Probablemente no exista un director más versátil y prolífico en el panorama cinematográfico actual que François Ozon, capaz de encadenar en el último lustro sin solución de continuidad un thriller psicológico a lo Brian De Palma (El amante doble, 2017), una rigurosa crónica de los abusos sexuales cometidos por un sacerdote en Lyon (Gracias a Dios, 2018), un oscuro coming of age (Verano del 85, 2020), un contenido drama sobre la eutanasia (Todo ha ido bien, 2021) y un heterodoxo homenaje a Fassbinder (Peter Von Kant, 2022).
En su nueva entrega, Mi crimen, Ozon vuelve a mutar de registro y se lanza de cabeza a la comedia que ya cultivó en 8 mujeres (2002) o Potiche, mujeres al poder (2010), con las que esta podría conformar una trilogía. Si en aquellas podíamos ver el rastro de Jacques Demy o el Almodóvar más alocado, aquí el cineasta francés mira al cine de Ernst Lubitsch y Billy Wilder o a la screwball comedy.
Ambientada en los años 30, la película sigue a Madeleine (Nadia Tereszkiewicz), una joven actriz que es acusada del asesinato de un famoso productor de cine, que no ha cometido. Acosada por las deudas, decide utilizar el juicio como plataforma de lanzamiento de su carrera.
Rebosante de encanto, con unos diálogos chispeantes, divertidos y mordaces y con un desarrollo narrativo en el que cualquier escenario es posible, Mi crimen es una auténtica fiesta que logra trascender el mero homenaje al cine del Hollywood dorado al introducir un trasfondo claramente moderno, feminista, que, no sin cierta ironía, ajusta cuentas con el abyecto casting de sofá.
Pero, como en muchas grandes comedias, no hay mejor razón para ver Mi crimen que disfrutar de unos personajes secundarios absolutamente hilarantes, en especial el juez de Fabrice Luchini o la descerebrada actriz en decadencia de Isabelle Huppert.