Un director de orquesta en una sala de conciertos es un creador que explora caminos. Sus gestos hacen visible el prodigio de la música. No se trata de simples indicaciones, sino de movimientos que expresan una forma de comprender y ejecutar la obra interpretada. El baile de la batuta, la coreografía de los brazos, el sentimiento del rostro, la fiebre o la calma de la mirada, reflejan una vivencia personal. El ámbito natural del director de orquesta no es el estudio de grabación, sino la sala de conciertos, donde puede plasmar su visión subjetiva, logrando una interpretación singular e irrepetible. Como apuntó Walter Benjamin, “en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia en el lugar en que se encuentra”. La música no ocupa un lugar físico, pero reina en el tiempo. Su “aquí y ahora” es la ejecución, la sucesión temporal donde se encadenan las notas. Aunque su orden sea el mismo, cada vez discurren de forma diferente. Su autenticidad, su “aura”, sólo surge en el momento, nunca en la repetición mecánica.
Nacido en Berlín en 1866, Wilhelm Furtwängler volcó su genio en el directo, persuadido de que el genuino ámbito de la música es la embriagadora fugacidad del instante, y no la perfección estática de una grabación. La música en directo implica compenetración con una orquesta. Una dirección despótica nunca conseguirá ese flujo creativo donde la batuta y los instrumentos se acoplan para hacer posible “la resurrección luminosa” de una obra, por utilizar la expresión del cineasta Abel Gance. Furtwängler no simpatizaba con la “exactitud filológica”. No creía en la posibilidad de una dirección neutra, simétrica y clasicista, “a lo Mozart”, como Richard Strauss, o en el estilo severo y objetivo de Toscanini, preocupado por ser fiel a todos los detalles de la partitura, sin ceder ni un ápice a las tentaciones de la subjetividad. Hijo del famoso arqueólogo Adolf Furtwängler y la pintora Adelheid Wendt, cuyo padre había sido amigo de Brahms, Wilhelm recibió una cuidada educación por medio de excepcionales preceptores privados, como Adolf Hildebrand y Ludwig Curtius. Cuando empezó a despuntar su genio musical, pasó a manos de Joseph Rheinberger, Max von Schillings, Conrad Ansorge y Felix Mottl. Furtwängler viajó a Grecia con su madre, donde descubrió que el genio clásico y el genio romántico podían convivir sin estorbarse. El equilibrio y la desmesura, lejos de excluirse, pueden complementarse, a condición de buscar a la vez la armonía y la pasión.
Furtwängler comenzó su carrera musical como compositor, pero sin demasiado éxito. Desalentado, decidió encaminarse hacia el terreno de la dirección. La muerte de Arthur Nikisch en 1922 le permitió acceder simultáneamente a la dirección de la Orquesta del Gewandhaus de Leipzig y la Filarmónica de Berlín. Cuando los nazis accedieron al poder, Furtwängler ya era una figura consagrada y de gran prestigio internacional. A diferencia de Bruno Walter, Otto Klemperer o Erich Kleiber, desechó exiliarse, aceptando los cargos de director de la Ópera del Estado de Berlín y vicepresidente de la Cámara de Música del Reich. Su apoyo a la música degenerada del compositor Paul Hindemith le causó problemas con el gobierno nazi. Se retiró de la vida pública durante un tiempo, pero en 1935 volvió a dirigir la Filarmónica de Berlín. Desde su posición, prestó ayuda a una veintena de músicos judíos, evitando a veces su deportación. Se negó a realizar el saludo nazi, descartó tocar en los países ocupados y apenas disimuló el desagrado que le producía estrechar la mano a Hitler o Goebbels. El escenógrafo Boleslaw Barlog afirmó haber escuchado al Ministro de Propaganda comentar con desprecio que “no había un asqueroso judío al que Furtwängler no hubiese ayudado”, pero se cree que la anécdota sólo es un rumor, quizás una invención. Aunque fue absuelto de cualquier cargo criminal, quedó marcado por tolerar que el régimen explotara su prestigio artístico. No es reconfortador revisar los vídeos donde aparece dirigiendo la Novena Sinfonía de Beethoven para celebrar el cumpleaños de Hitler, rodeado de esvásticas y altos cargos del Reich.
¿Se puede sostener que hay vínculos estéticos o ideológicos entre Furtwängler y el régimen nazi? ¿Nos encontramos ante un Maestro alemán, como el del poema de Paul Celan, que hace sonar los violines para ejecutar la melodía de la muerte? Sinceramente creo que no. Es indiscutible que Furtwängler es conservador y nacionalista. Su obra sinfónica, particularmente la Segunda Sinfonía en mi menor (1947), pretende ser –en palabras de Hans-Klaus Jungheinrich– “una síntesis” entre Brahms y Bruckner. Se puede calificar este objetivo de “anacrónico” y “quijotesco”, como hace Jungheinrich, pero no de estar emparentado con la estética de cartón piedra del nazismo. Para Furtwängler, la música era un lenguaje universal al servicio del espíritu. Merece ser recordado por su creatividad con la batuta, que le permitía comunicarse con la orquesta sin imponer unas directrices inflexibles. Su lenguaje corporal incluía actitudes teatrales, pero sin una brizna de afectación. Su aire meditabundo al comienzo, su aparente abandono, que evocaba el aspecto de “un títere suspendido de una cuerda” –según el testimonio de uno de sus músicos–, su apasionada gesticulación de médium poseído por la divinidad, imprimían un colorido y un dinamismo inigualables a las obras, despertando emociones profundas que evidenciaban la trascendencia de la música. Ensayaba poco, evitaba las repeticiones, se dejaba llevar por el sentimiento, por la verdad efímera de cada interpretación. Detrás de cada concierto, latía el anhelo de absoluto que caracteriza a los grandes creadores.
Furtwängler no quería quedarse anclado en “lo orgánico”. Quería avanzar hacia la “estructura viviente” de cada obra. Llegar al corazón, al núcleo primigenio que soportaba el conjunto. En una entrevista, afirmó que en el Beethoven de Toscanini podía escucharse “el pasaje exactamente como estaba en la partitura, con despiadada claridad, pero la idea desaparecía”. Podemos añadir que en el Beethoven de Furtwängler, en cambio, se aprecia elasticidad y dramatismo. Los silencios, que retrasan el tempo, estallan en notas llenas de brío y luminosidad, como sucede en la Quinta Sinfonía, con su fuerza rítmica implacable y vehemente. Su tempo fluye con ese “anhelo de belleza y eternidad” que apreció E.T.A. Hoffmann durante su estreno. El desarrollo plasma fielmente la intención de Beethoven: la lucha del ser humano contra el destino. Frente a la fatalidad, que pisotea nuestra voluntad, el hombre lucha por ser libre, eligiendo cómo afrontar los golpes de la fortuna. No hay otra forma de heroísmo.
Nos quedan bastantes grabaciones de Furtwängler. Podemos apreciar su genio en ellas, con independencia de su calidad sonora, a veces deficiente. Con ese romanticismo bañado por la penumbra de la Selva Negra, el director desdeñaba su propio legado, pues entendía que el alma y el espíritu de una obra nunca se hallaban en una forma estática y reiterativa: “El verdadero conocimiento se encuentra en lo no mensurable. Se trata de una terra incognita donde la técnica no aporta nada importante”. A pesar de esta reflexión, que años después suscribiría Sergiu Celibidache, yo creo que en algunas grabaciones de Furtwängler sí está el alma y el espíritu de la obra interpretada. Citaré un ejemplo difícil de rebatir. El 22 de agosto de 1954 dirigió en el Festival de Lucerna la Novena Sinfonía de Beethoven. Se ha dicho que la de Lucerna es la más serena, contemplativa y mística. Al frente de la Filarmónica de Londres, Furtwängler contó con figuras como la soprano Elisabeth Schwarzkopf, el tenor Ernst Haefliger, la contralto Elsa Cavelti y el bajo Otto Edelmann. Desde su primera interpretación en Lübeck el 26 de abril de 1913, había dirigido la Novena en noventa y seis ocasiones, de las que se conservan diez. Algunas interpretaciones son particularmente dramáticas o significativas, como la de Londres en 1937, la de 1942 en Berlín o la de Bayreuth en 1951. La de 1954 fue la última. En esa ocasión, Furtwängler redondeó la arquitectura de la Novena con una tensión que parece emerger de la confrontación entre la vida y la muerte, la alegría y el luto, la épica y la melancolía. No es una Novena solar, pero tampoco trágica. Se aprecia una visión de conjunto donde prevalece lo ético y espiritual. No hay que olvidar que la Novena es un canto a la fraternidad. Tras la experiencia de la guerra, Furtwängler despliega todos sus recursos para que la 'Oda a la alegría' se escuche como un himno universal, como una Marsellesa para la humanidad, tal como pretendía Beethoven, desengañado por los acontecimientos de su época, pero con la firme determinación de no caer en un estéril pesimismo. En un director que atribuía a cada una de sus interpretaciones un significado diferente, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que nos hallamos ante una mirada final, retrospectiva, casi un testamento. “Interpreté esa Novena con un pie en el otro mundo”, confesó a su mujer algo después.
Furtwängler sólo subió cinco veces más al escenario. Aquejado por una sordera que progresaba rápidamente, saludó con alivio a la neumonía que acabó con su existencia. Cuando un mes después del concierto de Lucerna, no logró escuchar las líneas de apertura en un solo de fagot del tercer movimiento de su Segunda Sinfonía, depositó la batuta en el atril y, con los ojos húmedos, comentó: “Sí, gracias caballeros… eso es todo, adiós”. Fue su manera de despedirse de la música y tal vez de la vida, pues era incapaz de concebir una sin la otra. El 30 de noviembre de 1954 murió en la Clínica Ebersteinburg, en las afueras de Baden-Baden, tras una penosa y larga agonía. Verdaderamente, Furtwängler era un maestro alemán, pero de la estirpe de Goethe, Schiller o Beethoven, no de esos magos que excavan fosas en el aire y organizan aquelarres a la luz de las antorchas. Su batuta continúa brillando en la oscuridad, animando el vendaval luminoso de la 'Oda a la alegría': ¡Alegría, bella chispa divina, / hija de Elíseo! / […] todos los hombres serán hermanos / bajo tus alas bienhechoras”.