Una calurosa tarde del verano de 1932 David O. Selznick espera en las dependencias de la RKO a una actriz que llega a Los Ángeles en busca de contrato. Quedaban todavía unos años para que el productor entroncara con la estirpe de los grandes moguls de Hollywood levantando aquel mayor espectáculo de todos los tiempos que fue Lo que el viento se llevó (1939), pero su fama de negociador inflexible está ya bien asentada.
La reunión se intuye implacable: una chica de veinticinco años, que acude al encuentro sola sin la compañía de representante y dispuesta a agarrarse a aquella oportunidad como a un clavo ardiendo tras el fracaso de su incipiente carrera teatral. Pero si al entrar en el despacho la muchacha recibe una oferta de quinientos dólares semanales, cuando sale de allí lleva bajo el brazo un contrato que triplica esta cifra y el añadido de una cláusula que le permite dar el visto bueno a sus guiones, algo solo al alcance de las más grandes estrellas de Hollywood. Y no de todas.
Se antoja difícil encontrar mejor ejemplo de la determinación que siempre mostró Katharine Hepburn (Hartford, Connecticut, 1907- Fenwick, Old Saybrook, 2003) a la hora de llevar las riendas de su carrera. Una carrera que nacía a contrapelo: pecosa, pelirroja, vestuario de corte masculino, rostro anguloso; difícil encontrar una suma de elementos más tóxicos para la cámara en el Los Ángeles de los años treinta. Y las cosas funcionaron, pero no del todo.
['Asteroid City', de Wes Anderson: una colorista ensalada de situaciones estrambóticas]
Es cierto que su ascenso a la fama fue tan fulminante como para que en 1938 Walt Disney la dibujara en un cortometraje al lado de luminarias de la talla de los Hermanos Marx, el Gordo y el Flaco o Clark Gable. Pero también que, sin necesidad de abandonar este rastro, podamos intuir el escaso aprecio que sus primeros papeles habían despertado entre el respetable: en sus rasgos se basaría Disney para trazar los de dos de sus villanas más memorables, la bruja de Blancanieves y los siete enanitos (1937) y la Cruella de Vil de 101 dálmatas (1967).
Ni tan siquiera funcionaría en taquilla su gran proyecto de aquellos años, La fiera de mi niña (1938). Cuando la RKO le ofreció un papel en una película de huerfanitas con un presupuesto raquítico, la actriz podría haber intuido que la aventura había terminado.
Pero lejos de quedar paralizada por este rechazo, Hepburn decidió sortear la trampa apostando a lo grande. La saneada economía familiar le permitió comprar su carta de libertad a RKO y hacerse con los derechos de una obra que ansiaba interpretar en el teatro; siendo su propietaria, nadie podría negarle el papel protagonista en el caso de que surgiera la posibilidad de llevarla a la pantalla. Y la posibilidad surgió de la mano de la Metro-Goldwyn-Mayer.
Sobre el efecto que tendría Historias de Filadelfia (1940) en la carrera de la actriz no es necesario extenderse porque ahí arrancó una filmografía con jalones de peso como La costilla de Adán (1949), La reina de África (1951) o En el estanque dorado (1981) y una relación con directores como George Cukor, David Lean o John Huston que nunca resultó meramente laboral.
['Sin malos rollos': la puta buena y el niño bien]
No se crea que el verse recluida al paradigma de las segundas oportunidades hizo a Hepburn pensar en plegarse a las exigencias de la fama. Al contrario, conocida fue su negativa a conceder entrevistas, a firmar autógrafos o a esquivar sus continuas peloteras con la prensa. No parecía haber límite de permisividad que Hepburn no traspasara: la actriz fue siempre una voz libérrima en Hollywood y su participación en cualquier debate social provocaba invariablemente sudores fríos entre los ejecutivos de la Metro.
Porque aunque corrían tiempos en los que una declaración altisonante podía suponer acabar en la cárcel, la actriz no dudó en calificar públicamente de “enemigo de la democracia” al senador McCarthy ni en impulsar la producción de una película abiertamente antifascista en el seno de los grandes estudios, La llama sagrada (1942). Qué podía esperarse de una mujer que había tenido su primer contacto con la política a los ocho años repartiendo material sufragista por las calles de su Hartford natal.
En la órbita privada las cosas no fueron diferentes. Mucho se ha comadreado sobre la vida íntima de la actriz y no ayudó a ello ni su abierta convivencia con mujeres a las que presentaba en público como “mi marido” ni su cercanía a personajes tan sexualmente jaraneros como Howard Hughes. Así fue al menos hasta 1942, cuando en el rodaje de La mujer del año coincidió con un actor al que admiraba profundamente desde que lo viera en la película de Fritz Lang Furia (1936).
Fue el inicio de nueve cintas conjuntas y de una relación secreta que se extendería hasta que Spencer Tracy falleciera al poco de concluir el rodaje de Adivina quién viene esta noche (1967), veinticinco años más tarde. Ni uno solo de ellos vivieron juntos, ni uno solo de ellos dejó el actor de estar oficialmente casado. Hepburn nunca interfirió en aquel matrimonio.
Muchas han sido las explicaciones para aclarar aquella extraña mecánica de pareja, pero quizás el mejor resumen lo dio ella misma cuando confesó que al conocer a Tracy “descubrí que entre nosotros la puerta siempre estaría abierta”. Pocos días después de la muerte del actor ya estaba embarcada en una de sus películas más ambiciosas: El león en invierno (1968).
Pocas dudas caben de que a día de hoy Hepburn es una de las figuras más respetadas de aquel Hollywood. Todo un triunfo, pero muy lejano de ese otro del que tan pocas personas pueden jactarse: en sus últimos años confesaría no tener miedo a la muerte porque había sido feliz. Y no era difícil creerla, porque Hepburn fue una mujer que hizo siempre lo que quiso. Existen pocas garantías mayores de felicidad.