Ives y Schoenberg: dos compositores en espejo que celebran 150 años de su nacimiento
- Fueron artistas muy diferentes entre sí y también de los demás. Uno y otro crearon dos caminos alrededor de los cuales palpita la música del siglo XX.
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“En este país -anotó Arnold Schoenberg estando en Los Ángeles- vive un gran hombre, un compositor. Ha resuelto el problema de cómo preservar su autoestima y seguir aprendiendo. Responde a la negligencia con desprecio. No se ve obligado a recibir elogios ni reproches. Su nombre es Ives”. Son unas líneas fechadas en 1944 que encontró su viuda, Gertrud Kolisch, entre sus papeles al poco de morir. No llegaron a encontrarse, y sus caminos no pudieron ser más diferentes, pero de ambos deriva buena parte de la música que vendría después.
A grandes rasgos, de Schoenberg (1874-1951) y a través, entre otros, de Webern, Messiaen o Boulez proviene el serialismo europeo y todo su desarrollo posterior; de Charles Ives (1874-1954) va a arrancar la creación americana más inquieta, desde Varese o Copland a Cage, y su afán de grandes dimensiones, la espacialidad del sonido o el trascendentalismo encontrarán reflejos en todo el mundo, desde Scelsi, que vivió como él fuera del escaparate, a Stockhausen.
La trayectoria de Schoenberg es bien conocida, más incluso que su música. Una reciente biografía de Harvey Sachs, comentada meses atrás en estas páginas, se hacía eco de ello con holgura e indagaba en los motivos. En cualquier caso, a su figura e innovaciones, frente al silencio que envolvió a Ives la mayor parte de su vida, nunca les faltó resonancia.
Su carrera fue un cúmulo de hitos, críticas y alabanzas, sinsabores y reconocimientos, desde los primeros estrenos hasta su colosal obra póstuma, la ópera Moisés y Aarón, para catorce personajes, seis voces solistas integradas en la orquesta y una gran plantilla instrumental. Fue aplazando la composición del último acto y la muerte lo alcanzó antes de hacerlo, pero los dos primeros han pasado a formar parte del mejor repertorio y ser considerados por muchos una de sus obras maestras.
El camino que Ives recorrió fue muy distinto. Hijo de un director de banda del ejercito de los Estados Unidos, recibió de él pocos consejos musicales, pero uno tuvo importantes consecuencias: no quedarse en las normas tradicionales de la armonía y experimentar.
Trabajó como agente de seguros y ejerció como organista de iglesia en los lugares donde vivió. Componía sólo en ratos libres, y dejó de hacerlo en 1926. “Nada suena bien”, explicó a su mujer, y se limitó a revisar con esmero algunas de sus obras y a buscar la forma de hacerlas llegar al público; sus disonancias y atrevimientos no encajaban en las preferencias de los demás.
Veinte años después comenzó por fin su reconocimiento, tras el estreno de la Tercera sinfonía (era la primera vez que una sinfonía suya se escuchaba completa), distinguida al año siguiente con el Premio Pulitzer. Conservó el diploma y repartió el dinero; “los premios -dijo- son para los muchachos, y yo ya soy mayor”. Tenía 72 años y la sinfonía llevaba más de cuarenta compuesta.
"Frente al silencio que envolvió a ives, la carrera de schoenberg fue un cúmulo de hitos, críticas y alabanzas"
También tuvo que esperar su Cuarta sinfonía, la más vasta y ambiciosa de las cuatro que concluyó, con plantillas instrumentales diferentes en cada movimiento, politonalidad, disonancias, empleo de cuartos de tono y complejas superposiciones que obligan a contar con más de un director de orquesta para interpretarla.
En España se pudo escuchar por primera vez en 1999, en el Festival de Música y Danza de Granada por la Orquesta y Coro del Teatro La Fenice, que la había presentado en Venecia unas semanas antes. Los que lo vivieron recuerdan la nitidez y transparencia con la que en un escenario tan amplio como el del Palacio de Carlos V se disfrutaron la multitud de elementos y matices musicales que la conforman.
Piezas deslumbrantes, imprescindibles, son también la contemplativa e intrigante The Unanswered Question (“La pregunta sin respuesta”), para trompeta, cuatro flautas y cuerda, o la monumental Concord Sonata, para piano con partes opcionales para viola y para flauta. Cada uno de sus movimientos está asociado a una figura del trascendentalismo americano de la primera mitad del siglo XIX.
Citas de Beethoven, Debussy y Wagner más o menos obvias se entreveran en el discurso, poblado también por disonantes racimos de notas (clusters), ejecutados unos “con la palma de la mano o el puño cerrado” y otros con un listón de madera para cubrir el rango de dos octavas. La partitura frecuentemente suprime las barras de compás y presenta a veces una escritura tan vaga que propicia que suenen cosas diferentes en cada interpretación.
Ives dejó, como Schoenberg, una ambiciosa obra sin concluir: su Sinfonía del universo, para diversos grupos orquestales, situados imaginariamente en valles, laderas y montañas. Hay partes que superponen 20 métricas diferentes, imitando, escribió, “el pulso eterno, el movimiento planetario de la Tierra… las elevadas líneas de montañas y acantilados”. Algunos fragmentos se conservan, otros se han perdido, otros tal vez nunca llegaron a escribirse. Sólo muy parcial y fragmentariamente se ha podido reconstruir, y queda hoy como una ambiciosa utopía.
Con el legado de uno y otro podemos trazar buena parte del mapa de la música que vendrá después, y llama la atención que las transformaciones musicales y poderosas transgresiones que provocaron surgieran de planteamientos y actitudes tan diferentes.
Schoenberg se consideraba un peldaño más en una tradición musical que remontaba a Bach, y siempre mantuvo que el cambio que desencadenó no pretendía ser ninguna revolución sino la evolución natural que le llevó de la tonalidad al dodecafonismo, del pasado al futuro, como solución académica. Ives, por el contrario, optó por el disenso, por la libertad creativa, dejándose llevar no por un método o un camino predeterminado sino por el mero interés de cada invención y cada hallazgo para transitar por lo nuevo.