Teresa Berganza irrumpió en la escena vocal española como un fúlgido diamante. El suyo era un instrumento luminoso, pero provisto de claroscuros, el de una mezzosoprano muy lírica o aguda, en la línea de una compatriota muy anterior, Conchita Supervía, de tan corta pero sustanciosa carrera. Aunque, eso hay que subrayarlo, los timbres –más penetrante y agresivo y dotado de un vibrato más descarado el de ésta, más aterciopelado y terso, más redondeado, el de su colega- y las maneras –más desgarradas y francas, más espontáneas y populares, las de la primera, más recogidas y equilibradas, más intelectualizadas las de la segunda- eran distintos.
Pero tanto una como otra eran dignas herederas de la tradicional escuela española de canto inaugurada y sistematizada a principios del XIX por Manuel García y que tan excelentes frutos ha dado a lo largo del tiempo. Supervía y Berganza son ejemplos; pero también lo son Pilar Lorengar, Montserrat Caballé o la excelsa Victoria de Los Ángeles. La mezzo madrileña, de límpida emisión, técnica segura, dicción nítida y expresividad muy justa, gozó de un instrumento vocal privilegiado por su frescura tímbrica y su variado y bien administrado colorido, que la facultaron para acercarse a Mozart, a Rossini y a la canción española de forma inimitable.
Los que tenemos más años pudimos degustar su arte desde finales de los cincuenta, época en la que, salida ya de las faldas de la profe Lola Rodríguez de Aragón, se hinchó a grabar zarzuelas, muchas de ellas de la mano de Argenta y a veces en compañía de otra grande, la soprano Pilar Lorengar. Y registró con su luego marido Félix Lavilla una serie de canciones españolas con un garbo inimitable, más tarde diluido en parte. Las bodas de Fígaro de Mozart y La cenerentola de Rossini fueron sendas óperas que contribuyeron a elevarla a los altares en aquel histórico Festival de primavera que se celebraba en el Teatro de la Zarzuela y que dirigía su profesora.
Corría el año 1964. Era un Cherubino de la primera ópera y una Angelina de la segunda ideales. La volvimos a ver años más tarde, 1973, en el primer personaje, durante el Festival de Salzburgo con Karajan en el foso. Nos recibió en su camerino con su fresca sonrisa, la que la acompañaba siempre y le proporcionaba esa lozanía que luego sabía trasladar a sus criaturas. Con una espontaneidad característica; aunque tras ella solía haber siempre un estudio muy detallado, una profundización en las psicologías de las protagomistas de las grandes óperas.
Algo fundamental para con los años conseguir dar una imagen muy cumplida de Carmen, tan maltratada en ocasiones a través de retratos excesivamente tópicos y superficiales. La suya era una gitana estudiada al milímetro, en la línea de la establecida años atrás por Victoria de Los Ángeles pero más vivaz; con claroscuros propios de un estudio psicológico muy depurado. Lo mejor es que ese estudio, ese hurgar en los significados profundos del personaje, daba como resultado una pintura vívida y llena de color a lo largo de una evolución que llevaba a Carmen al terreno del sacrificio. Una manera de engrandecer a la fémina maltratada. Pudimos ver en Madrid esa fotografía que en el fondo nos entregaba un perfil trágico. Sin aspavientos.
La biografía pendiente
Nos los hacía nunca Berganza, siempre económica en sus gestos y manifestaciones, aun cuando no renunciara si al caso venía a criticar, a veces de forma demoledora y en privado, estos o aquellos hechos, estos o aquellos personajes del a veces turbio mundo de la lírica. Más de una vez el que firma, en esporádicos encuentros con personas amigas mediante, la animó a escribir sus memorias, a trasladar sus recuerdos al papel. Una vida tan larga y provechosa, su frecuentación de los mejores cantantes y directores, su experiencia habrían dado mucho juego.
Pero siempre se negó a ello, a pesar de que alguno nos ofreciéramos como amanuenses, como secretarios, como “negros” para llevar a cabo la aventura. Ya no podrá ser. Su arte, sus conocimientos, su sabiduría, sus relaciones quedarán ocultos ya por las sombras bienhechoras. Al menos su talento para escuchar, para aconsejar, para remodelar algunas buenas voces que pasaron por sus episódicas aulas de la Escuela Reina Sofía quedarán recogidos en testimonios y en opiniones, en recuerdos y en el alumbramiento de algunos eventuales alumnos.
Escucharla hablar en sus buenos tiempos, la sonrisa franca y luminosa, la voz aterciopelada, las inflexiones, las coloraciones de su conversación animaba; como sus comentarios críticos ante este o aquel cantante; este o aquel director musical o de escena. Tenía criterios firmes y acrisolados, pero en modo alguno era una anticuada. Sabía contemplar, eso sí, críticamente, la actualidad de su profesión y siempre tenía la respuesta fácil, la contestación ideal y certera. Su cerebro fue siempre tan ágil como su voz, habilísima en todo tiempo y momento, para reproducir la más complicada coloratura. Se mantuvo en forma hasta su retirada, bien cumplidos con creces los setenta. El apoyo evidentemente ya no era el mismo, el resuello había perdido firmeza, los sonidos se hacían a veces fijos; pero el timbre dorado de mezzosoprano aguda permanecía.
Como permanecerán su figura, su arte y su calidad humana durante años en nuestra memoria.