Quizá hay que mirar más allá del conflicto, del drama. Quizá debamos fijarnos en los tiempos muertos, cuando no pasa nada. Al menos nada que le interese a cualquier espectador común, no digamos a una película que quiera arrebatarnos, magnetizarnos a la pantalla, excitar nuestros sentidos. Quizá hay que observar esos tiempos en los que no pasa nada hasta la mismísima extenuación, con insistencia indiferente, hasta que se convierten en el conflicto en sí mismo. El vacío siempre será dramático. Quizá hay que filmar con obsesión todo eso que nunca nos ha mostrado el cine.
[¿Es realmente 'Jeanne Dielman...' la mejor película de la historia del cine? Todo pasa, nada cambia]
Por ejemplo: una bella viuda despertando, fregando los platos, cocinando para su hijo adolescente, haciéndole la cama, cepillando sus zapatos antes del alba, tejiéndole un jersey en el comedor. La cámara, colocada en rincones estratégicos del hogar, desde donde no llega a espiarla pero sin inmiscuirse en la escena, dentro y fuera de ella al mismo tiempo, la observará observando el vacío de la pared en la cocina, durante tres, cinco, siete minutos, esperando a que hierva el agua del café, sin más. Y esa mujer será una gran actriz, una estrella del cine europeo, nada menos, pero mucho más que una musa de la Nouvelle Vague. Será Delphine Seyrig y permanecerá en silencio, sola en el plano, concentrada en sus labores domésticas.
La veremos sin pausa apuntando los recibos, cambiándose de ropa y poniéndose el abrigo, la veremos bajando por el ascensor, cruzando la calle por toda la diagonal del plano, buscando unos botones para una chaqueta en diversas tiendas. Y cuando vuelva a casa, sonará el timbre, la acompañaremos por el pasillo, abrirá la puerta y una mujer sin rostro le entregará una cuna azul con un bebé, que depositará en la mesa del comedor y al que dejará llorar hasta cansarse. Nadie explicará nada. El personaje se define por sus hábitos. Es una descripción materialista, solo su estética resulta emocional.
Nos preguntamos si Chantal Akerman estaba pensando en hacer el manifiesto fílmico-feminista de su era
Por supuesto no habrá música comentando las escenas, solo un aria que suena fugazmente en la radio. De nuevo en la pequeña cocina, la película nos invitará a asistir en tiempo real a cómo reboza en harina y huevo y pan varios filetes de carne, cómo limpia después la mesa con invariable mecánica y pulcritud, con formalidad diligente, en minucioso orden.
En los primeros minutos desaparecerá el pudor, el extrañamiento de invadir su intimidad, su soledad y su aburrimiento, porque esto es otra cosa, no hay nada pornográfico en ello, aunque la veamos bañándose y lavándose con fruición después del sexo con un jubilado, prostituyéndose en su propio dormitorio. Quizá conviene mirar todo ello con los ojos estables, sin movimiento alguno, pues cualquier movimiento será dentro del plano, donde lo que acontece es banal, fútil, intrascendente. Así durante tres días en el tiempo del no relato, tres horas y veinte minutos en el de la película. Así hasta el abrupto, traumático final.
Quizá todo eso es lo que se preguntó la belga Chantal Akerman (1950-2015) si podía filmarse, si debía filmarse, si no era una fantasía conceptual rumiada en las crisis de representación del cine, si con ello obtendría una película que nadie todavía había hecho en 1975 y que quizá nadie iría a ver. Quizá no será una película sino otra cosa, una suerte de dispositivo. Una (anti)película que pudiera no en vano magnetizar y arrebatar al espectador, infligir unas pocas lesiones en su hipotálamo existencial. Y hoy esa película, al menos su código genético (el slow cinema, si lo desean), desde hace casi medio siglo y sus generaciones de cineastas, sigue palpitando en el corazón de las poéticas de los cines de autor.
No hay que ser vanguardista ni radical para apreciarla. Pero ningún cineasta que brille y triunfe en festivales relevantes ha podido escapar de sus redes. La crítica más intelectual, tampoco. El espectador común se sentirá incomodado. Al fin y al cabo, Jeanne Dielman... es la suma de todas esas tranches de vie que, en principio, no merecen ser filmadas, pero que Akerman filma con distancia precisa, trazos simétricos y estética impecable.
Existencia prosaica
Nos preguntamos si la directora de Los encuentros de Anna (1978) estaba pensando en hacer el manifiesto fílmico-feminista más emblemático de su era, pero sin duda hay una necesidad no solo de destrozar las convenciones dramáticas del cine, sino de filmar al sujeto femenino y su existencia prosaica, alienada, como nunca el cine se había detenido a observarla. Y quizá por ello Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles sigue siendo un filme tan eminente y necesario en la historia de las imágenes filmadas. El cine, qué duda cabe, no fue lo mismo a partir de Jeanne. Aunque solo unos pocos le prestaran atención.
La primera de la lista
Desde el 1 de diciembre, Jeanne Dielman... es la mejor película de la historia según la tradicional encuesta de la prestigiosa revista Sight & Sound, que se realiza cada diez años. Una inesperada entronización que echa por tierra los canones precedentes. El filme encabeza el ciclo que Filmin le dedica a Akerman, con 12 títulos restaurados: Yo, tú, él, ella (1974), News from Home (1976), D'Est (1993)...