Tras las facciones esculturales, el gesto marmóreo y la presencia icónica de Charlton Heston (1923-2008) se escondía un cúmulo de tensiones internas que despertaron tanto el arrobamiento como la suspicacia de espectadores, estudiosos e incluso del propio actor, de cuyo nacimiento se cumplen hoy cien años.
Para el crítico francés Michel Mourlet, quien en 1960 llevó hasta las páginas de Cahiers du Cinéma el culto a la virilidad del actor, Heston debía ser considerado una figura axiomática: “Su presencia en cualquier filme –no importa cuál– es suficiente para convocar la belleza”. Por su parte, dentro de nuestras fronteras, y ya en la década de 1980, Terenci Moix dio cuenta del mito de Heston en Las grandes estrellas del cine: “Siendo tan gallardo jinete de utopías, y completándolo todo con su indudable potencial de macho dominador, no parecerá ingenuo por parte del público que acabase adorando a Heston hasta convertirle en modelo”.
La prueba del impacto cultural del protagonista de Ben-Hur (1959) puede comprobarse en la taquilla de sus grandes éxitos, pero también en curiosidades muy nuestras, como los álbumes de cromos que las editoriales Bruguera y Fehr dedicaron a Los diez mandamientos (1956) y El Cid (1961), que convertían en fetiches coleccionables el aura bíblica y las poses aguerridas de Heston.
Sin embargo, más allá de su reinado en el cine-espectáculo de Hollywood, Heston siempre ambicionó la realización artística. “No era un salvaje primitivo y un hilo rojo shakesperiano atravesó toda su carrera”, apuntó el crítico francés Jean-Loup Bourget en 2008, en un obituario para la revista Positif. De su lado, Moix confesaba que su respeto profundo por Heston solo surgió “cuando supe de su enconado amor por Shakespeare, lo cual le ha llevado a intentar la prueba de fuego del teatro en varias ocasiones”.
Ser y no representar
De hecho, como recoge el historiador del cine americano Richard Schickel en su libro The Stars, a Heston se le despertó el gusanillo actoral a la temprana edad de cinco años –interpretó a Santa Claus en una producción escolar–, y ya como estudiante de la prestigiosa Universidad de Northwestern participó en una adaptación fílmica en 16 mm del Julio César de Shakespeare.
['En la arena', la divertidísima y excesiva autobiografía de Charlton Heston]
Pero esta no fue la única ocasión en la que Heston se adentró en el imaginario del Bardo de Avón. Interpretó a Marco Antonio por partida doble, en El asesinato de Julio César (1970) y en la muy personal Marco Antonio y Cleopatra (1972), que produjo y dirigió él mismo, eligiendo a Fernando Rey y Carmen Sevilla para los papeles de Lépido y Octavia. Más de dos décadas después, Heston protagonizó su canto del cisne fílmico en el Hamlet (1996) de Kenneth Branagh, encarnando a un rey de postín en la obra dentro de la obra, un bello giro autorreflexivo que evoca la compleja relación de Heston con la noción de grandeza.
En la introducción de su libro Charlton Heston: La épica de un héroe, Fernando Alonso Barahona, el mayor estudioso del actor en nuestro país, señalaba los singulares requerimientos expresivos del arquetipo heroico: “El héroe épico ha de ser accesible, veraz, diríase que ha de ser y no representar”. Una exigencia que Heston abrazó con determinación, aprovechando sus atributos naturales, pero también desarrollando a conciencia su particular estilo actoral.
En su autobiografía, Cecil B. DeMille sostenía que el gran parecido de Heston con el Moisés de Miguel Ángel lo predestinaba a encarnar al profeta de Los diez mandamientos, y relataba que el intérprete, avezado a dotar de bravura al liberador del pueblo hebreo, recorría el desierto con el traje de época antes de cada una de sus grandes escenas.
Pero el camino hasta el reinado de Heston como actor épico no fue sencillo. En sus inicios, su gestualidad rocosa fue leída como una inclinación al minimalismo expresivo. En 1950, Bosley Crowther, el crítico del New York Times, destacó la “aprensión controlada” y la “suavidad” de la interpretación de Heston en el filme ‘noir’ Ciudad en sombras de William Dieterle. Y, según Schickel, la crítica americana tardó años en advertir lo evidente, que Heston era capaz de “dominar a placer la pasión que emanaba de sus actuaciones”. Un manejo privilegiado de las emociones desatadas que Heston orientó hacia el estudio de numerosas figuras históricas, de Moisés al Cid, del príncipe judío de Ben-Hur al presidente Jackson de Los bucaneros (1958), del san Juan Bautista de La historia más grande jamás contada (1965) al Richelieu de Los tres mosqueteros: Los diamantes de la reina (1973), quizá su incursión más lograda en el ámbito de la comicidad.
En una ocasión, Heston elogió el talento de ciertos actores para encapsular el aire de una época: William Holden era el perfecto americano moderno, Henry Fonda representaba la América previa a la Guerra de Secesión, y Bogart era la América urbana. ¿Y dónde quedaba Heston? “Parece que en algún momento antes de Cristo”, señaló el actor no sin cierto pesar.
El heroísmo encarnado por Heston ha tendido a leerse en clave exclusivamente épica. ¿Pero fue realmente así? Para estudiar la cuestión, vale la pena traer a colación las tesis del mitólogo francés Gilbert Durand, quien diseccionó el heroísmo en el cine clásico de Hollywood a partir de la oposición entre un “héroe diurno” –una figura vinculada a la acción y lo acrobático, con Douglas Fairbanks como paradigma– y un “héroe nocturno” –una criatura taciturna y melancólica, forjada por Rodolfo Valentino y sublimada por John Wayne–. ¿Dónde cabría situar a Heston en esta dialéctica? El recuerdo de la mítica carrera de cuadrigas de Ben-Hur, que le valió al actor su único Oscar, o sus imperiales aspavientos para abrir las aguas del Mar Rojo, le situarían en el territorio de lo diurno; sin embargo, su angustiada entrega a la genialidad como el Miguel Ángel de El tormento y el éxtasis (1965) o su despliegue de arrojo trágico en Mayor Dundee (1956) le acercarían a una cierta nocturnidad.
“Si quieren descubrir el eslabón perdido entre el estrabismo de Wayne y la mueca de Eastwood, no busquen más allá del Heston de Mayor Dundee”, escribió el crítico Owen Gleiberman. De hecho, la ambivalencia de Heston entre el fulgor atlético y el temblor crepuscular invita a pensar en un “héroe del atardecer”, capaz de elevarse ante la adversidad, pero también proclive a reposar sobre su caballo o la mesa de un bar.
La sombra de lo paradójico acompañó a Heston no solo en su asalto al arquetipo heroico, sino que también le guio en su camino hacia el estatuto de sex symbol, que conquistó exhibiendo su torso con generosidad en la piel del joven Moisés de la primera mitad de Los diez mandamientos. Años más tarde, en El tormento y el éxtasis, un Miguel Ángel debilitado por la tarea de pintar la Capilla Sixtina encendía el deseo sexual de su antigua amante, la Contessina de Médici (Diane Cilento), que observaba el torso sudoroso de Heston.
Compromiso sobre el arte
Pero el lance erótico se veía interrumpido fulminantemente cuando el escultor enarbolaba la entrega exclusiva al acto de creación, entendido como una forma de sacrificio de orden religioso. Este compromiso con la tarea artística no era extraño para Heston, que aceptó recortarse su salario para que Universal produjera Sed de mal (1958), del ya muy maldito Orson Welles, y que se puso del lado de Sam Peckinpah cuando el director de Mayor Dundee inició una guerra abierta contra el productor Jerry Bresler.
Años más tarde, recordando aquel incómodo episodio, Heston defendería que “hay que apoyar la autoridad del director, aunque solo sea porque el suyo es el principal, aunque no el único, concepto creativo de la película”. Después de trabajar con grandes cineastas como King Vidor en Pasión bajo la niebla (1952), William Wyler en Horizontes de grandeza (1958) o Nicholas Ray en 55 días en Pekín (1963), Heston sabía de lo que hablaba.
Las convicciones artísticas del actor no solo se manifestaron en su admiración a los grandes cineastas, sino que también implicaron a sus compañeros, cuyos derechos defendió desde la presidencia del Sindicato de Actores de Hollywood entre 1965 y 1971. Antiguo miembro del Partido Demócrata, Heston integró, junto a Marlon Brando y Paul Newman, la delegación de Hollywood en la marcha a Washington por los derechos civiles de agosto de 1963, en la que Martin Luther King pronunció su célebre I have a dream. Sin embargo, en las elecciones de 1972, Heston se decantó por el republicano Richard Nixon y nunca miró hacia atrás, ejerciendo como presidente de la Asociación Nacional del Rifle entre 1998 y 2003.
Vale la pena recordar aquella memorable escena de El planeta de los simios (1968) en la que el descreído Taylor, el astronauta interpretado por Heston, se reía del patriotismo de un compañero que plantaba la bandera estadounidense sobre “suelo extraterrestre”. Así, entre grandes hitos y contradicciones, discurrió la vida y el arte de una estrella “más grande que la vida”, un actor que supo encarnar el esplendor y la aflicción del eterno arquetipo heroico de Hollywood.