Cuentan que a Churchill le plantearon hacer recortes a la cultura para afrontar la situación crítica de Inglaterra durante la II Guerra Mundial. El primer ministro, al parecer, respondió a los ideólogos del ajuste con una pregunta paradójica: “¿Entonces para qué luchamos?”. Puede que sea una más de las leyendas apócrifas asociadas al personaje pero es muy atinada para recalcar la relevancia de la cultura en momentos críticos como el que tenemos ahora encima a cuenta del coronavirus. Este confinamiento forzado nos permite experimentar en carne propia el infierno que vivieron tantas poblaciones a lo largo de la historia. Salvando distancias siderales, claro. Lo nuestro está muy lejos de los asedios de Madrid, Sarajevo, Leningrado… Por supuesto. Pero en tal tesitura uno intuye mejor los miedos que se cebaron con sus habitantes por la carestía de víveres, la cercanía de la muerte, el desastre financiero, la aniquilación del empleo… En contextos así la cultura fue uno de los últimos asideros a los que aferrarse para conjurar el desplome moral.
Buen ejemplo es la labor radiofónica llevada a cabo por Boban Minic en Sarajevo, ciudad que, durante la guerra de los Balcanes, estuvo a merced de la artillería y de los francotiradores serbios apostados en el monte Igman entre 1992 y 1996. Minic era jefe de cultura en Radio Sarajevo y durante ese periodo, en el que salir a la calle era comprar números de lotería para que te volaran la cabeza, alivió el tormento de sus conciudadanos desde su micrófono. Hacía guardias maratonianas que duraban hasta 36 horas, esfuerzo que le dejó la voz muy tocada para siempre. El periodista bosnio pinchaba música, narraba historias y ponía en contacto familiares y amigos que habían tenido que separarse por el estallido de la guerra. Tenía la responsabilidad de sostener una brizna de esperanza bajo el plomo escanciado por Ratko Mladic, líder militar serbobosnio que ideó el cerco con saña psicopática. Los bombardeos, a dictado suyo, eran irregulares, es decir, no se sometían a ningún patrón horario con el fin conducir a la locura a los sarajevitas.
Minic se la jugaba en los trayectos desde su casa —donde dejaba a su mujer y sus dos hijos pequeños— al edificio de la emisora. Así resistía frente a la barbarie ultranacionalista. “La radio era la única manera de sacar a la gente de sus sótanos, de los sótanos de sus mentes”, señala en un momento de Good Night Sarajevo, el magnífico documental de Edu Marín y Olivier Algora que recuerda esos cerca de 1.000 días transmitiendo ánimo y aliento a través de la ondas. Era en mitad de la noche donde su labor resultaba más paliativa. Finalmente, Minic decidió salir por el túnel excavado bajo el aeropuerto de la capital bosnia. Tras la huida, recaló precisamente en España. Pero ya afincado en L’Escala, Gerona, topó de nuevo con algunos viejos fantasmas. Demasiadas banderas y políticos espoleando irresponsablemente a las masas. Minic siente cierta amargura en esta época de exaltaciones identitarias. Cada vez que se le entrevista, lamenta que de lo sucedido en los Balcanes Europa no haya aprendido nada.
En aquellos días tenebrosos también se abrió paso otra iniciativa cultural. A Susan Sontag sus amigos la llamaron loca cuando les reveló que iba a ir a Sarajevo para montar Esperando a Godot. Los intentos de disuadirla no tuvieron resultados. Allí se plantó, bajo el fuego de Mladic y sus subordinados, para ponerse al frente de una compañía de diez actores bosnios y representar la obra de Beckett, sin duda pintiparada para reflejar el limbo incierto y cruel en el que había quedado varada la cosmopolita urbe, ejemplo antaño de convivencia de religiones y etnias. Sus moradores, al igual que los protagonistas de la pieza beckettiana, esperaban que alguien viniera a socorrerles y abrir la tenaza serbia. Aguardaban en balde también. Godot (la comunidad internacional) no llegaba. La presencia de Sontag, una de las pocas intelectuales (coincidió con ella, por cierto, Juan Goytisolo) que se implicaron en aquella guerra secundaria en la agenda de los jerarcas del viejo continente, al menos permitió darle por unos días al conflicto cierta repercusión mediática. Asimismo, aquel espectáculo ensayado a la luz de cuatro velas consiguió otro objetivo, como explica Benjamin Moser en su biografía de la escritora: “La producción se convirtió en un acontecimiento cultural en el sentido más elevado de la expresión, algo que mostraba lo que la cultura vanguardista había sido y lo que, en circunstancias extraordinarias, podía todavía ser”. Sontag le da nombre hoy a la plaza del Teatro Nacional de Sarajevo.
De velas y linternas también debieron proveerse los muniqueses que asistieron en 1941 al estreno de Capriccio, la última ópera de Richard Strauss. La capital bávara apagaba las luces para despistar a los aviones de la RAF. Oscuridad callejera sobre oscuridad política. Tiempos difíciles en los que no perdieron su afición a la ópera. Acudir al Teatro Nacional para verla en esas condiciones demuestra la potente querencia de los alemanes por el género lírico. El hecho de que el autor fuera Strauss también tiraba mucho. Este había cohabitado amigablemente con el nazismo en los primeros años del surgimiento del movimiento encabezado por Hitler. Fue nombrado incluso presidente de la Cámara de Música del Tercer Reich en el 33. Christof Loy, el director de escena de la elegante y refinada versión que se vio el curso pasado en el Real, decía que había aceptado el cargo por una mera cuestión de vanidad, no tanto por afinidad ideológica. Lo que había dentro de la conciencia de Strauss es difícil de saber. Hay muchas interpretaciones. Pero sí parece que se fue alejando de los postulados nacionalsocialistas a medida que era testigo de su crescendo supremacista. En Capriccio, lejos de someterse a Goebbels, que quería una cultura al servicio de la causa, se dio el gusto de elaborar una metaópera en la que deslizó alguna sutil crítica al contexto sociopolítico impuesto por los camisas pardas. Seguro que viéndola y escuchándola algunos miembros del público sintieron que no estaban solos en la disidencia contra el fanatismo.
En 1941 mucho peor que los muniqueses lo estaban pasando los habitantes de Leningrado. La Wehrmacht los tenía acorralados. Un año después su situación se agravaba: hambre, muerte y destrucción era su rutina. En esa tesitura surgió la idea de interpretar la Séptima sinfonía de Shostakóvich, bautizada con el nombre de la ciudad. Karl Eliasberg, el director sobre el que recayó la responsabilidad de dirigirla, sabía que llevar a buen puerto el proyecto sería muy difícil. Como cuenta Brian Moynahan en Leningrado. Asedio y sinfonía (Círculo de Lectores), sólo quedaban vivos unos veinte instrumentistas de los cerca del centenar que formaban parte de la Orquesta Filarmónica de Leningrado. Tuvo así que reclutar músicos entre las tropas desplegadas en el frente, muchos de ellos curtidos en bandas militares. El milagro se obró en el 9 de agosto de 1942. Al concierto asistió la plana mayor del Partido Comunista. La artillería soviética consiguió acallar a la alemana y la música fluyó a través de la radio por las casas y refugios de la actual San Petersburgo. La poeta Olga Berholz, que estuvo en la Sala Filarmónica, dijo después: “Aquellas personas se merecían interpretar la sinfonía de su ciudad, y la música era digna de ellas porque transmitía todas las penalidades a las que habían sobrevivido”.
Años más tarde se produjo un encuentro que revela el alcance de aquella gesta musical. Eliasberg tuvo la oportunidad de hablar en la RDA con militares germanos que participaron en el asedio. Le confesaron que a sus oídos también llegaron las notas de Shostakóvich y que entonces constataron que no iban a doblegar Leningrado. Gente capaz de organizar algo así era invulnerable. Esa fue la demoledora conclusión a la que llegaron tras escucharla.
Madrid también padeció lo suyo. Estuvo tres años prácticamente rodeada de las tropas franquistas. La vida de interior, con las familias recluidas en sus casas la mayor parte del tiempo, la refleja magistralmente la segunda parte de Las bicicletas son para el verano, de Fernán Gómez. Recelos, sospechas y rifirrafes por el lado negativo. Y, en el otro lado de la balanza, la solidaridad, la piedad y la compasión de unos personajes confiados en un principio en que el encierro no sería prolongado pero que, con el paso de los meses, ven su despensa menguada mientras sus tripas lanzan alaridos de hambre. Especialmente emotiva es la escena en la que se desvela poco a poco que todos los miembros de la familia meten la cuchara en la perola a hurtadillas, de manera que cuando se va a servir la mesa cada día apenas queda nada que repartir. Todos acaban confesando su falta. La joven Manolita exclama: “¡Qué vergüenza, qué vergüenza!”. Don Luis la corrige: “No, Manolita: qué hambre!”. Es un momento para acordarse estos días cuando bajemos (con el máximo cuidado y las menos veces posibles) a hacer la compra. Lo nuestro está siendo duro pero lo suyo lo fue mucho más. Y aunque Don Luis, el patriarca, dudaba de si habría otro verano tras la guerra, lo acabó habiendo. Tardó, sí, pero acabó volviendo. Para nosotros también volverá.