Patti Smith

En plena gira (este viernes, 8, actúa en las Noches del Botánico), Patti Smith se nos aparece de nuevo con su traje de Baudelaire-Sinatra mirándonos desde el blanco y negro de la portada de Horses, su álbum de debut del que celebra sus 40 años. Nos sumamos a la fiesta.

Cuando el rock se nos muestra naciendo de nuevo, inocente en el sentido en que lo son una flor venenosa o una avalancha, y se transforma en el brillante sudor que corre por los surcos de la cara de las personas corrientes para precipitarse por sus pieles en ese arte suyo del vivir todos los días; cuando se desprende de las estrategias de quienes desean que sirva como ritmo para el rito de tránsito desde la infancia a la obligación y la necesidad impuesta, y, en cambio, boicotea a la máquina (los mecanismos de la fábrica y los mecanismos de la guerra) con pegajosos lingotes de carmín y purpurina; cuando, así, deja de ser el canto macho a la fuerza bruta de lo sólido para ser magia invisible (o tenue, como, digamos, un velo blanco ondeando en el desierto, bajo la luna llena); cuando sus decibelios invierten los valores que garantizan que los cambios sigan siendo a favor de los ricos; es decir, cuando con sus tres acordes y un traqueteo de graves y agudos pone húmedo y borroso el papel de los anuncios publicitarios y oxida con niebla de ruido el cepo de los roles de clase; cuando se vuelve determinación más allá del blues de una mujer machacada que suspira, gime y protesta ante una sociedad edificada sobre mitos de poder omnímodo; cuando, el rock, decimos, transforma con energía hulkiana el sonido de la juventud que no tiene edad, la loca juventud con ansias de encontrar el amor sin condiciones y soñando que es gratis (dinerogratisdinerogratis); cuando se aparea con las bestias poéticas de Rimbaud o Blake, con los ángeles Beat, la ternura de San Francisco de Asís, el monólogo interior de Woolf o la mirada helada de Anna Kavan, entonces aparece la chamán Patti Smith con su traje de Baudelaire-Sinatra, mirándonos desde el blanco y negro de la portada de Horses, su álbum de debut en 1975.



Uno mira esa imagen de Mapplethorpe (a la izquierda) y no puede más que pensar que quizá Camile Paglia tenga razón, y ésa sea una de las mejores fotos que se tomó jamás a una mujer. Pero que quizá también sea una de las mejores de ese rock recién nacido siempre, descalzo y mendicante que se apodera desde otro ángulo de la furia, la gloria y la palabra y el arte. Horses contiene la dedicatoria al futuro de una Patti Smith de 28 años. Es lo que vino tras una infancia enfermiza que se volvió sueño en el sur rural de Nueva Jersey (canicas, lechuzas, Biblia y Testigos de Jehová), tras una adolescencia de estudiar arte y vivir las penurias de la cadena de montaje de una fábrica ("36 dólares a la semana, pero es un sueldo") sólo salvada por el espectro nasal de Dylan y las Iluminaciones de Rimbaud, hasta su exilio voluntario para alistarse en el ejercito de los vivos que anuncian "el constante bautizo de las cosas recién creadas", en la Nueva York de finales de los 60. La joven Smith llegará al rock desde la poesía, cuando hacia 1973 empiece a poner música a sus versos, acompañada por la guitarra de Lenny Kaye o el piano de Richard Sohl, músicos que golpean en Horses.



Aquí, una joven escritora que ama el rock declama para otros jóvenes que sienten que a nadie importa que no encuentren su lugar en la sociedad del terror atómico. Habla con los inadaptados y de los discriminados por género, raza, opción sexual, condición física o económica, que ya no creen posible la gran revolución de paz y amor pero que procuran retorcer lo dado y escurrirlo hasta encontrar oro entre los cubos de basura colmados, entre las rendijas de frío y calor de las calles de la gran ciudad. El rock que vuelve a nacer en Horses es, sobre todo, un grito poético de emancipación que reza "es muy sencillo: ser libres es responsabilidad nuestra".



@abelhernandez__