Orfeo es la personificación de la música y la poesía. Su leyenda es la del gran seductor, que apacigua a las fieras y conquista con su puro encanto los infiernos hasta seducir a la muerte misma. El Teatro Real lleva esta temporada tres versiones del mito que abarcan cuatro siglos de teatro musical: el Orfeo de Monteverdi (1607), la ópera primigenia, el de Gluck (1762) y este de Philip Glass (1993), que se representa en los Teatros del Canal a partir del día 21 como nueva producción que abre la temporada del Real, a la espera de la inauguración oficial con la Aida de octubre.
El reparto va encabezado por María Rey-Joly como Princesa y Edward Nelson como Orfeo, con dirección musical de Jordi Francés y escénica de Rafael Villalobos, quien ya montó la temporada pasada para el Real la Marie de Germán Alonso.
Philip Glass (Baltimore, 1937), último Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, forma parte del grupo de compositores americanos (Steve Reich, John Adams, Terry Riley) que en los años setenta refutaron la hipercomplejidad de las vanguardias europeas con una música simple, geométrica y muy repetitiva. Venía a ser la versión musical del neoyorquino minimal art (Frank Stella, Sol LeWitt) de donde les vino la etiqueta de compositores minimalistas. Philip Glass llevó el minimalismo extremo a la ópera en Einstein on the Beach (1976), que llegó a España en 1992, durante la capitalidad cultural europea de Madrid.
El final es aparentemente feliz pero la ópera sigue siendo una tragedia porque el amor se ha quedado en la cuneta
El Teatro Real ha dado el estreno absoluto de dos grandes óperas de Glass: O corvo branco (1998), con dirección escénica de Bob Wilson, y The Perfect American (2013), sobre la figura de Walt Disney. Orphée es una ópera de cámara. Está titulada en francés, porque es la primera de las tres adaptaciones operísticas que Glass realizó de películas escritas y dirigidas por Jean Cocteau. La Belle et la Bête (1946) y Les Enfants terribles (1950) son las otras dos. Todas surgen del gran impacto que la figura de Cocteau produjo sobre la vocación artística del veinteañero Glass que, como tantos americanos, viajó a París a estudiar con Nadia Boulanger.
Le fascinó la bohemia cultural de la rive gauche, continuación de la del Café de los Poetas, donde Cocteau sitúa el comienzo de su Orphée. Como hará después en La Belle et la Bête, Glass pone música en Orphée a un libreto que, salvo por los necesarios recortes, reproduce el guion del filme. Como creador, Glass adopta una intervención mínima: se limita a descartar la música incidental de Georges Auric, sustituir el recitado por un canto básico y sumergirlo todo en una ondulación hipnótica de arpegios suaves y repetidos.
El Orphée de Cocteau/Glass tiene varias capas. Está casi entera la leyenda de Orfeo, el cantor y encantador tracio. Está el eco de la guerra, con su devastación material y cultural, y la pervivencia del sonido de las consignas codificadas que la BBC transmitía a la Resistencia y que, en la pluma de Cocteau, se convierten en greguerías: “El silencio viaja más rápido al revés”, “Los pájaros cantan con los dedos”. Son versos que las musas radian a los poetas rebeldes. El río de agudezas de Cocteau no para nunca. Glass parece sentarse a la orilla, acompañando al espectador en la fascinada admiración del genio.
[Philip Glass, Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento]
Hay, además, capas autobiográficas, con Cocteau autorretratándose como Orfeo otoñal, gran encantador, poeta y pintor admiradísimo que ahora siente que la guerra le ha movido el pedestal. Aging lion, lo llama Glass. Al final, cuando las bacantes lo golpean y despedazan, este Orfeo/Cocteau/Glass se siente mármol: “La vida me está esculpiendo, ¡déjala hacer su trabajo!” Están también las pérdidas: la del amante de Cocteau, el joven poeta Raymond Radiguet, y la mujer de Glass, la artista Candy Herningan, tras cuya muerte empezó Glass a componer la ópera.
Con todo, la capa base, tanto del mito originario como de la película y la ópera, está en la mortalidad o, mejor, en la inmortalidad, la retrogradación de la muerte, el regreso a la vida, que las entidades infernales conceden a Orfeo para resucitar a Eurídice bajo la condición de no volver a mirarla nunca.
En este Orfeo, el asunto se retuerce en conceptismos barrocos: la muerte se materializa en un personaje, la Princesa, que vive un amor total con Orfeo. Por darle a él la inmortalidad, ella debe sacrificarse, o sea, vivir. El final es aparentemente feliz, un happy end hollywoodiense para el matrimonio de Orfeo y Eurídice, pero la ópera sigue siendo una tragedia porque el amor principal, el de Orfeo y la princesa Muerte, se ha quedado muerto en la cuneta.