Ciencia al día: del ChatGPT a la "biología del Yo"
El 'Aún aprendo', de Goya, un referente para sobrevivir a los cambios tecnológicos que transforman de forma vertiginosa nuestra manera de entender el mundo
Entre mis pintores favoritos, Francisco de Goya ocupa un lugar especial. Son inolvidables muchas de sus obras –yo siento debilidad por tres: Los fusilamientos del 3 de mayo, Perro semihundido y La condesa de Chinchón–, pero hay una, desprovista aparentemente de la grandiosidad de sus cuadros más famosos, el dibujo a lápiz negro y lápiz litográfico que tituló Aún aprendo (1826), que valoro mucho. Tengo más pasado que futuro, pero sin llegar a la decrepitud que aparenta el protagonista de ese dibujo, me identifico con su deseo de continuar aprendiendo.
Y es esta, y no sólo para mí sino para todos, una tarea particularmente difícil, pues si hay algo que caracterice al mundo presente es el cambio, pero no como en la famosa frase de El gatopardo (1958), de Lampedusa, “para que todo siga igual”. Desde hace tiempo son los desarrollos tecnológicos, más que los avances científicos, los que imponen cambios sustanciales en nuestros modos de vida, a la cabeza de ellos la Inteligencia Artificial (IA) y la Robótica.
Los beneficios son evidentes, pero también son palpables los peligros que conllevan para la autonomía de los humanos, para que podamos ejercer atributos tan preciados como el libre albedrío, con independencia de las ligaduras y oscuridades asociadas a semejante concepto. Así, nos damos cuenta de que el reciente sistema de IA, ChatGPT, puede afectar, ¡ya afecta!, a ámbitos tan importantes como la enseñanza, la información y el mercado de trabajo (cada vez es más frecuente que las primeras entrevistas de trabajo las lleven a cabo robots).
Nos encontramos en un mundo en el que cada vez tienen más fuerza
la “información inteligente” y la cultura identitaria del “yo”
No deja de chocar esta “delegación” de decisiones en favor de las máquinas con un fenómeno, o tendencia, que Élisabeth Roudinesco ha estudiado en su último libro, El Yo soberano (Debate 2023). “Desde hace unos veinte años –escribe– se lucha menos por el progreso, y a veces, incluso, se rechazan sus logros. Se exhiben los sufrimientos, se denuncia la ofensa, se da rienda suelta a los afectos, señas de identidad que expresan un afán de visibilidad, en ocasiones para expresar indignación y en otras para reclamar el reconocimiento”.
Señala Roudinesco que este “espíritu del tiempo” se manifiesta también en las artes y las letras: “En la novela, más que la reconstrucción de una realidad global, se busca una manera de contarse a sí mismo sin distancia crítica, recurriendo a la autoficción”. A la “autoficción” o, simplemente, a contar a los lectores su propia historia. “El mundo soy yo”, parece la consigna literaria a la que responde una buena parte de la literatura actual. Un mundo que, además, se centra en las frustraciones que el autor cree haber padecido.
La “centralidad del yo”, el deseo de construir el mundo, su pequeño mundo, en torno a la persona, se manifiesta también en otros ámbitos. Hace poco he sabido de un caso que tuvo lugar en 2002. Una pareja de mujeres sordas decidió tener un hijo, pero uno que preferentemente fuera sordo pues consideraban la sordera una “identidad cultural” no una incapacidad que debía ser curada.
“Ser sordo –manifestaron– es simplemente un modo de vida. Nos sentimos plenas como personas sordas y queremos compartir los maravillosos aspectos de nuestra comunidad de sordos –un sentimiento de pertenencia y conectividad– con los niños”. Y para tener las mayores posibilidades de concebir un hijo sordo buscaron un donante de esperma con cinco generaciones de sordera en la familia. Y tuvieron éxito. Su hijo nació sordo.
Al conocerse la noticia abundaron las críticas, argumentando que se había infligido conscientemente una discapacidad a su hijo. Críticas que sorprendieron a las madres. Se trataba, obviamente, de preferir una “identidad cultural” a una plenitud biológica. Una manifestación más, aunque superficialmente parezca diferente, del mismo fenómeno que he señalado antes: “El mundo soy yo” o nuestros círculos próximos.
Puede sorprender que en la era de la globalización proliferen culturas que no ven mucho más allá de lo propio, culturas de las que también se nutren, aunque sea un fenómeno de mayor escala, los nacionalismos. Nos encontramos, en definitiva, en un mundo en el que cada vez tienen más fuerza las tecnologías de la “información inteligente” y la cultura identitaria del “yo”.
No debe sorprender, por consiguiente, que cambien los valores, los “principios”, las “guías de comportamiento” que han regido en el pasado en grupos sociales. Por supuesto que no hay nada de malo en reemplazar valores anteriores; esto es algo que ha sucedido con frecuencia a lo largo de la historia: la democracia, por ejemplo, como valor social deseado tardó mucho en aparecer (se dice a veces que existía entre los antiguos griegos, pero si existió fue para algunas clases sociales privilegiadas). Hasta no hace mucho, es otro ejemplo, no se planteaba con la profundidad actual la dicotomía “sexo versus género” (“no binario”, “fluido”, queer…), en la que intervienen elementos diversos como son “biología”, “cultura” o “derechos individuales”.
Y en este punto quiero volver al “Aún aprendo”. Repito, los valores predominantes en el pasado no tienen que perpetuarse, pero sí es conveniente que los que puedan surgir o están surgiendo se conozcan y evalúen de manera crítica frente a los previamente existentes. Y para ello es necesario que contribuyan a ese análisis, discusión, o diálogo, personas que se formaron en el mundo en el que esos valores tuvieron vigencia, miembros de generaciones en su edad madura, o considerados directamente viejos, pero que “aún se esfuerzan por aprender”.
[Goya, un titán español en Estados Unidos]
Hace no demasiado tiempo se acuñó el término “neorrancio”, con el que algunos jóvenes califican a las “personas que muestran apego hacia costumbres pasadas”, término claramente ofensivo, o cuanto menos despectivo, cuando, de forma parecida se podría hablar de “aficionados a la novedad por la novedad”, de la que, por cierto, participan no pocos de los denominados influencers.
El cambiante mundo actual, fruto de la alianza entre el desarrollo tecnológico y la profundización de la democracia –no exenta ésta del abuso de la herencia posmodernista de “mi razón es tan buena como la tuya”, algo completamente falso cuando se trata de ciencia–, atañe a jóvenes y a maduros al igual que a la senectud. Y aquí me viene a la memoria otro de los grabados de Goya, el titulado El sueño de la razón produce monstruos.