Llega la hora de escuchar de nuevo en Madrid al adusto Grigory Sokolov, un pianista que, piano, piano, está ya empezando a hacer historia. Sus visitas concentran a un público expectante, conocedor ya de su técnica, de sus modos, de sus capacidades y de su seriedad. De ahí que la actuación de este lunes, como es habitual dentro del ciclo Grandes Intérpretes de Scherzo, quedará seguramente, al igual que otras, como uno de los hitos de la temporada.
En el programa anunciado conviven obras de Mozart y de Schumann. Del salzburgués figuran tres partituras muy significativas: Preludio (Fantasía) y Fuga en do mayor K 394 (383a), Rondo en La menor, KV 511 y la Sonata K 331 (300i), la célebre de la Marcha turca. El modo menor añade a este conocido fragmento pianístico un inusitado tinte siniestro. El tema principal, el refrain, aparece rigurosamente seguido de couplets en la mayor. Con todo, el célebre movimiento, es más francés que turco. “Elegante manierismo tímbrico que transmuta el piano en una banda oriental, con profusión de campanillas y panderetas”, definía Dal Fabbro. Una oportunidad para una aproximación colorista, que ha de abordar enseguida una curiosa composición del segundo autor: Bunter Blätter, algo así como Hojas de álbum, un cuaderno constituido por catorce piezas variadas de distintas épocas, entre las que aparecen algunas verdaderamente magistrales, como la tan impetuosa y enérgica nº 13, un poderoso scherzo en 3/4 y sol menor.
Sin duda un buen banco de pruebas para que el arte concentrado e intenso de Sokolov pueda explayarse a sus anchas y dejar una vez más huella en la filarmonía madrileña, que ha calibrado desde hace años el estilo pianístico, tan severo, introvertido (como él mismo) del artista ruso, que no pertenece a ninguna escuela concreta: la suya, como siempre ha manifestado. El instrumentista es
–paulatina y tercamente nos lo viene demostrando– un pianista sensacional, que reúne cualidades de excepción tras esa apariencia tan poco atractiva. Cuando sale, cabizbajo y serio, bamboleante su corpachón, coronado por una pequeña y blanca cabeza, nada hace suponer que unos segundos después aquellas manos nerviosas van a penetrar de tal modo en los pentagramas para que salgan transformados, impulsados y dotados de una extraña y cálida vida.
Lo primero que aplaudimos del teclista de San Petersburgo es la mecánica, la infalibilidad, el ataque preciso. Luego, el manejo de las dinámicas, de una notable amplitud, el control de un pedal que le permite extraer insólitas luces y recrear múltiples colores, con un magnífico sentido de la articulación. La exposición, siempre bien ligada, es así fluida, iridiscente y minuciosa; sin que el discurso pierda nunca el formidable ensimismamiento. Lo difícil es lograr que la interpretación parezca, ya en el concierto, espontánea. Sokolov, que repite el mismo programa decenas de veces cada año, lo consigue y extrae de las composiciones que interpreta, desde un concepto rotundamente pianístico, una gama de matices, unos contrastes dramáticos, unas luces matizadas y una sonoridad únicos.