El actor y director canadiense Matt Johnson ha hecho un biopic sobre un objeto siguiendo la tradición del género. En este caso no asistimos al ascenso y caída de una estrella de la música, sino de un pionero tecnológico, el icónico BlackBerry, el primer dispositivo que unificó teléfono y ordenador en un solo aparato, es decir, el primer smartphone… hasta que iPhone lo expulsó del mercado. Eso fue hace veinte años, entre 2001 y 2008, periodo en el que se centra la película. No hay nada realmente reprochable en el relato tragicómico de los hechos con reparto exclusivamente masculino de BlackBerry, pero tampoco nada especialmente original ni temática ni formalmente en esta película presentada a concurso en la Berlinale.
Con su desmañada estética televisiva que recuerda conscientemente a The Office (sobre todo la primera parte), cada uno de los movimientos del biopic es perfectamente predecible. Y lo es quizá no tanto porque podamos conocer la historia (basada no en vano en el bestseller Losing the Signal), sino porque no se han hecho grandes esfuerzos por abordarla desde un punto de vista infrecuente o relevante.
BlackBerry no es La red social. No es el retrato humano de un personaje que define su tiempo, a pesar de la evidente nostalgia tecnológica por los años noventa (estética de vídeo, glitches en la imagen, referencias icónicas de películas y temas musicales), sino la crónica periodística en modo tragicómico (incluso caricaturesco) de cómo la mentalidad nerd entró en colisión con las prácticas corporativas, porque se necesitaban mutuamente, encarnados ambos frentes por los presidentes de la compañía, Mike Lazaridis (Jay Baruchel) y Jim Balsillie (Glenn Howerton).
Acaso es ahí, en esa disputa y convivencia entre el mundo de piratas y tiburones de la serie televisiva Succession y el flow desgarbado y romántico de Slacker de Linklater, donde la película triunfa y se disfruta por lo que es, sin mayores expectativas.
Hay un sentido cinemático en todo caso en esta producción canadiense. Se las arregla para conservar una suerte de energía y espíritu amateur por debajo de la sofisticación de una producción hollywoodense al uso, que a medida que avanza, como la propia historia, va devorando el romanticismo y la ingenuidad de la puesta en escena. Esto es sin duda lo mejor que se puede decir del filme, quizá su mayor hallazgo, que la estética se refleje en la propia historia que está contando y viceversa.
Las altas finanzas de las grandes corporaciones, con sus mentiras y puñaladas traperas, neutralizaron el romanticismo de los nerds utópicos, los artistas tecnológicos que cambiaron el mundo en el amanecer del siglo XXI. Ese papel recae en el cofundador de la compañía Doug Freilen, el más agradecido y cómico de los personajes, que no por casualidad lo interpreta el propio director, Matt Johnson.
Manodrome: en tensión perpetua
La ambición manifiesta de la norteamericana Manodrome, también a competición en la Berlinale, encuentra su base en los moldes de Taxi Driver y de El club de la lucha, y al igual que ambos clásicos también se alimenta del impacto y la sordidez de un relato de degradación mental y física extremo.
El viaje a los infiernos lo protagoniza Ralphie, un taxista de Nueva York hinchado de testosterona interpretado por Jesse Eisenberg, que transforma su cuerpo en la tradición de las impactantes mutaciones de estrellas de Hollywood en busca del Óscar. Ralphie y su novia están esperando un bebé pero su trabajo y su situación personal, arrastrando los traumas del abandono parental, no logran hacerle feliz.
Cuando entra a formar parte de un grupo de liberación masculino, liderado por Adrien Brody, se despiertan todas sus represiones y el sentimiento de ira le hace perder toda conexión con la realidad. La película se adentra en una espiral de locura y violencia interior que John Tengrove, su director de origen sudafricano, enfatiza con bombásticos efectos sonoros y atmósferas enfermizas.
Nos interesa Manodrome por su lucidez para capturar las tensiones de una contemporaneidad, como la que sufría el supuesto veterano de guerra Travis Brickle, que denigra la dignidad del individuo como maquinaria de un sistema social del que no hay escapatoria. Emerge así la reacción visceral fascista, con su xenofobia, machismo y homofobia, con su culto al músculo como eje de tensiones y a la violencia como una solución expeditiva a tanta frustración (en algunos momentos recuerda a Día de furia), si bien hay algo mimético en todo ello, como si formara parte de un ideario, de la necesidad de incluir todas las sociopatías de nuestro tiempo en la mente del protagonista. No en vano, estamos quizá ante una de las propuestas más descarnadas y enfermizas del reciente cine americano, que podría llevar el sello de Aronofsky por su voluntad previa de generar controversia. El debut de Tengrove con su anterior filme, The Wound (2018), ya se beneficiaba de esa estrategia, más allá de ser considerada una de las películas LGTB más importantes de los últimos tiempos.
En cualquier caso, las ideas cinematográficas puestas en práctica en Manodrome, y sus múltiples guiños a la obra maestra de Scorsese, no son en ningún caso despreciables. Hay un cineasta detrás llevado por una enérgica determinación de inscribirse en la tradición del cine americano que ha retratado a sus sociópatas y seres desplazados desde por lo menos la fordiana Centauros del desierto.
La estética y el diseño sonoro, altamente expresivos, están finalmente al servicio de un guion que, en sus detalles, logra establecer una tensión perpetua, una permanente incomodidad en el espectador, un estado del alma enrarecido, prisionero en un limbo que se negocia entre la integridad y la locura. Todo está siempre a punto de estallar. Eisenberg además, que está en cada uno de los planos de la película (en lo que Paul Schrader llamaría una película monoteísta porque su protagonista es su único Dios), parece haber encontrado el papel a la altura de su intensidad antiheroica, y al mismo tiempo completamente distinto a todo lo que ha hecho anteriormente.
Un mediocre melodrama rural
En la sección oficial en concurso por el Oso de Oro también ha podido verse la producción alemana Someday We’ll Tell Each Other Everything, dirigida desde la mediocridad de Emily Atef. Es un melodrama rural, situado en 1990, en torno al deseo femenino de una joven de 17 años fascinada por un vecino de 40 años que se quiere metáfora de los secretos, confusiones y libertades recuperados durante la reunificación alemana.
Es verano y María pasa los días leyendo en el ático de la granja que comparte con su novio Johannes. Su encuentro con Hemmer, el vecino que vive al otro lado del campo que labra diariamente la familia de su novio, con la que está viviendo, le abrirá las puertas a un mundo de sexo y amour fou que solo podrá conducir a la desgracia. El relato es extraordinariamente similar, incluso en su contexto, con una producción alemana del año pasado, titulada Nadie con los terneros y dirigida por Sabrina Sarabi. La preferimos sin duda a esta, cuyo perfume a viejo melodrama clásico pesa demasiado, tanto como el derroche de minutos y secuencias que no llevan a ningún lugar.