Antes de ser el tipo tímido y apocado que todos conservamos en nuestra memoria, con la barbilla casi rozando el bocado de su guitarra, Antonio Vega fue un joven risueño, activo, jovial. Incluso deportista, por más que ahora esa imagen nos parezca tan alejada de su figura. Una vida entre las cuerdas (Espasa), la biografía de Magela Ronda (Benidorm, 1970) sobre el compositor madrileño, tiene, entre otras muchas virtudes, la voluntad de reparar (o al menos, matizar) la reputación de Ese chico triste y solitario con la que fue bautizado en un disco homenaje del que el cantante no tuvo conocimiento hasta su publicación en 1993.
Desde muy pequeño, criado en una familia pudiente al noreste de Madrid, sus inquietudes le despertaron un hambre voraz de conocimiento. Quería comprenderlo todo. El firmamento, incluso. Fascinado por las estrellas y los cuerpos celestes, empleó buena parte de su vida en diseccionar el cosmos desde el estudio de la física cuántica. Se perdió en los pasadizos del espacio, se desplazó de una a otra galaxia. "Todos nos deberíamos sentir ciudadanos del universo", dijo en una ocasión. Quiso asir lo inabarcable y, sin embargo, no logró descifrarse a sí mismo.
Sus padres lo pusieron Antonio por su padrino, que además de llamarse igual y ser su tío, fue telegrafista de marina. Muy pronto comunicaron a su madre, Mari Luz Tallés, que el tercero de sus seis hijos, nacido prematuramente —sietemesino— el 16 de diciembre de 1957, tenía un cociente intelectual de 168. No sería, precisamente, una buena noticia. Su talento superdotado cristalizó muy pronto: con 16 años ganó un concurso de relatos y, en la misma época, realizó su primera actuación en directo en el Liceo Francés. No mucho tiempo después, lo empezaron a envolver las tinieblas.
Los primeros balbuceos del grupo Nacha Pop, referente musical ineludible en la música española de los años 80, coinciden con el inicio de la relación entre Antonio y Teresa Lloret, una joven del barrio de la Piovera (Hortaleza) en el que también vivía el entonces aprendiz de cantante. Son los años en los que Antonio se aleja del deporte y comienza a coquetear con las drogas "por un estado de éxtasis o euforia", según cuenta él mismo. En 1977 escribe "La chica de ayer" en la playa de Malvarrosa (Valencia), ciudad en la que cumplió el servicio militar con una Medalla al Mérito que correspondía a su destreza como tirador.
El misterio sobre la identidad de la chica del Penta es tan inconcluso como la primera persona con la que Antonio probó la heroína. Ronda, la biógrafa, se muestra más que cautelosa con los asuntos más sórdidos que rodearon al artista. No faltan, sin embargo, los testimonios de personas tan cercanas como su hermano Carlos, que asegura que Antonio no quería salir de la droga, y al mismo tiempo era perfectamente consciente de las consecuencias derivadas de su adicción.
Después de tres intentos frustrados en las carreras de Arquitectura, Física y Aeronáutica, el artista volcó todas sus capacidades en la música. Nacha Pop, formado por Antonio, Carlos Brooking, Ñete (batería que sustituye a Jaime Conde) y Nacho García Vega, su primo, empezaba a ser rentable. Influenciados por el pop rock británico de los años 60, compartieron espacio con Los Secretos, de los hermanos Enrique y Álvaro Urquijo, en los locales de General Perón. El suyo era el número 13. Se los rifaron Polydor e Hispavox, dos grandes discográficas del momento, y los jóvenes artistas, aunque aprovecharon la inercia del éxito, se mantuvieron incorruptibles.
Más allá del himno "La chica de ayer", dos hitos jalonaron la trayectoria de Nacha Pop. En 1979 fueron designados para telonear a Siouxsie & The Banshees, un concierto al que la madre de Antonio acudió disfrazada con una peluca y unas gafas de sol para ver con sus propios ojos donde estaba metido su hijo. La sensación fue horrible, según recordó jocosa muchos años después. El otro episodio que abrocha la carrera del grupo fue su participación en un concierto de Los Ramones celebrado en 1986, también como teloneros. En 1989 Nacha Pop se disuelve. Antonio ya estaba enganchado a la heroína, pero consigue retomar su carrera en solitario.
['Tu voz entre otras mil', el documental de Paloma Concejero sobre Antonio Vega]
Desde el magnífico disco que fue No me iré mañana (1991), un guiño a los que ya le habían colgado la etiqueta de "artista maldito" y especulaban con su muerte temprana, hasta el final de su vida, el artista legó sus mejores composiciones. "El sitio de mi recreo", "Lucha de gigantes", "La montaña", "Esperando nada", "Tesoros" o "Tuve que correr" son algunas de las piezas de orfebrería que el artista esculpió con minuciosidad y cariño. Otras, según se cuenta en la biografía, fueron compuestas durante los procesos de grabación para alcanzar al menos diez cortes, la extensión natural que en los 90 debía tener un álbum. Antonio, en cambio, siempre las defendió.
Andrés Calamaro estuvo a punto de participar como teclista en el primer álbum en solitario del artista. Incluso llegó a estar presente en algún ensayo, pero a Antonio no le gustaron sus maneras y pidió al productor Carlos Narea que se marchara. La anécdota, contada por Narea, está recogida en Una vida entre las cuerdas.
"La heroína es experta en recordarte: estoy aquí". Es una declaración del propio Antonio incluida en el documental Tu voz entre otras mil (2014), de Paloma Concejero. Algo parecido debió pensar cuando se separó de Teresa, después de algunos internamientos en centros de desintoxicación que no dieron sus frutos. Su testimonio es valiosísimo a la hora de conocer la verdadera personalidad del creador. Cuenta Teresa que se casaron para que les montaran la casa, pero al final cambiaron los regalos por un grupo de música enorme.
A Antonio, que era muy nervioso, le encantaban los colores, las estrellas, y acumular pilas, cables, resistencias... Algunas noches se escapaban juntos a los Montes de Toledo a mirar el cielo por un telescopio que le regaló ella. Teresa, que compartió dieciocho años de su vida junto a él y también fue drogadicta, asegura que para ella la adicción más fuerte era el propio Antonio. Ella sí logró desengancharse y aunque necesitaba alejarse de él para seguir viviendo, según reconoce, lo siguió apoyando hasta su muerte.
A pesar de la imagen introspectiva que aún proyecta, efectivamente Antonio Vega desprendía magnetismo, era carismático. El propio artista se consideraba "más introvertido que tímido". El mismo que escribiera "Y pasó tanta gente por delante que nadie me vio", un verso de la canción "Esperando nada", se sintió atraído por los focos, le fascinaba el escenario, quiso ser un icono de la música. Todos los colegas del mundo de la música que prestan declaraciones a la obra de Ronda aseguran que fue una figura muy respetada en el panorama nacional, tanto por el público como por sus propios compañeros.
“Tengo sobrecarga de intimidad y utilizo la música para descargarla”. Tal vez sea la frase, pronunciada por el propio Antonio, que mejor define el temperamento de un artista que no concebía la vida desde la mediocridad y no quería oír hablar del suicidio, pese a todo lo especulado. "El sitio de mi recreo" representa todo su universo. Incomprensible por momentos, pero profundamente conmovedora, nos reconforta casi tanto como a él cuando la escribió en “aquel sitio con el que sueñas o te sientes identificado, pero parece no pertenecer al mundo real". Su espacio de recreo era "un sitio que uno busca dentro de sí mismo", según explicó.
En lo que concierne a la creación y a su propia obra, Antonio fue meticuloso y exigente (antes que con nadie, consigo mismo, salvo cuando faltaba a las citas por "indisposición"). Sus letras tenían una ambición poética y existencialista, contienen versos y estrofas que funcionan como reflexiones metafísicas de una tremenda complejidad y recogen sus preocupaciones en torno al cosmos. Sin renunciar jamás a la belleza, nunca fue crucial que fueran sencillas, pero muchas de ellas contienen aquel viejo requisito de las buenas canciones: “algo que nadie sabe lo que es, pero es lo único que importa”.
Por otro lado, le preocupó muchísimo el sonido de su producción artística. Indagaba en las posibilidades de los instrumentos que estaban a su alcance y afinaba la guitarra ajustándose a lo que consideraba más adecuado para la canción de turno. En muchas ocasiones se comportó como un verdadero melómano que disecciona la música que escucha. Se convirtió, de paso, en un gran guitarrista. Incluso una vez pidió a su teclista Basilio Martí, que acababa de montar un grupo paralelo al proyecto de Antonio, ser el guitarrista de la nueva formación.
El último golpe duro antes de su muerte tuvo que ver con Marga del Río, su última mujer. La vitalidad de aquella joven que trabajaba en la discográfica de Antonio lo había impulsado en el inicio de su relación. Aunque en la biografía de Ronda no se cita, el guitarrista Nacho Béjar, muy amigo del cantante durante aquellos años, cuenta en el documental dirigido por Concejero que Marga se enganchó a la heroína estando con Antonio. Poco después de su recuperación, a la protagonista de 3.000 noches con Marga, el último álbum de su carrera, le diagnosticaron encefalitis bacteriana. Murió en 2004 y Antonio se hundió.
Nunca pudo enseñarle la versión de "Me quedo contigo", de Los Chunguitos, que a ella tanto le gustaba, aunque accedió a grabarla en su memoria. También se conservan algunas deliciosas cartas de amor que la escribió en vida, recuperadas de un incendio en la casa de Ríos Rosas donde vivió la pareja. En su momento más autodestructivo, llegaron a secuestrarlo por una deuda y contrajo una tuberculosis. En sus últimos años de vida levantó cabeza, ofreció a sus seguidores un puñado de buenos conciertos en pequeños teatros y se marchó con dignidad.
Antes tuvo la oportunidad de conocer a Julio Medem, que había dirigido el videoclip de "Océano de sol" en 1994 y en 2007 contó con Antonio para participar en una escena de Caótica Ana. Compartieron afinidades creativas, estéticas y preocupaciones comunes en torno a la incertidumbre que planea sobre la existencia humana.
La gente más cercana al artista concluye que Antonio vivió como quería vivir y, aunque pasó por algunos centros de desintoxicación, no quiso dejar la droga. Menos aún cuando tenía que soportar las moralinas de quienes le animaban a curarse, como si no supiera él lo que le convenía. Sin embargo, el hecho de que asumiera las consecuencias de su deriva no significaba que se quisiera morir. Cuando le diagnosticaron el cáncer de pulmón, estaba en plena gira. Lloró cuando su hermano le tendió la mano en los últimos momentos. No quería dejar el mundo, que conste. Lo que dejó fue un legado extraordinario de canciones inolvidables.