El larguísimo concierto de The Cure anoche en el Wizink Center de Madrid sirvió para descubrir o corroborar, como mínimo, seis cosas.
Uno: que el tiempo no pasa en balde para nadie salvo para las cuerdas vocales de Robert Smith, a quien apenas se le ha oscurecido la voz en 30 años. Tiene en la garganta un instrumento versátil, potente y flexible. Llega con soltura y proyección envidiable a notas muy agudas y modula el volumen a su antojo. Lo hace durante casi tres horas y al día siguiente repite la hazaña en la siguiente ciudad. Su voz es capaz de sobresalir incluso por encima del bajo atronador de su compañero Simon Gallup. El sonido, por cierto, fue en general mejor que en otros conciertos del Wizink, pero la ecualización puso demasiado énfasis en los graves y los agudos, dejando algo enfangadas las frecuencias medias de guitarras y teclados, que en algunos momentos apenas se distinguían.
Si la voz de Smith se mantiene eternamente joven (que es lo que importa), en cambio su cardado y su cintura sí que pueden decir eso de que tempus fugit. Las dos pantallas del Wizink Center solo mostraban planos generales de los músicos, para mantener un ratito más esa ilusión de que las viejas glorias del rock nunca envejecen y nunca morirán. Completaba la sobria escenografía una gran pantalla (compuesta de varios segmentos verticales) situada detrás de los músicos que iba proyectando sencillas animaciones que subrayaban visualmente las letras y las coordenadas anímicas de las canciones (una gran tela de araña para “Lullaby”, un bosque nocturno en “A Forest”, un bonito acantilado en “Just Like Heaven”...).
Dos: que The Cure tiene en su repertorio un buen puñado de grandísimos éxitos de la historia del pop, que, como la voz de Smith, han envejecido de manera excelente. El ánimo del público era, como es lógico, mayor cuanto más emblemática era la canción interpretada. Con “Burn” se alzaron los primeros móviles para grabar el momento. Con “Lovesong” llegaron los primeros coros del público. En “Push”, “Play for Today” y “Shake Dog Shake” la cosa se fue animando más.
Pero la artillería pesada la guardaban para mucho más tarde. No la sacaron hasta la segunda ronda de bises, que iniciaron con “Lullaby”, la nana siniestra y elegantísima con la que conquistaron a todos los públicos, más allá de la nación gótica, en 1989. Cuando sonaron sus primeras notas, el estadio se derritió. En ese último tramo sonaron los otros grandísimos éxitos que convirtieron a The Cure en una de las bandas más populares del mundo, los más animados de su repertorio: “Friday I’m In Love”, “Close To Me”, “Just Like Heaven” y, por supuesto, “Boys Don’t Cry”.
Tres: que la banda no vive exclusivamente de las rentas. The Cure ha prometido un nuevo disco, el primero en 15 años desde 4:13 Dream (2008), que se titulará Songs Of A Lost World, del que interpretaron varias canciones. Su lanzamiento se ha retrasado y eso ha hecho que la gira llegue antes que el álbum.
Con ello han perdido la oportunidad, probablemente, de captar nuevos fans entre las generaciones más jóvenes, como sí hemos visto en los conciertos de otras bandas veteranas. Anoche entre el público era muy difícil ver a alguien que aparentase menos de 40 años.
Cuatro: aunque son buenas, las nuevas canciones que tuvimos la oportunidad de oír por primera vez palidecen ante la mayoría de las antiguas, lo que se notó en la fría acogida por parte del público. Abrieron el concierto con la inédita “Alone”. Una melodía lánguida y tristísima, a la que el baterista Jason Cooper le iba poniendo remaches que parecían disparos. Sonaron también “And Nothing Is Forever” y “A Fragile Thing”. Empiezan todas con acordes de piano y a algunas (al menos en directo, no sabemos aún cómo sonarán en el disco) les sobran cortinillas. “I Can Never Say Goodbye” es una maravilla, la mejor de las nuevas. Es también la más emotiva, en la que Robert Smith menciona la muerte de su hermano. En los últimos años, también ha perdido a sus padres y, durante la pandemia, a varios tíos y tías. Todo ello ha dado forma a un álbum que promete ser oscuro y reflexivo.
Cinco: que dos horas y cuarenta minutos de concierto es una duración excesiva incluso para una banda legendaria como The Cure. Hubo un momento valle larguísimo, justo antes de los bises, que provocó los bostezos del único grupo de veinteañeros (los que menos callo tienen para aguantar alardes de rock progresivo) que este cronista divisó entre el público. Hasta los más fieles parecían desfallecer en ese tramo, y aprovecharon para charlar, ir al baño o comprar cerveza. También sobró la primera ronda de bises.
Seis: aunque no fue redondo, el recital de The Cure demostró que el mundo sigue necesitando ídolos musicales duraderos en un mundo de éxitos fugaces que se disuelven como azucarillos en un mar de novedades sin ninguna trascendencia. Robert Smith ha dicho en alguna ocasión que cree haber hecho canciones que podrán emocionar a la gente dentro de un siglo. Probablemente tenga razón. Él se conforma con hacerlo ahora. Ayer lo hizo.
Al terminar, se quedó un buen rato paladeando la ovación del público madrileño. Había en su mirada cierta sensación de despedida, como la ha habido siempre. “Nos veremos de nuevo. Espero”, dijo. Se dio la vuelta, pero antes de desaparecer entre bambalinas, se giró para contemplar una última vez al público con una sonrisa triste. Porque, como dice en su nueva canción, él nunca sabe cómo decir adiós.