Cuando en 1988 dirigía por primera vez en Bayreuth El anillo del Nibelungo, recibí un regalo maravilloso: la visita de Pierre Boulez. Se alojaba en mi casa y era algo único tener la posibilidad de debatir con él cada noche, tras la función, sobre unas obras que él conocía de memoria y en profundidad. Boulez recordaba entonces sus primeras representaciones de El anillo en Bayreuth, doce años antes, y me contaba que, musicalmente, había tomado un camino muy distinto del mío. “Como compositor que soy, yo estaba interesado en el esqueleto de El anillo”, decía, “y tengo la impresión de que a usted le interesa más la sangre y el músculo. Para mí esto va sobre todo de lo estructural; usted, en cambio, quiere expresar lo variable. Por eso mis tempi eran más rápidos. Pero estoy seguro de que, con la experiencia, usted también llegará a conocer mejor el esqueleto”. Me sentí halagado, por supuesto, pero sobre todo me pareció muy interesante lo que Boulez decía. Además, creo que con las sonatas para piano de Beethoven he vivido un proceso semejante.
Comencé muy pronto a tocar las sonatas en concierto, algunas ya a los ocho años, y la Sonata Hammerklavier y la Sonata Op. 111 a los trece o catorce. A mi padre, que fue el único profesor de piano que tuve, le criticaron bastante entonces, pero él opinaba que convenía ocuparse de las grandes obras tan pronto como fuera posible, y no importaba si aún no se tenía en absoluto la madurez necesaria, pues —así lo expresaba él— la madurez no llega si las partituras permanecen metidas en el armario.
Así que aprendí pronto que Beethoven no exige solo capacidad técnica para tocar unas notas en ocasiones muy difíciles, sino una verdadera madurez de pensamiento. En ese sentido, es totalmente distinto a Mozart. Artur Schnabel tiene una frase maravillosa: “Mozart es demasiado fácil para los niños y demasiado difícil para los adultos”. Lo que quería decir es que, para un artista experimentado, puede ser muy difícil encontrar la expresión adecuada a esa naturalidad que en Mozart es absolutamente necesaria. Con Beethoven ese problema no existe: él es de una complejidad inmensa, y la lucha es una parte orgánica de cada representación.
Hace ahora sesenta años que me ocupo del ciclo completo de las sonatas. El primer recital en 1960 me llegó casi por casualidad. Había dado muchos conciertos de niño, aunque con dieciséis años —ya no era un niño, pero tampoco un adulto— me encontré de pronto con la agenda vacía. Estaba muy deprimido, lo cual puede parecer extraño para un chico de esa edad. Pero un día, en Tel Aviv, me encontré por la calle con un conocido que me preguntó qué andaba haciendo. Le expliqué que iba a la escuela, pero que no tenía conciertos y que por eso estaba muy triste. Entonces él me contó que acababa de hacerse cargo en Tel Aviv de la dirección de la Beit Sokolov, la Casa de los Periodistas. Es un edificio famoso en el que se han celebrado muchas ruedas de prensa históricas. Dentro hay una bonita sala, y me invitó a que tocara allí. Le dije: “Vale, pero me gustaría tocar todas las sonatas de Beethoven”.
Beethoven no sólo exige capacidad técnica para tocar unas notas difíciles sino una verdadera madurez de pensamiento
Creo que no entendía mucho de música y no sabía realmente en qué se estaba metiendo. Pero fue así como ocurrió que de pronto estaba yo, al mismo tiempo, terminando mis estudios preuniversitarios y tocando por primera vez, cada sábado durante dos meses, el ciclo completo de las sonatas de Beethoven. Entonces aún no conocía, claro, todas las sonatas, así que cada semana, entre los conciertos, tenía que estudiarme dos piezas nuevas. Fue una experiencia increíble para mí y he de decir que la disfruté mucho. Curiosamente, desde entonces he tocado siempre las treinta y dos sonatas en el mismo orden. Salvo mi último ciclo en Berlín, en la sala Pierre Boulez, en el que las toqué en orden cronológico en que surgieron. Como en la vida, en la música me interesan sobre todo las relaciones entre elementos diversos. Por eso tenía tantas ganas de poder sentir por una vez, de un modo tan directo, la evolución artística de Beethoven. Se trataba de un gran viaje.
Si me detengo a pensar en los artistas del pasado que han tenido una fuerte influencia en mí, me vienen a la mente, en lo que a Beethoven respecta, Furtwängler y Edwin Fischer, a quienes llegué a conocer de niño. Furtwängler, sobre todo, era altamente expresivo en su manera de hacer música. Creo que él también buscaba ese esqueleto del que hablaba Boulez, pero desde fuera la impresión era de gran libertad, de una explosión. Cuando tenía unos treinta años leí La dirección de orquesta, de Richard Wagner. En ese libro habla de que tomarse ciertas libertades en el tempo no sólo está permitido, sino que es absolutamente necesario para dar forma a una frase. Por supuesto, no se puede exagerar con esa libertad; todo ha de ocurrir imperceptiblemente, como en un constante tira y afloja.
La decisión sobre el tempo es quizás la más importante que debe tomar un músico, y sobre todo un director de orquesta, ya que cuando es uno mismo quien toca, el contacto con el sonido es directo y permanente. Es de todo punto falsa la creencia según la cual, por tener un metrónomo, algo ha de ser tocado exactamente como se marca. El desafío consiste mucho más en comprender a través del sentimiento la estructura de una obra, para más tarde estructurar ese sentimiento. Ese es, en esencia, el secreto de lo que constituye ‘hacer música’. No me gusta la palabra ‘interpretación’. Beethoven no necesita intérpretes, no necesita traductores.
El primer contacto con la 'Sonata Hammerklavier' es un shock: es inmensa, titánica… luego toca hacer un análisis casi científico de la forma
De joven no era todavía consciente de estas cosas, pero creo que desde entonces he aprendido a encontrar, cada vez más a menudo, un equilibrio entre los extremos, y a unir el esqueleto con la libertad. El primer contacto con una obra como la Hammerklavier tiene que ser un shock: es algo inmenso, titánico, con muchísimos detalles, colores y conexiones. Después empiezas poco a poco a estudiarla. Esto atañe, por supuesto, a las notas, pero también y sobre todo consiste en un análisis casi científico de la forma, de la dinámica, del ritmo.
Y a medida que vas profundizando en este análisis, te vas alejando de ese primer shock emocional. Es parecido a cuando te cruzas con alguien que tiene una personalidad fuerte: sientes lo poderosa que es esa personalidad, pero después conoces a esa persona y aunque, en cierto sentido, te aproximas a ella, en otro te alejas. Con la música ocurre algo parecido, cuando uno realmente piensa en la música y a través de la música. Es un proceso complicado que dura toda la vida: en mi caso, en lo que respecta a las sonatas de Beethoven, sesenta años. Tiene mucho que ver con un trabajo racional, y hay artistas que tienen miedo a este análisis, porque temen perder con ello la frescura y la naturaleza improvisadora del instinto.
Yo, por el contrario, estoy convencido de que saber más siempre es mejor que saber menos. El aspecto natural y emocional no se ve perjudicado por eso. Pues, en un concierto, debo tocar cada pieza como si la estuviera inventando en ese momento. El trabajo lógico ha de quedar fuera y el público ha de tener la sensación de que la pieza está siendo descubierta ‘aquí y ahora’. A veces se deben saber ciertas cosas para permitirse después poder olvidarlas. En ese sentido, la música es filosófica. La música es arquitectónica, es emocional y es filosófica.
Muchas cosas vienen con la experiencia, pero experiencia nunca significa rutina. La rutina es el gran enemigo de la música, es el intento de repetir mañana lo que te ha salido bien hoy. La experiencia, sin embargo, significa aprender algo nuevo cada día, en cada ensayo, en cada concierto.