Poco a poco casi todos los Teatros y orquestas del mundo van sumándose a la iniciativa, planteada en principio entre otras entidades madrugadoras por la Filarmónica de Berlín, de ofrecer sus 'productos' musicales gratis durante un tiempo, generalmente el que necesite el coronavirus para abandonar sus presas. En nuestro país, muy solidariamente, han corrido raudas algunas instituciones líricas, entre ellas el Real de Madrid, el Liceo de Barcelona y el Palau de les Arts de Valencia, que no han sido las únicas, en busca del espectador ilustrado o del deseoso de ilustrarse, abriendo sus puertas y dando paso al disfrute.
Oportunidad para tomar de nuevo contacto con espectáculos de primer rango o para recibirlos por primera vez. Sin duda de esta manera se ampliará la audiencia y quién sabe si cuando pase la pesadilla habrá una inesperada demanda de abonos a las temporadas de los tres coliseos. Bastará teclear en el buscador 'My opera player' o meterse directamente en las web de las entidades covocantes. Vamos a destacar algunas de las que a nuestro juicio son las ofertas más apetecibles. Empecemos por la institución madrileña.
No hay duda de que una de las más vistosas y al tiempo enjundiosas propuestas del coliseo madrileño es la de la representación de Parsifaldirigida en lo musical por Semyon Bychkov –sólido e inspirado- y en lo escénico por Claus Guth, que crea una metáfora poética de enorme potencia. Sucede que ya se ha emitido el día 4, pero es posible que se repita pronto. A su lado evidentemente hay que situar, y elegimos entre otras muchas, el Così fan tutte visto desde la original perspectiva de Michael Haneke, que pinta un universo en el que entran en juego muchas líneas subliminales, aun a costa de tergiversar algunas de las claves de la obra mozartiana primigenia. Desde esta óptica, cuidada con un detallismo monumental y situada en esta época, con alusiones a un pasado fantasmal, Don Alfonso y Despina son pareja. Un competente pero insípido Sylvain Cambreling, preferido de Mortier, que era quien regía el Real por entonces, estaba en el foso. Reparto homogéneo.
Pasamos al romanticismo neobelcantista de Bellini y a su ópera postrera, I puritani, un título que necesita siempre un tenor lírico o lírico-ligero de excepción, y aquí lo tuvo en la persona y la voz de Javier Camarena, capaz de recitar cantando, de delinear con gusto y de afrontar con valentía y firmeza la zona sobreaguda. Y a su lado la refinada y resuelta, fácil en la coloratura, soprano lírico-ligera Diana Damrau. Una pareja de campanillas. La dirección de escena, fantasiosa, con algunos matices psicológicos discutibles, era de Emilio Sagi y la musical de Evelino Pidò, maestro conocedor del estilo.
Cómo no recomendar la gran producción del propio Teatro firmada por la britanica Deborah Warner, de Billy Budd de Britten. La puesta en escena, de una poesía trágica deslumbrante y un simbolismo a todas luces adecuado, desarrollada sobre escenografía muy sugerente, cuajada de aromas marinos, levemente irreal, de Michael Levine, pone al descubierto las oscuras pasiones, envidias y rencillas, solo con alguna leve incongruencia. El inmenso escenario del Teatro es el campo de operaciones, tanto para las escenas de masas como para las íntimas. El muy extenso reparto, presidido por Jacques Imbrailo, Toby Spence y Brindley Sherratt, funcionaba bien a las órdenes de un dispuesto, ágil e intenso Ivor Bolton, que firmaba una de sus mejores actuaciones en el Real.
Para completar esta ajustada y mínima selección, dos óperas absolutamente distintas separadas por casi tres siglo de distancia. La primera en el tiempo, Rodelinda de Haendel, es un gran ejemplo de canto barroco en su más alto grado de perfección, un compendio bien trabado de arias da capo de exquisita delineación, un escaparate para poder disfrutar de las voces más puras y servidoras de un estilo hoy afortunadamente resucitado con los mejores mimbres. En esta ópera se plantea una lucha por el poder desarrollada en un ámbito familiar, en una comunidad que constituye un mundo en sí mismo, que tiene como mudo protagonista a un niño. Un hallazgo del director de escena Claus Guth. Ivor Bolton, también aquí, llevó con presteza la animada acción y dispuso de un excelente equipo vocal con la soprano lírico-ligera Lucy Crowe, ágil y cantarina, y el contratenor Bejun Mehta, de recursos variados y temple extraordinario, a la cabeza.
El segundo título representativo, con el que cerramos este apartado dedicado a las ofertas del Teatro Real, es El público de Mauricio Sotelo, un encargo de Mortier que conocía su estreno absoluto en 2015. Enfrentarse a la obra de Lorca era sin duda una ardua tarea. A partir del inteligente libreto de Andrés Ibáñez, el compositor construyó una música llena de colorido, cambiante, con un eje central apoyado en distintos palos de nuestro flamenco, que se sueldan en ocasiones con fortuna a otros lenguajes. Pablo Heras-Casado diseccionó bien desde el foso la compleja partitura y contó con la inteligente dirección escénica de Robert Castro. El barítono José Antonio López, rodeado de un amplio y cumplidor reparto en el que no faltaban bailarines y el cantaor Arcángel, fue el protagonista, “el Director”.
Hay desde luego también en el Liceo de Barcelona apetitosos manjares líricos muy dignos de verse. Para abrir el fuego con algo nuevo sugerimos El enigma di Lea de Benet Casablancas, primera incursión del compositor en este terreno siempre tan movedizo. Todas las críticas han destacado las virtudes de este título, presentado la temporada pasada y que se puede ver, como todos, desde este mismo momento. Un buen ejemplo de los recursos de este músico, siempre en busca de un toque experimental y renovador. El texto de Rafael Agullol plantea, como todos los suyos, de manea metafórica, ricas y enjundiosas cuestiones. En el reparto, dominado desde el foso por Josep Pons, brillan con luz propia, movidos por la mano de Carme Portaceli, la soprano Allison Cook, el barítono José Antonio López a quien encontramos de nuevo, y el contratenor Xavier Sabata.
Abordamos a continuación un título ya antiguo pero extremadamente sugerente y nada conocido por estos andurriales: Demon de Anton Rubinstein (1875), donde resplandece la fantasía de su creador para construir ambientes y pintar atmósferas. El argumento se extrajo de una suerte de cuento oriental, un poema en dos partes, escrito entre 1829 y 1841, por Mikhail Lermontov. La producción era a tres bandas; Liceo, Ópera de Nurenberg y Helikon de Moscú. Nombres rusos en el reparto: Alexander Tsymbalyuk, un buen bajo, Asmik Grigorian, excelente soprano, e Igor Morozov;a dirección musical y escena está asimismo en manos rusas: Mikhail Tatarnikov y el acreditado Dmitry Bertman.
Recogemos velas y nos vamos al pleno romanticismo, representado en este caso por una obra maestra como Norma, la tragedia de la sacerdotisa druida, un modelo de neobelcantismo romántico, un prodigio de inspiración melódica y de tratamiento vocal. La protagonista ha de ser una soprano ancha, incluso una mezzo, de tintes a ser posibles dramáticos y dueña de una técnica muy depurada y de un sentido trágico a flor de piel. Estos atributos los atesora en una buena parte la canadiense Sondra Radvanovsky, que aparece muy bien cortejada por el tenor Gregory Kunde, un Pollione de campanillas, y por la mezzo Ekaterina Guvanova, una Adalgisa de postín. Un buen conocedor del repertorio como Renato Palumbo, empuña la batuta. La regia está a cargo de Kevin Newbury.
Cerramos el Liceu con una curiosa producción de Rigoletto –a medias con el Real-, la firmada por Monica Wagemakers, en verdad sugerente y provocadora, cuajada en subidos tonos rojos, de un sorprendente minimalismo y de rara complejidad técnica, que se desarrolla en una suerte de enorme ring donde puede recrearse el intenso abanico emocional propuesto por Victor Hugo y potenciado por Verdi y su libretista Piave. Se han sucedido los equipos vocales a lo largo de estos años, tanto en Madrid como en Barcelona. El que se ofrece en este video es inmejorable a día de hoy: Carlos Álvarez en la piel del jorobado, Javier Camarena en el papel del calavera Duca –quizá todavía sin el cuerpo vocal adecuado-, y Desirée Rancatore, uno de los jilgueros más acreditados de hoy pero que ha ganado en cuerpo y densidad. Un experto en mil batallas de este tipo está al frente de orquesta, solistas y coro: Riccardo Frizza.
Y gracias a la colaboración de Unitel GmbH & Co.KG, copropietaria de las grabaciones, el Palau de les Arts ofrece, desde su página web, su programación en abierto y gratuita, con algunos de los títulos más emblemáticos de su catálogo videográfico. Sin duda entre ellos se sitúa la particular visión que la Fura dels Baus tienen de la Tetralogía wagneriana. En este acercamiento se aprecia, más allá de cualquier fantasiosa ideografía, un servicio a las indicaciones wagnerianas contenidas en el texto –estudiado, por supuesto, con ojos de hoy- y en el pentagrama, al que, en sus propósitos, se adapta la regia. El imaginativo y aparatoso proyecto escénico, en el que se utilizan las más modernas tecnologías y en el que la proyecciones infográficas juegan un papel determinante con gigantescas y estratégicas grúas, haciéndonos penetrar en el fondo de las mentes y traduciendo sensaciones, es espectacular. Diríamos incluso que en exceso. Con imágenes quizá demasiado explícitas, lo que cierra la puerta a la imaginación y elimina con frecuencia la necesaria o conveniente dimensión mítica.
Uno de los grandes atractivos de esa producción, que después de 2008 se representaría también en el Maggio Fiorentino, es la presencia en el foso de Zubin Mehta, capaz de meterse a fondo en el tejido vocal e instrumental y en los entresijos de la historia de esos dioses díscolos y a veces pendencieros y en la pureza de personajes como Sieglinde, Siegmund o Siegfried. Grandes nombres en el reparto: Matti Salminen Juha Uusitalo, Peter Seiffert, Jennifer Wilson, Lance Ryan, Franz-Josef Kapellmann, Stephen Milling, Petra-Maria Schnitzer, Catherine Wyn-Rogers o Elisabete Matos.
Por si fuera poco, el coliseo valenciano ofrece otras interesantes sesiones, como la de la tan poética y colorista visión de La bohème de Puccini ideada por Davide Livermore (que fuera un tiempo, tras la llorada Helga Schmidt, intendente del Teatro) y dirigida en lo musical por Riccardo Chailly; o el Otello verdiano que tuvo a Kunde como Moro, en una de sus mejores actuaciones, con la voz todavía casi intacta, y, garantía siempre, con Mehta en el foso.