopatra y Antonio y las responsabilidades políticas de ambos, enmarcadas en un complejo tablero geoestratégico durante en los años inmediatamente precedentes a la instauración del Imperio romano, son unos mimbres idóneos para captar la atención del público. De ahí que haya concitado el interés de tantos creadores, que alumbraron versiones diversas, como emblemática de Joseph L. Mankiewicz, con Liz Taylor y Richard Burton viviendo una affaire tan desordenado y volcánico durante el rodaje como el de los protagonistas a los que daban vida.
Pero la plasmación artística de la pieza shakesperiana, que está entre las más largas de las suyas, no resulta fácil de digerir para el apresurado público contemporáneo, que ha ahormado su modo de consumir historias en el efectismo incesante y en las dramaturgias vertiginosas de la teleficción. Por eso no terminó de cuajar una de las últimas adaptaciones teatrales del clásico que hemos visto en España, a pesar de que sus hacedores eran de primera: José Carlos Plaza, en la dirección, y Ana Belén y Lluís Homar, en la piel de los tortolitos. Se estrenó en el Festival de Almagro y la acogida fue fría porque, durante bastantes pasajes, resultó plúmbea.
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No es el caso de la ópera de John Adams, que también parte de la obra de Shakespeare para cuajar su trabajo, en el que también se toman préstamos de Plutarco (tiene lógica pues el propio Shakespeare se basó en su biografía de Marco Antonio, aunque lo presentó más ennoblecido en sus virtudes humanas) y Virgilio. Adams, uno de los compositores vivos más programados en la actualidad (dicen que solo le supera Arvo Pärt), teje (el libreto también es suyo) una dramaturgia sintética que avanza, en general, con ritmo ágil si tenemos presente el registro lírico en el que nos movemos. Hay, claro, concesiones para el lucimiento demorado de los cantantes, que tienen sus soliloquios agonizantes en el tramo final, ya que los dos se quitan la vida por culpa de su arrebatada manera de amar, como Romeo y Julieta.
Gerald Finley lució galones canoros en el estreno liceístico. El barítono canadiense, que también acometió la parte de Antonio en el estreno mundial en la Ópera de San Francisco, se manejó con solvencia, frescura y empaque viril. Su partenaire, encargada de insuflar sensualidad y astucia a la monarca ptolomeica, fue Julia Bullock. Disfrutamos justo hace diez años de su actuación en The Indian Queen de Purcell en el Teatro Real, de su bello color de voz y de sus magníficas dotes interpretativas. Y lo volvimos hacer en la ciudad condal. Por separado, Finley y Bullock estuvieron muy bien pero lo cierto es que, juntos, no rezumaron química precisamente, y eso, justo en esta pieza, es un déficit serio.
Quizá la 'directora de intimidad' [sic] encorsetó demasiado las pulsiones de la carne. Esta una nueva figura que ahora empieza a colarse en los ensayos encargada de pautar las escenas psicalípticas. De pautar y, de paso, vigilar, para que las cosas no se vayan de madre, como ocurrió, vergonzantemente, en El último tango en París, con aquella anécdota de la mantequilla que tanto marcó -para mal- a Maria Scheneider, que, dijo después, se sintió violada tanto por Brando como por Bertolucci. Difícil de saber el porqué de la escasez erógena del Liceo: la química entre artistas son misteriosas. Esta se da o no se da. Y en el estreno no terminó de aflorar.
La dirección de escena la firma Elkhanah Pulitzer, descendiente, por cierto, del célebre Joseph Pulitzer, tótem periodístico. Traer la historia a la época fascista de la Italia mussoliniana es un gran acierto. Es coherente desde el punto de vista historiográfico y estético: recordemos que el Duce se encargó de revestir su régimen de la antigua imaginería imperial, en un esfuerzo que, curiosamente, tuvo mucho de puesta en escena operística. Él mismo se creía César, por lo que ver a este en la ópera perfilado -gracias al convincente tenor norteamericano Paul Appleby- como el máximo condottiero de los fasci di combatimentto (con toques berlusconianos, todo sea dicho) da la sensación de que la jugada encaja.
También encaja todo el bricolaje de paneles horizontales y verticales negros que se emplea en la escenografía de Mimi Lien. De entrada, parece una propuesta algo tosca pero, a medida que avanzan las escenas, constatamos su enorme versatilidad, que cabe calificar de virtuosística en algunos momentos. Como cuando se abre una hornacina en el paredón oscuro sobre el que se proyectan imágenes de las multitudes enfervorizadas que aglutinaba Mussolini en Piazza Venezia y desde ella Appleby enuncia el discurso en el que César se proclama emperador.
Acción acentuada con la ‘violencia’ orquestal de la ópera de Adams, que en Antony & Cleopatra se mide con Pélleas et Melisande de Debussy (modelo confesado por él mismo) y despliega su rica paleta de registros, donde el minimalismo de sus orígenes se concilia con amplios arcos sinfónicos, en un título que, aun estando un peldaño por debajo Nixon en China (tenemos reciente en la memoria su paso en el Real), Doctor Atomic y La muerte de Klinghoffer, no deja de ser un muy apetitoso reclamo lírico que degustar en el Liceu.