Ennio Morricone, pintor de atmósferas cinematográficas
El compositor italiano desplegó una impresionante variedad, desde las estridencias a las melodías desnudas
6 julio, 2020 20:14Pocos compositores cinematográficos habrán sido tan longevos, premiados y famosos y habrán tenido la importancia que en nuestros días ha esgrimido el romano Ennio Morricone. Si acaso, en nuestros días, el también valetudinario neoyorquino John Williams, que junto con él recibió hace escasas semanas el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Dos creadores en cualquier caso bien distintos. Mientras el italiano buscaba mediante la distribución del color, las esbeltas prospecciones amónicas y la variedad melódica el subrayado de la imagen, su colega explota con una sabiduría espectacular sobre todo la gran forma sinfónica a través de un ropaje instrumental de altos vuelos.
Desde muy niño, influido y empujado por un padre músico, el joven Ennio bebió corcheas a base de bien, primero como trompetista. A los 6 años escribió su primera composición y a los 9 ingresó en la Academia de Santa Cecilia. A os 12 pasó al Conservatorio en donde enseguida se hizo un hacha en el manejo de la armonía. Se orientó muy ponto hacia el cine y en los años cuarenta escribió su primera banda sonora; para la película Il Mattino. Después de graduarse en 1954, empezó como escritor fantasma, componiendo partituras para películas, que se atribuían a famosos músicos de la época. Pronto ganó popularidad debido a la creación de música de fondo para programas de radio y poco después daría el salto a la gran pantalla.
A partir de aquí todo fueron éxitos. Se calcula que a lo largo de su longeva existencia llegó a poner corcheas a unas 500 películas, lo que es un barbaridad, un récord difícilmente superable al que, que sepamos, no llegaron los grandes de otra época como Waxman, Tiomkin y Schifrin; por citar solo a tres de los importantes. Unas veinte de las cintas musicadas por Morricone recibieron algún tipo de galardón. En concreto Los odiosos ocho de 2016 fue obsequiada con el Oscar, estatuilla que, con carácter honorífico, el músico ya había obtenido en 2006. Y no es raro porque don Ennio manifestó desde el principio una habilidad especial para revestir las imágenes de la música más conveniente, aquella que iba mejor al carácter de cada historia. Y lo hacía con una variedad de registros, de matices y de timbres; y con caleidoscópica imaginación para poner en pie cualquier tema, cualquier historia, se desarrollara en la época que se desarrollara.
Su primer aldabonazo fue Por un puñado de dólares (1964) de su amigo Sergio Leone, a la que siguieron, dentro de la misma tónica de lo que se dio en llamara spaghetti western, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo. Se hizo famoso el tema de aquella, que aparecía expuesto a través de acordes un tanto disonantes de cítara, a los que se superponía una aguerrida figura agudamente silbada sobre el lecho de un marcial coro masculino. Poco después llegó la entrañable Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore, que dejaba oír una bella, plácida y nostálgica melodía entonada por un saxo. Luego, entre otras, apareció la gran Novecento de Bertolucci. Aquí seguíamos las evoluciones de un lejano corno inglés, más tarde de un oboe sobre cuerdas muelles y un coro solemne.
En Galileo se empleaban acordes secos en la exposición de un tema ancestral e isorrítmico. Música que, como es lógico, y así sucedía en todos los casos, iba adquiriendo distintas formas e instrumentaciones en su aplicación a las sucesivas imágenes. Escuchábamos en Queimada aires populares un tanto exóticos con intervención de órgano y coro y en El clan de los sicilianos, concisas células expuestas por un guitarrón. Una melodía nostálgica en los arcos nos introducía en la tragedia de Sacco e Vanzetti. Mientras que en La clase obrera va a la Paraíso se recurría a un tema estridente de índole maquinista. Muy distinta la música de Giordano Bruno, que dejaba oír la voz del oboe en el dibujo de una melodía desnuda.
Polifonía de buena factura nos metía en los intríngulis de Moisés. La ingenuidad embargaba las imágenes de Il Prato, ya en 1979, y lo tenebroso dotaba de intensidad a las de La cosa (1982). Flautas líricas revestían las aventuras de Marco Polo (1982) y en Sahara (1983) se exponía un gran tema sinfónico muy a lo Williams. En Érase una vez en América (1984) Morricone hacía gala de nuevo de su facilidad para pintar atmósferas con largas y envolvente melodías muy ad hoc. Gran éxito tendría dos años más tarde la banda sonora de La Misión, con sus ribetes heroicos, a los que se añadían trombones y trompas en Los intocables (1987). Coros modulantes para I promessi sposi (1988). Muy distinta era la partitura de Sostiene Pereira (1996), uno de los últimos trabajos de Mastroianni. Pentagramas chispeantes. Incluso bailables con numerosos compases a contratiempo. En Vatel (2000), dada su historia, se nos presentaban aires cortesanos franceses del XVII y, por fin, en La mejor oferta (2013), Morricone nos mostraba de nuevo su inspiración melódica.
Música, pues, la del compositor romano, de excelente factura. Por supuesto de armonías confortables, más allá de alguna que otra interesante disonancia, tonal y decididamente melódica, admirablemente delineada y revestida. Es la herencia, siempre bien encauzada, que nos deja este experto y gran creador cinematográfico. Seguiremos alimentándonos con sus siempre bien esculpidos pentagramas.