Hace doce años, Víctor Gallego publicó en Ediciones Singulares, dentro de la colección Los escritores y la música, el disco-libro Lev Tolstói. Ahora, la eslavista mexicana Selma Ancira reúne y traduce nueve reveladores testimonios que lo definen como persona y como artista: su querida tía abuela Alexandra, su hijo Serguéi, su amiga Maria Meyendorf, los escritores Maxim Gorki y Piotr Serguéienko y los músicos Fiódor Shaliapin, Wanda Landowska, Valentina Serova y Alexandr Goldenweiser.
Goldenweiser, legendario maestro de pianistas, traza un retrato completo del viejo conde Tolstói: su indumentaria campesina, sus andares, sus sonoros bostezos, que retumbaban por toda la casa, la extraordinaria sinceridad de su risa infantil, sus lágrimas, siempre a punto de brotar, sus manuscritos, casi ilegibles (“un montón de caviar negro”), su amor por caballos y perros, su tacañez en lo pequeño, su apuro al estrenar ropa, su maravillosa forma de leer en voz alta, su enorme valentía personal.
La mansión campestre de los Tolstói, Yásnaia Poliana, era un santuario al que peregrinaban muchos músicos, además de media Rusia. Tolstói tocaba bastante bien el piano de la casa y leía sinfonías a cuatro manos con su mujer o sus hijos.
Al escuchar, la música le entusiasmaba y se apoderaba de él: le hacía moverse, gemir, lanzar exclamaciones y, casi siempre, llorar. Otras veces, la música le enfurecía, en cuanto intrusión poderosa e impertinente. Le fastidiaba, además, su naturaleza misteriosa y su incierto mecanismo de acción.
Despreciaba a los modernos, sobre todo a Wagner, y a los renovadores de la armonía. A Beethoven lo adoraba/condenaba
¿Qué es la música? ¿Por qué me afecta tanto? “Lo viejo que soy”, le dijo un día al médico, “¡y sigo sin saber definir la música!” Leemos, sin embargo, algunas aproximaciones clarividentes: “La música es el recuerdo de los sentimientos”.
Su personalidad obsesiva e intransigente desarrolló una fijación enfermiza por la precisión, la sinceridad y la inteligibilidad como obligaciones sagradas del artista. Salvo Don Giovanni, despreciaba la ópera, ¡por mentirosa!: nadie canta, por ejemplo, mientras agoniza.
De la música de arte, adoraba a Chopin, Haydn y Mozart y a los maestros antiguos que le descubrió Wanda Landowska en su clave, transportado en trineo, en plena tempestad de nieve, hasta Yásnaia Poliana, pero, por encima de todos ellos, situaba la música popular, por ser sincera y comprensible.
Despreciaba a los modernos, sobre todo a Wagner, y a los renovadores de la armonía: “Acabará apareciendo un músico que sea el único que entienda lo que hace”. A Beethoven lo adoraba/condenaba. Le acusaba de causarle sin permiso una excitación incontrolable. El mismo reproche le hacía a la mujer, por la que sentía una hostilidad irrefrenable que le llevó a propugnar el celibato.
La de Tolstói con la música es una historia de amor encendido (“Si la civilización europea se derrumbara, lo lamentaría solo por la música”) y odio feroz (“¡La música es una cosa terrible!”). Es comparable a la de Tolstói con Dios, que el certero Gorki, pintó así: dos osos en la misma osera.