En su aproximación a la vida de los grandes literatos, el cine se ha armado de licencias creativas en su afán por hallar, en las experiencias privadas de los escritores, un reflejo directo de su obra.
Esta novelización de lo biográfico –rastreable en Shakespeare enamorado (1998) o Descubriendo nunca jamás (2004)– se impone en Emily, en la que Frances O’Connor (Wantage, Reino Unido, 1967) se aproxima con libertad a la figura de Emily Brontë, poniendo en imágenes un supuesto romance entre la escritora británica y William Weightman, uno de los clérigos que habitaron la casa parroquial de la familia Brontë.
A O’Connor le importa poco que la teoría más extendida señale que Weightman tuvo un idilio con Anne, la hermana pequeña de Emily. Su objetivo, en su debut como realizadora tras sendas adaptaciones de Madame Bovary (2000) y Mansfield Park (2000), consiste en convertir a la mediana de las Brontë en un receptáculo de la rebeldía y el romanticismo imperantes en Cumbres borrascosas.
Por su premisa fabulística, y por el subrayado de los rasgos más consabidos de la personalidad de Brontë –su actitud soñadora y su inclinación a la reclusión–, Emily parecía destinado a ser un biopic fantasioso y ramplón. Sin embargo, O’Connor saca un partido inesperado del material narrativo gracias a la conquista de tres registros estéticos de difícil ensamblaje.
En primer lugar, y para evocar el carácter indómito de Brontë, la película invoca un naturalismo vivaz, con la cámara operando de un modo hipersensible ante el más leve indicio de un trasiego emocional. Luego, para capturar la cara más lúgubre de la Inglaterra victoriana, en su versión campestre, O’Connor ahonda en un preciosismo de interiores iluminados con velas, que remite inevitablemente al Barry Lyndon (1975) de Kubrick.
Y, por último, el filme afianza su singularidad a través de varios destellos formalistas: la filmación a cámara lenta de una carrera bajo la lluvia, la anulación del sonido para penetrar en la subjetividad de Emily, o el empleo de primeros planos frontales que convierten el rostro de la protagonista en un cúmulo de detalles expresivos.
['Living', una academicista y menos combativa adaptación del clásico de Kurosawa]
Esta exuberancia estilística emparenta la propuesta de O’Connor con la obra de la neozelandesa Jane Campion, quien supo imbuir de un lirismo refinado sus aproximaciones a la vida de Janet Frame en Un ángel en mi mesa (1990) y a la historia de amor entre el poeta John Keats y su musa Fanny Brawne en Bright Star (2009).
Pese a que esta comparativa corre el riego de sobreestimar la labor de O’Connor, sirve también para verter luz sobre la ejemplar colaboración de la cineasta novel con la directora de fotografía Nanu Segal y, sobre todo, con la actriz Emma Mackey.
Conocida por su papel en la serie de Netflix Sex Education, Mackey convierte la introversión de Brontë en un festín de contención que se arrebata cuando estalla la pasión amorosa.
Emily pone en escena el choque entre la gris ortodoxia social y la sed creativa de Brontë, entre el conservadurismo de los edictos morales del cristianismo y un horizonte de empoderamiento femenino.