Amor, devastación, odio. ¿Alguien teme a Virginia Woolf?
Carmen Machi dará vida a Martha.
Vuelve ¿Quién teme a Virginia Woolf? a la escena madrileña. La gran obra de Edward Albee desembarca en La Latina con el insuperable morbo de ver a Carmen Machi dando vida a Martha.
Su temperamento de actriz está demostrado y se crece en las dificultades. Y las dificultades de ¿Quién teme a Virginia Woolf? son enormes. El año pasado en Agosto, última dirección de Gerardo Vera al frente en el Centro Dramático Nacional, Amparo Baró la despedazaba sin piedad en alguna escena clave, lo cual no resta mérito a Carmen Machi; luego, le dimos el VI Premio Valle-Inclán por un monólogo de Miguel del Arco, Juicio a una zorra, que fue, con Vera, el principal adversario de Machi en las últimas votaciones, por Veraneantes; y digo le dimos porque yo formaba parte del jurado. Su mejor y su gran genio dramático lo demostró Carmen Machi en La tortuga de Darwin, de Juan Mayorga. Pero una tortuga sabia y centenaria no es la Martha dipsómana y furiosa de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, que debe su renombre, en gran medida, a la bomba cinematográfica de Liz Taylor. En 1966 José Osuna hizo un montaje con Mary Carrillo y Enrique Diosdado de protagonistas. Cuentan que, mientras se preparaba la adaptación al cine, el propio Albee sugirió a Mary Carrillo, con preferencia sobre Liz Taylor. Que yo sepa no hay testimonio verificable de aquella preferencia salvo rumores y el éxito de Carrillo que tanto gustó a Albee.
La palabra como destrucción
Se trata de la pieza acaso más virulenta y tumultuosa de un autor de por sí virulento y tumultuoso. El matizado y tangencial absurdo de Albee es en esta obra una indagación sobre la vida cotidiana, compartida y odiosa: la palabra como arma de destrucción recíproca. ¿Quién teme a Virginia Woolf? es la obra más corrosiva de un autor que concibe el teatro como el espejo maldito de una sociedad maldita. Su relativo y cuestionable absurdo tiene, por lo tanto, mucho de humano y de juego especulativo sobre el factor oscuro del hombre como metodología del conocimiento: amor, odio, autodestrucción, devastación. Una obra maestra cuya vitriólica estructura lanzó a la fama la película volcánica de Richard Burton y Elizabeth Taylor: Albee o la palabra asesina; Albee o el desamor hasta la extenuación, puro salvajismo. La palabra no mata; la palabra hiere, que es peor que la muerte siempre que se sepa hurgar en la herida, echarle un poco de sal excitante; contemplarla como una obra de arte necesitada del cultivo. Virginia Woolf, la gran escritora cuya máxima aspiración de libertad era un cuarto propio para su soledad, nada tiene que ver con este texto. Lo que más se le acerca es una canción infantil de parentesco con el lobo (Woolf) de Caperucita Roja: "Quién teme al lobo feroz"; una simple coincidencia onomástica, Woolf. En esta obra de Albee, no hay lugar para abuelas bondadosas ni niñas inocentes.
Crepúsculos y resentimientos
El último montaje que tuvimos oportunidad de ver en España fue en 1999: Nuria Espert y Adolfo Marsillach con adaptación y dirección del propio actor. Marsillach ya había acumulado sobre su imprescindible y polémica figura todos los crepúsculos de resentimientos, y perversa sabiduría que le es posible acumular a un actor de su talento. Nuria Espert siempre ha tenido, incluso de joven, una vena trágica en tránsito por los subterráneos inquietantes de la psicología femenina. Uno diría que el gran genio de Nuria es filtrar por su elegancia innata de actriz intuitiva y cultivada las buenas formas de una maldad refinada y burguesa.
La dirección de Marsillach no alcanzó a calar en esas profundidades del mal doméstico y cotidiano. La labor de Marsillach se quedaba en un gélido cinismo profesoral y Nuria Espert se veía obligada a forzar el tono como contrarréplica al sarcasmo deshuesado de su partenaire; demasiado crepusculares ambos en una lucha descarnada y sin piedad que requiere, todavía, la fantasmagoría del desamor y la pulsión de un deseo aristado: una sensualidad perdurable frente a la decrepitud apuntalada en ceniza. Esto no debiera haber sido un obstáculo insalvable; ahí está en La loba hace poco una Espert espejo de maldad, pese a los arreglos temporales de la edad que obligaban a Ernesto Caballero a un desajuste argumental.
En el montaje de Marsillach, frente a la devastación alcohólica de Martha y de George, la inocencia de Pep Munné y Marta Gómez Muro naufragaban sin remedio. Y no porque vieran en los otros su posible futuro, que bien podría ser, sino porque acababan por no entender nada: convidados de piedra en principio y seres amenazados y sin culpa después en un jardín de víboras borrachas. Otra aventura anterior de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, corrió a cargo de Enrique Ciurana y Luisa Fernanda Gaona, dirigidos por Esteban Polls; quizá en sus mejores momentos, pero insuficientes para el calado de los personajes de Albee. Confieso que imaginarse a Carmen Machi en ¿Quién teme a Virginia Woolf? tiene un morbo insuperable.