En tiempos en los que el cine se alimenta de reciclajes y pastiches que no se cuestionan de dónde proceden y por qué existen o, peor aún, ni siquiera lo saben, resulta casi milagroso que una película como Le grand chariot compita en un festival de primera clase.
Bravo por sus programadores. Bravo por Philippe Garrel, legendario cineasta que ostenta una libertad visceral, y quien a sus 74 años, desde su sabiduría, ha traído a Berlín una película-testimonio de un cine en extinción, y de paso nos ha hecho ver, sentir, que todo lo que es permanente nace de la ilusión y la entrega absolutas.
En este filme en el que todo o casi todo se extravía o desaparece, en el que una familia de titiriteros resiste precariamente mientras experimenta la agonía de su arte, su oficio, Garrel aún logra transmitir una felicidad casi plena, una pasión por la vida que incluso puede reconfortarnos con ella. No nos toparemos en lo que queda del certamen con película más genuina ni estimulante.
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El gesto de Garrel es el de un bohemio que ha entregado su existencia, con todos sus sinsabores y tragedias, propulsado por el amor a su arte, a hacer cine, sin más. Eso es lo que nos cuenta esta película. Y no es poco. El padre de la familia de marionetistas muere en plena función, y cuando llegamos a preguntarnos por qué Garrel mantiene el plano en la trastienda durante tanto tiempo, viendo trabajar a los marionetistas detrás del biombo, la respuesta llega de forma contundente, inapelable.
Los tres hijos se mostrarán determinados a perpetuar la tradición familiar, y a los tres les dan vida los propios hijos del director: Louis, Esther y Lena Garrel. El compromiso del cineasta es pleno con lo que está contando, es decir, su propia existencia creativa a través del santuario de la familia, guardián de un arte que desaparece, el propio cine que él estila, sin reciclajes, sin pastiches, sin ideas de segunda mano.
Libres de afectación o exhibicionismo alguno, cada secuencia respira el aire, el tiempo, el tono que necesita. Garrel cuenta una vez más con la complicidad de Renato Berta en la fotografía, que contagia su calidez a la textura casi documental del relato. El compromiso de los actores para invocar la magia del arte de marionetas, aquel en el que probablemente la suspensión de la incredulidad debe ser más manifiesta que en ningún otro, se traslada con evidencia a la pantalla.
El mundo de pasión bohemia retratado, su militancia humanista con el arte, no es inmune a los rincones oscuros, no evita mostrar sus dramas y perdición, sus peajes, incluso los que conducen a la locura. Garrel ha cruzado demasiados océanos como para haber perdido su ingenuidad o su fe en el arte como refugio de todas las tormentas. Eso es lo que le ha permitido sobrevivir. Es lo que permite sobrevivir a los protagonistas de este filme.
Algunas películas nos tocan de forma personal por motivos siempre misteriosos, y Le grand chariot ha llegado en unos días, semanas, en que este cronista y programador necesitaba algo así para creer de nuevo en el cine de nuestros días, o cuánto menos en su propósito. Cuando el mayor de los hijos, Louis, le pregunta en un momento dado a un bebé recién nacido si es feliz por estar vivo, pareciera que nos lo pregunta a todos nosotros.
Hay un cine que también agoniza y muere, viciado por agendas sociales, cuotas impositivas y fines mercantiles. La película de Garrel, que ha levantado una tímida, breve ovación en el pase de prensa, me ha recordado por qué sigo haciendo lo que hago. Qué más se le puede pedir a una película.
Disco Boy, el riesgo como un aliado
Nos gustan también los filmes que encuentren en el riesgo un aliado, una forma precisa para experimentar lo que creemos que se ha propuesto su autor que experimentemos. En el peor de los casos, nos colocan en un lugar desde el que hacernos preguntas que no nos habríamos planteado. Es el caso de Disco Boy, del italiano Giacomo Abbruzzese, cuya heterodoxia se defiende por sí sola a medida que se van desvelando los enigmas del relato.
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No sabemos nunca con seguridad hacia dónde nos conducen esos misterios, pero nos interesan y nos imantan. Hay una belleza, una mística y una energía singular en ellos. Nos desconcierta y al tiempo nos posiciona en un mundo ignoto, aunque pueda recordarnos a las miradas de Claire Denis o de Philippe Grandieux.
El desconcierto es similar acaso al que siente el joven que protagoniza el filme, encarnado por el carismático actor alemán Franz Rogowski. Da vida a Aleksei, un joven bielorruso que huye de su pasado y su país estableciendo una suerte de pacto fáustico: se convierte en soldado de la Legión Extranjera del ejército francés bajo la promesa de obtener la ciudadanía gala.
El bloque de su formación militar está filmado con tensión y claridad de ideas. Es enviado entonces a luchar contra los guerrilleros de Nigeria sin saber realmente por qué causa está matando. Una secuencia de acción bélica está filmada enteramente con visión nocturna ultravioleta, pero no a la manera de Bigelow en La noche más oscura, sino con una naturaleza plástica de intención poética.
A partir del encuentro místico de Aleksei con una bailarina nigeriana en una discoteca de París, el filme plantea desde su perpetuo desconcierto, el de un hombre sin identidad, una reflexión sobre la necesidad de absorber la otredad como forma de autoconocimiento.